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Despues de la rebelión de Diciembre del 2001

Elementos de interpretación y balance de la lucha de clases en Argentina

Fuentes: Rebelión

El objetivo principal de este trabajo – queda dicho desde su título – es considerar la lucha de clases tal como se expresó en la rebelión popular de diciembre del 2001 y los meses subsiguientes. Una rebelión que conmovió y transformó a la Argentina, no tanto porque forzara la caída del gobierno radical-frepasista presidido por […]

El objetivo principal de este trabajo – queda dicho desde su título – es considerar la lucha de clases tal como se expresó en la rebelión popular de diciembre del 2001 y los meses subsiguientes. Una rebelión que conmovió y transformó a la Argentina, no tanto porque forzara la caída del gobierno radical-frepasista presidido por De la Rúa y casi de inmediato la del gobierno peronista encabezado por Rodríguez Saá, sino porque expuso en acto la potencia transformadora de «los de abajo» y sus luchas. Queremos así reflexionar sobre las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001, el impacto de este acontecimiento en los meses posteriores, y las peculiares características que asumen los enfrentamientos sociales y políticos tras la relativa «normalización» iniciada por Duhalde y conducida hoy por el gobierno de Kirchner. No basta exponer lo acontecido como una serie de hechos objetivos mas o menos relacionados entre sí. Es preciso considerarlo como experiencia estratégica de los desposeídos, ayudando a registrar lo conquistado, las pérdidas sufridas y lo que se ha dejado escapar, como también lo que se ha podido ganar en términos de experiencia y comprensión política. Y hacerlo con la modestia y apertura que impone acercarse a lo que, muy posiblemente, es el inicio de un ciclo nuevo de la lucha de clases en Argentina, al que corresponderán también nuevas conceptualizaciones. Por las mismas razones, repasar algunos rasgos del período anterior implica repensarlos. 

ARQUEOLOGÍA DE LA RESISTENCIA

No se pretende ofrecer resultados acabados, porque el tema merece investigaciones que en gran medida restan por hacer. Presentamos apenas (con beneficio de inventario) un instrumento de interpretación militante, en tiempos que exigen actuar pensando y pensar actuando, orientados por la convicción de que el marxismo no aporta verdades reveladas, ni ilumina un camino hacia la emancipación supuestamente prediseñado, pero es sí un recurso por ahora insustituible para comprender las contradicciones del mundo capitalista en el que actuamos. Y para buscar, desde el seno mismo de las luchas y aprendiendo con ellas, una acción política útil y gestada desde abajo. Porque no creemos en la perfección y autosuficiencia de teorías u organizaciones, no nos paraliza el temor a la equivocación.

Consideramos que, más que esbozar una genealogía de la protesta o una historia enderezada a explicar las memorables jornadas de diciembre de 2001, conviene a los fines de este trabajo adelantar una somera «arqueología» de la lucha de clases de las últimas décadas (del golpe de 1976 al derrocamiento popular del gobierno de radical-aliancista). Queremos, en otras palabras, comenzar por rescatar la configuración y proyección de algunos acontecimientos y procesos ocurridos años atrás y aparentemente hundidos en el pasado, pero aún operantes con ritmos diversos y en articulaciones cambiantes, según el curso vivo de las luchas sociales y políticas que sobre esa compleja sedimentación se libran sin cesar.       

1. Las herencias del terrorismo de Estado (más allá del desmoronamiento de la Dictadura y la derrota del «partido Militar»)
 
La dictadura militar instalada en 1976 recurrió al terrorismo de Estado a una escala y con un grado de violencia y sofisticación sin precedentes en la historia Argentina (pese a que la misma viene desde sus inicios manchada de sangre y masacres en defensa de los intereses de las clases dominantes). En este caso, mientras se proclamaba el objetivo de «aniquilar» a organizaciones guerrilleras que estaban ya militarmente derrotadas,  lo que en realidad se buscó (y en gran medida se logró) fue dar un golpe decisivo al tradicional poder de resistencia del movimiento obrero organizado. Mas en general, la dictadura vino para aplastar la radicalización político-cultural y las multiformes representaciones y prácticas colectivas apuntadas al cambio desde abajo que, no sin contradicciones, se abrían paso en el cuerpo social desde el Cordobazo, apoyándose en una inédita confluencia de hecho entre los sectores más combativos y clasistas del movimiento obrero y franjas radicalizadas del estudiantado y la clase media.

Con Videla y Martínez de Hoz se abrió paso a una nueva forma de acumulación del capital, privilegiando la valorización financiera y alentando la reprimarización productiva. Los sectores agro exportadores, el capital mas concentrado de origen nacional y extranjero, la banca y los organismos financieros internacionales (FMI-BM) constituyeron una especie de «asociación ilícita» que amparada por el Terrorismo de Estado comenzó a cerrar fábricas y a fabricar la deuda externa.  Conviene en este punto precisar que tan equivocado sería considerar al trastrocamiento de la estructura socioeconómica del país en los últimos 25 años una simple proyección del plan de Martínez de Hoz, como perder de vista que éste dejó efectivamente una herencia asumida y reconfigurada por los gobiernos electos que llegaron tras el desmoronamiento de la dictadura y la derrota del «partido Militar».

Existe sin embargo otra herencia menos reconocida, tan pesada como difícil de cuantificar: el golpe material e inmaterial asestado al movimiento popular por el terrorismo de Estado, con sus efectos a largo plazo. En este negro balance entran los 30.000 desaparecidos, encarcelamientos y torturas en escala jamás vistos, la apropiación de hijos de las víctimas de la represión, los despidos masivos, las diversas formas de exilio exterior o interior impuestos a centenares de miles de luchadores, en su abrumadora mayoría jóvenes activistas estudiantiles y trabajadores, etcétera.  Es verdad que con el paso del tiempo y el aporte invalorable de quienes mantuvieron viva la memoria y resistencia, el temor instalado a sangre y fuego en una sociedad que llegó a internalizarlo, retrocedió. Pero continúa operando el trauma provocado por ese terrible período en las representaciones y/o el inconsciente colectivo. Y consideramos que, muy concretamente, el «corte» producido por el exterminio de una gran parte de lo más experimentado y reconocido del activismo de dos generaciones, la aniquilación de un «capital» humano (y político) imprescindible para enfrentar con éxito la creciente inhumanidad del capital, tiene estrecha relación con las reiteradas dificultades que el movimiento obrero y popular argentino viene encontrando, incluso en períodos de intensa movilización y efervescencia políticas, para convertir la irrupción de los de abajo en un proceso orgánico y para forjar en el curso del mismo una voluntad común emancipadora.      

2.  El fin de fin de un período de la lucha de clases a nivel mundial

Es preciso tomar en consideración también que, cuando la dictadura militar se derrumbó y las luchas y reclamos populares pudieron expresarse abiertamente, se tropezaron con un contexto nacional e internacional en plena mutación. La mundialización del capital, la profunda ofensiva desatada a escala internacional contra los trabajadores y la restauración capitalista en el mal llamado «campo socialista» plantearon por aquellos años nuevos desafíos y radicales transformaciones en las condiciones del  combate de explotados y oprimidos. Durante las décadas anteriores, a nivel mundial y no sólo en Argentina, el gran capital -con la activa colaboración del estalinismo, la socialdemocracia y los «movimientos nacionales» y de los burocratizados aparatos sindicales a ellos enfeudados- había logrado encerrar a los trabajadores de cada país en el cerco de negociaciones contractuales presididas y reguladas por el Estado nacional. Hubo concesiones y logros parciales mientras duró el «boom» de la posguerra, pero cuando desde mediados de los setenta pasaron a predominar las políticas de ajuste y flexibilización, los asalariados sólo atinaron a defenderse sector por sector y país por país, aceptando el falso realismo de «reclamar lo que la empresa y el país puedan dar». Lejos se estaba de comprender que el capitalismo, buscando aumentar las tasas de explotación y postergar el estallido de las contradicciones del sistema basado en la propiedad privada de los medios de producción y la explotación del trabajo, había ingresado en una fase que cambiaba brutalmente las reglas del juego.

Así fue que a lo largo de los ochenta y los noventa se procesó un avance sin precedentes de la mercantilización y su fetichismo (que no sólo impone al trabajo humano el estatus de mercancía, sino que lo desvaloriza y lo subsume, buscando tanto incrementar la plusvalía como pulverizar la capacidad de resistencia). También los recursos naturales quedaron sometidos como nunca a las leyes del mercado provocando despilfarros, contradicciones y peligros cada vez menos controlables. Con la globalización el capitalismo tiende a una totalidad sistémica marcada por una siempre creciente centralización financiera y concentración industrial. Sobre la base de una  profunda modificación de las relaciones salariales y el fuerte aumento de la tasa de explotación, los mercados financieros y los grandes operadores que los dominan pasaron a dictar el libreto del régimen de acumulación. Las firmas de unos pocos países centrales conformaron un espacio de interdependencia y de feroz competencia que impone a las otras regiones del mundo relaciones cada vez más asimétricas. Y en el mundo así reconfigurado, los viejos aparatos del movimiento obrero, sus tácticas e ideología no sólo se mostraron manifiestamente inútiles en la defensa de las posiciones del trabajo, sino que hicieron sus propios procesos de reconversión y fueron dejando en el camino, a jirones, lo que podía caracterizarlas como organizaciones de la clase obrera. Para dar sólo un ejemplo, frente al crecimiento del desempleo estructural que en gran medida pasó a teñir el conjunto de las relaciones capital / trabajo y afectó la cohesión de las filas obreras, los sindicatos fracasaron miserablemente, demostrando en cada país y a nivel global que estaban más enfeudados al Estado y comprometidos con la salud de los negocios de la burguesía, que con la vida de los desocupados.

En el cuadro de estas complejas transformaciones, se insertó también lo que se suele denominar «la caída del muro de Berlín», en 1989.  En efecto, el aturdimiento y confusión del movimiento obrero y revolucionario mundial frente a la «revolución conservadora» y los cambios en el régimen de explotación y acumulación del capitalismo mundial a los que acabamos de referirnos, se multiplicaron con la restauración (tumultuosa y desordenada, pero vertiginosa) del capitalismo en la Unión Soviética y todo el «campo socialista». Vale destacar que también la oposición de izquierda al estalinismo resultó golpeada por estos acontecimientos. Los revolucionarios que combatíamos al régimen montado por Stalin y a su proyección en las burocracias pos-estalinistas podíamos decir que lo existente en dichos países no era socialismo sino un «subsistema» burocrático-explotador ya integrado (aunque no sin conflictos) en la economía mundial capitalista, que había agotado sus capacidades de reproducción y no constituía una plataforma para la transformación socialista. Pero el hecho fue que, de todas maneras, el impacto inmediato de «la caída del Muro» fortaleció al capitalismo porque la clase obrera de estos países resultó incapaz de aprovechar la debacle de los viejos regímenes para imponer una salida propia, porque los nuevos gobiernos realimentaron la ola neoconservadora y facilitaron la explotación directa del capital al conjunto de la humanidad y, sobre todo, porque junto con todo ello se profundizó el descrédito del socialismo y se afirmó la ideología de que no existen alternativas al sistema capitalista.

Cierto es también que el desmoronamiento del «comunismo» estatista y la liquidación de las bases materiales que sostenían la manipulación y degradación del marxismo por los burócratas corrompidos del «movimiento comunista internacional», abría desde otra perspectiva y en tiempos diversos la posibilidad de relanzar la batalla por el socialismo sobre nuevas bases. Pero para que esto adquiriera verosimilitud fue preciso atravesar los años dominados por el imperio del «pensamiento único». En cualquier caso, fuerza concluir que por aquellos años 80 y no sólo en Argentina, una fase histórica y programática del movimiento obrero llegaba a su fin.     

3. Una democracia liberal-capitalista que se consolidó frustrando las ilusiones y aspiraciones democráticas, hambreando al pueblo y sometiéndose al imperialismo

La sucesión de gobiernos electos (Alfonsín en 1983, Ménem en 1989 y 1995, De la Rúa en 1999) representó un quiebre en la recurrente historia de los golpes militares y fue presentada como una «consolidación de la democracia» y como una conquista lograda «a pesar» del lastre dejado por la Dictadura, las crisis económicas y los desastres sociales. Pero más correcto sería decir que la democracia liberal-capitalista «realmente existente» que tenemos, se impuso gracias a las herencias del terrorismo de Estado, la exacerbación de la explotación del capital y el desastre social.

Es preciso recordar que Alfonsín había llegado al gobierno con promesas (y generalizadas expectativas) democráticas de tipo fundacional: se prometía una democracia sustantiva («con la democracia se come, se cura, se educa») y legitimada por el enjuiciamiento de los crímenes del Proceso. Pero el ímpetu fue de corto aliento: lo frenaron las presiones y levantamientos de los propios militares, y mas aún el reflejo defensivo de las clases dominantes para las cuales resultaba impensable llevar hasta el fin el enjuiciamiento del Terrorismo de Estado y el Ejército. Así pues, «las promesas incumplidas de la democracia» fueron en Argentina particularmente evidentes: en lugar de la ansiada refundación democrática y los entrevistos espacios para la movilización social, se instaló una democracia liberal-capitalista, tributaria de relaciones de fuerza impuestas por la violencia contrarrevolucionaria y funcional al autoritarismo rampante que es  propio de la actual fase del capitalismo y se  exacerba en los países periféricos. Las formas y procedimientos electivos representativo-delegativos, engarzados en una explícita reafirmación de la hegemonía capitalista, de la adecuación a las constricciones de la globalización y la obediencia a «los mercados»y de la entronización de la «moderación» como principal o única característica de la actividad política, sólo podían conducir, como efectivamente condujeron, a una fenomenal frustración colectiva en todos los terrenos. La continuada labor de los movimientos por los derechos humanos, jalonada por grandes movilizaciones populares, preservó la memoria y enraizó la exigencia de verdad, juicio y castigo para los crímenes del terrorismo de Estado, pero no pudo en su momento impedir la sanción de las leyes de «obediencia debida» y «punto final», ni la amnistía dispuesta luego por Ménem. De igual manera, los trabajadores libraron incontables luchas reivindicativas, y hubo incluso movilizaciones para democratizar y devolver su carácter de clase al sindicalismo crecientemente prostituido por la burocracia peronista , pero los logros fueron efímeros. Así, el gobierno de Alfonsín, que se pretendía depositario de la soberanía popular y llegó a presumirse iniciador de un  «Tercer Movimiento Histórico», terminó proclamando la necesidad de adaptarse a las exigencias de los acreedores externos, los mercados y las constricciones de la globalización… Todo esto en un contexto de inestabilidad que culminó con una brutal hiperinflación, una especie de «terrorismo monetario» disciplinador para una sociedad convulsionada por el descontento y saqueos desesperados de los mas pobres que, en febrero de 1989, adelantaron el acceso de Ménem a la Casa Rosada.            

4. La década menemista: apogeo y crisis de las políticas neoconservadoras e instituciones a su servicio

Menem aportó una conducción tan audaz y decidida como inescrupulosa para llevar hasta el fin las reformas que requerían las políticas neoliberales (y por detrás de ellas, las decisiones estratégicas de los Estados Unidos). Su Presidencia se enmarcó en la aplicación a rajatabla del Consenso de Washington: disciplina fiscal, estabilidad de los grandes indicadores económicos, «crecimiento» para el pago de los intereses de la deuda externa, apertura indiscriminada al capital global y «reforma del Estado» para facilitar el pleno imperio de la ley de los mercados.

Esto implicó:  privatización de mas de 90 empresas y organismos estatales con un grado de corrupción y descontrol sin parangón en el resto del continente; notable transferencia de riquezas a favor de los sectores mas concentrados y centralizados del gran capital; flexibilización y precarización extrema del trabajo, atropellando de hecho y de derecho la legislación laboral; introducción de las AFJP y ART para fortalecer el mercado de capitales; desregulación y liberalización para dar vía libre a los inversores extranjeros y liquidar mecanismos proteccionistas y potenciar la reprimarización de la economía; reorganización de los sistemas públicos relacionados con las finanzas, salud y educación, de manera tal que el Estado se desprendió de actividades y responsabilidades de tipo social e impulsó su mercantilización. Y con todo ello, la presión inflexible de la deuda externa y la abierta ingerencia del FMI en el control de las finanzas y las llamadas «reformas estructurales». 

Esta regresión en toda la línea fue impulsada por el Partido Justicialista en pleno, con el disciplinado acompañamiento del Radicalismo y el FREPASO. Las dos cámaras del Congreso, la totalidad de los gobiernos provinciales y el Poder Judicial fueron instrumentos de un Ejecutivo que se hizo otorgar «poderes extraordinarios» y recurrió sistemáticamente a los «decretos de necesidad de urgencia», rechazando cualquier tipo de límites o control. También el de la Constitución – puesto que la misma impedía la reelección- por lo que se convocó a una Asamblea Constituyente con el declarado propósito de remover dicho obstáculo. La CGT y el sindicalismo peronista en general, debilitado, desprestigiado y tratado despectivamente desde el poder, redobló su obsecuencia y boicoteó las luchas defensivas que, en un clima político y cultural adverso, protagonizaron (y perdieron) los trabajadores más afectados por las medidas antiobreras;  destaquemos, entre todas ellas, la huelga de los telefónicos y, sobre todo, los duros y largos combates de los ferroviarios en 1991/92.

Ménem afirmó su conducción con dos pasos audaces. El primero fue aprovechar la frustración pos-alfonsinista, el impacto profundo de la hiperinflación y la postración colectiva que siguió a la tensa exaltación de las jornadas de saqueo, represión y alarma social, para adoptar un rumbo descaradamente contradictorio con el discurso electoral («salariazo» y «revolución productiva») que lo había llevado a la Presidencia. Inmediata e imperativamente exigió y obtuvo del Congreso la Ley de Emergencia Económica y la Ley de Reforma del Estado. El segundo paso, en abril de 1991, fue el Plan de Convertibilidad (diseñado por Cavallo con acuerdo del FMI), para erradicar la inflación con una fuerte intervención estatal (devaluando primero y estableciendo luego la paridad peso-dólar para regular la oferta y movimiento de dinero). Tras derrotar las expresiones mas o menos aisladas de resistencia obrera y oposición política impulsada desde la izquierda,  esgrimiendo la «convertibilidad» como garantía de estabilidad, el libre acceso al dólar para un gran sector de la clase media y la subsidiariedad del Estado, Ménem logró y mantuvo una aceptación popular inesperada, expresiva de un quiebre cultural que atravesó al conjunto de la sociedad: la política reducida a acompañar y facilitar las decisiones de «los mercados», reificación del capital como poder al que no podía ni debía ponerse límites y reconocimiento del dinero y el individualismo a ultranza como «lazos sociales» acordes a los nuevos tiempos. Para los pobres e indigentes, cuando éstos comenzaron a crecer vertiginosamente, restaba el mas puro y duro asistencialismo manejado con criterio «clientelista».

El nuevo bloque dominante en conformación, se benefició con una colosal transferencia de ingresos y un marcado favoritismo hacia firmas monopólicas que se aseguraron rentas de privilegio, acentuando el proceso de concentración y centralización del capital a favor de unos pocos grupos locales e inversores extranjeros, en especial los que explotaban los servicios privatizados, el petróleo y los agronegocios … Pero crecieron también las pujas y reacomodamientos intra-burgueses. Porque el mito de la «Argentina potencia» capaz de ingresar al «primer mundo» por ser el modelo del FMI y por su alineamiento automático con los EE.UU. gracias a las «relaciones carnales» facilitadas por el menemato, tropezó, antes de consolidarse, con los límites impuestos por las relaciones profundamente asimétricas y jerárquicas entre los estados centrales y los periféricos, propias de la actual fase imperialista.

La apertura significó el agravamiento del déficit del balance comercial y la cuenta corriente en general, así como un flujo continuo de pagos por intereses y remesas de utilidades y dividendos, que debían ser compensados con el incesante ingreso de capitales. En este terreno el balance de la década fue la duplicación del endeudamiento externo, que alcanzó los 144.000 mil millones al 31 de diciembre de 1991. Cierto es que en el interin Ménem pudo sortear el impacto de la «crisis del Tequila» y capitalizó políticamente la recesión de 1995 presentándose como el único capaz de enfrentarla, con lo que logró 8 millones de votos . Pero la severa depresión que comenzó a fines de 1998 – tras la crisis Rusa y, luego, la devaluación en Brasil – fue un golpe que, sumándose al creciente rechazo generado por los saltos en la desocupación, la pobreza y la corrupción (y el fallido intento re-re-eleccionista) precipitaron el desgaste del menemismo, las disputas en el PJ y la victoria de la oposición en las elecciones nacionales de octubre de 1999. Claro que se trató de un curioso recambio: el nuevo Presidente, electo como resultado directo del agotamiento del «modelo», creyó que el bastón presidencial sería la varita mágica que permitiría mantener la convertibilidad (y la forma específica de dominación capitalista asociada a semejante «estabilidad») pese a que sus condiciones de posibilidad habían desaparecido. Y así fue que, como por arte de magia, reapareció Cavallo como súper-ministro (y el arraigo del imaginario forjado durante el menemato se reflejó en el respaldo que fugazmente cosechó este personaje). Pero la rebelión de diciembre mostró que el encantamiento había terminado y pudo al fin verse que la «estabilidad» era apenas una de las máscaras de la violencia y anarquía del capital. Así,  la movilización puso fin a la gastada fantasmática de la «convertibilidad» y cuando De la Rua, in extremis, pretendió reemplazarla con el Estado de Sitio y una descarnada represión, la misma movilización lo obligó a huir de la Casa Rosada. A esto nos referiremos más adelante. 

5. La resistencia en los noventa  

Si la rebelión de diciembre marca, como creemos, el posible inicio de un ciclo nuevo en la lucha de clases, se debe en parte a la profundidad y características sin precedentes de la crisis económica, social y política que vino a enfrentar, y a la que nos referiremos más adelante. Pero tanto o más importante resulta lo que de nuevo aportan «los de abajo». Porque las clases subalternas no son puramente «reactivas»: sus acciones tienen que ver con tradiciones, experiencias, construcciones ideales y prácticas que en el curso mismo de las luchas se consolidan, critican y modifican. Sería difícil comprender la significación del estallido de diciembre sin reparar que a lo largo de la década de los noventa se transitó un difícil recorrido de peleas defensivas, discontinuas y fragmentarias, pero también de cambios en profundidad con la irrupción de nuevos protagonistas y movimientos que transformaron las luchas y su relación con la política.

Examinando desde este punto de vista las luchas durante los años noventa, y sin perder de vista los condicionamientos generales señalados en el comienzo, lo primero que conviene destacar es el marcado retroceso y descomposición del «movimiento obrero organizado» a lo largo de este período. Confluyen en ello factores diversos y aún contrapuestos que acá sólo podemos mencionar. Incapacidad «orgánica» de un movimiento sindical construido como aparato de negociación y presión en los marcos de un Estado mas o menos benevolente cuando se trata de enfrentar la ofensiva neoliberal y las nuevas condiciones de explotación formal e informal de la fuerza de trabajo. Desconcierto y parálisis de la burocracia sindical al quedar marginada en el Partido Justicialista y perder puntos de apoyo en el Estado. Adaptación a las nuevas formas de acumulación capitalista por parte de sindicatos que llegaron a insertarse en los procesos de privatización y en algunos casos a la asociación con sectores del capital.

Disputas de aparato que llevaron a la división de la CGT o la conformación de la CTA con poca o nula participación de las bases. En esta crisis, a diferencia de otras, el desprestigio y debilitamiento del aparato sindical alcanzó a las comisiones internas y cuerpos de delegados. Es cierto que, mientras se producía un fuerte y continuado retroceso del movimiento obrero industrial, otros asalariados (maestros, médicos, técnicos, empleados públicos) debieron asumir para sus luchas defensivas modalidades organizativas y reivindicativas similares a las de los obreros, pero esto no cambia el signo del período: de conjunto, los trabajadores fueron sorprendidos y obligados a retroceder por la violencia de la ofensiva patronal, por el crecimiento vertiginoso de la desocupación «estructural» y por el crecimiento aún mas brutal y generalizado de la pobreza e indigencia. El temor a los despidos virtualmente paralizó a los asalariados en el sector privado, en tanto que las reiteradas luchas ultradefensivas que dieron algunos sectores de los empleados públicos nacionales o provinciales fueron desgastadas por los magros resultados y el carácter burocrático de las direcciones sindicales. 

Mientras «los cuerpos orgánicos» del sindicalismo entraban en un cono de sombra, lo «inorgánico» apareció reiteradamente en las acciones de protesta y resistencia de la década: los saqueos de 1988/89, las «Marchas del silencio» en Catamarca (1990), las revueltas en Santiago del Estero (1993) y otras provincias,  los «piquetes» y puebladas en Cutral-Co, Plaza Huincul y Mosconi (1996), etcétera. Hubo por cierto acciones mas «organizadas», como los Paros General «decretados» en distintos momentos, las concentraciones por la educación de estudiantes, padres y docentes (1992), la Marcha Federal convocada por la CGT-Moyano, CTA y CCC (1994), concentraciones multitudinarias como la que repudió el vigésimo aniversario del golpe militar el 24 de marzo de 1996, o las actividades articuladas con la «Carpa blanca» instalada por la CTERA frente al Congreso (1997/99). Pero incluso estas iniciativas muchas veces alcanzaron trascendencia gracias a una significativa participación  de sectores que no estaban encuadrados por las organizaciones convocantes.

Se han propuesto distintas «periodizaciones» para esta prolongada etapa, pero prácticamente todas señalan que estuvo marcada por momentos de reflujo mas o menos prolongado, así como también por la dispersión, falta de coordinación y marcado aislamiento de las protestas y reclamos, en tanto gran parte de la población aceptaba las reglas impuestas por el Gobierno en nombre de la «estabilidad». En este marco se buscaban salidas individuales, con posibilidades y suertes muy diversas; la existencia de «ganadores» y «perdedores» fue naturalizada, aunque derrumbase mitos constitutivos de la ideología de la «argentinidad» (los del continuo progreso integrador, el ascenso social al alcance de todos y la existencia de una fuerte clase media como expresión de una nacionalidad que se colocaba por encima del resto del continente…).

A mediados de los noventa la polarización social superaba todo lo conocido, acompañada por una inusitada heterogeneidad y fragmentación: marcada división en las clases medias, reducción numérica y pauperización de los trabajadores activos y un salto cualitativo en la cantidad de excluidos e indigentes. El desempleo superó el 18% en 1995 (20% en Capital y el Gran Buenos Aires) y sumando el subempleo se llegaba a un 40% de la población activa amenazado por el pauperismo. Todo esto representó un masazo al conjunto de las relaciones e identidades sociales, precipitando situaciones y procesos de «anomia» o descomposición social, así como también diversas y activas redefiniciones de los lazos sociales y subjetividades para enfrentar las nuevas condiciones de pauperización, exclusión y explotación impuestas a más de la mitad de la población. Confluyeron e interactuaron en nuevos tipos de lucha múltiples colectivos y organizaciones sociales, portadores de diversas tradiciones y experiencias: activistas sindicales antiburocráticos expulsados de la producción, militantes de partidos de izquierda o en ruptura con sus antiguas organizaciones, comunidades de base de la iglesia, bases y cuadros medios de la CTA, organizaciones campesinas de nuevo tipo como el MOCASE o la Red Puna,  organizadores de asentamientos y construcción de viviendas, organizadores de ollas populares, comedores comunitarios, merenderos, centros de salud o bibliotecas con respaldo de profesionales, estudiantes y jóvenes de diversa extracción volcados a acciones solidarias, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, Hijos, los movimientos por los derechos humanos y contra la represión, los piquetes y cortes de ruta que definen en asamblea los reclamos y pasos de la lucha, nuevas organizaciones piqueteras… Y, por último pero no en importancia, el aporte de miles de mujeres que ante la dramática situación de sus hogares y barrios desarrollaron estrategias de supervivencia y animaron acciones colectivas de diversa naturaleza (trueques por ejemplo), convirtiéndose en el mas sólido sostén de reclamos y movilizaciones en los lugares más castigados por la miseria. Sobre los desarrollos y potencialidad de todo esto volveremos en los puntos siguientes.

LA REBELIÓN Y SUS DETERMINACIONES

6. El «Cacerolazo» y la «Batalla de Plaza de Mayo»: determinaciones de la rebelión

Las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron 48 horas de concentrada deliberación, movilización y enfrentamientos callejeros con epicentro en Buenos Aires, en abierto desafío a las pretensiones de reducir la política a esporádicas convocatorias electorales e ininterrumpida «gobernanza» institucional de «los representantes» y los factores de poder que deciden sobre todo sin que nadie los vote. Para examinar las determinaciones de la rebelión conviene comenzar por recapitular el curso de la crisis económica y la crisis política del Gobierno que intentó el despropósito de capitalizar el desgaste de Ménem manteniendo la «convertibilidad». En abril del 2001 renunció el vicepresidente Chacho Álvarez y comenzó la diáspora del FREPASO, mientras crecía el aislamiento del Presidente y su entorno incluso dentro del radicalismo. Las disputas intraburguesas se hicieron inocultables. El espectro del  default no pudo ser conjurado por el propagandizado «blindaje». De la Rua intenta con un nuevo ministro (López Murphy) un ajuste sin precedentes, pero apenas si pudo anunciarlo: las protestas sociales (movilizaciones estudiantiles, paros docentes, cortes de ruta y paro general lanzado por el CTA, la CGT-Moyano y la CCC) lo corrieron en tres semanas… ¡Luego de lo cual Cavallo reaparece como zar de la economía y salvador de la convertibilidad!  Pero las ilusiones fueron disipadas por el rostro duro y conocido del ajuste, cuando la «ley de déficit cero» (incluyendo recorte de salarios nominales) en julio y una nueva reestructuración de deuda externa («megacanje») multiplicaron las protestas.

A partir de mayo se sucedieron la lucha de  los trabajadores de Aerolíneas Argentinas, las protestas de productores agrarios y cortes de ruta piqueteros. La CTA y la CGT-Moyano lanzaron en junio la quinta huelga general. A fines de junio una distintas agrupaciones reunidas en una Asamblea Nacional de Desocupados acordaron un plan de lucha: corte de rutas en el Gran Buenos Aires en julio, y en el mismo mes nuevo Paro lanzado por la CTA y ambas CGT . Los cortes de ruta se reiteraron en las semanas siguientes, y se desarrolló una masiva y combativa huelga docente en toda la provincia de Buenos Aires, en ruptura con la burocracia de la CTERA y sostenida por métodos asamblearios y agrupamientos de base «autoconvados». Las manifestaciones y reclamos salariales de empleados públicos se repetían casi diariamente. 

Luego, a pesar de celebrarse en el contexto de una momentánea disminución en el índice de conflictividad, las elecciones parlamentarias de octubre constituyeron un preanuncio del estallido. En la mitad de su mandato la maltrecha «Alianza» perdió 5.000.000 de votos, con lo que el oficialismo quedó en minoría en ambas cámaras del Congreso Nacional y su legitimidad política pulverizada. Pese a que también el peronismo perdió bastante más de 1 millón de votos, la debacle radical incrementó la representación parlamentaria del PJ. Un rasgo distintivo de las elecciones fueron las distintas formas de expresar el descontento ante la crisis y el repudio a la «clase política»: la abstención (aunque el voto es obligatorio) trepó a más de 6.000.000 y el llamado «voto bronca» llegó a 3.900.000 millones. Cabe señalar que a nivel nacional los candidatos de izquierda obtuvieron 1.091.331 votos, y que el movimiento Autodeterminación y Libertad debutó con la candidatura de Luis Zamora logrando (sólo en la Capital Federal) más de 100.000 votos y dos diputados nacionales.

La crisis siguió su curso y en la población se consolidó la convicción que las elecciones no habían servido para nada. La violencia estructural del capital y los ajustes impuestos por el imperialismo ya no eran disimulados por una «democracia» que se limitaba a convalidar las políticas que dictaban «los mercados» y «la convertibilidad».  La debacle se precipitó. La crisis financiera se expresó como crisis bancaria: los retiros de depósitos ascendieron a U$S 18.371 millones durante el año (U$S 4.937 millones sólo durante noviembre), y la fuga de dólares al extranjero se estimó en unos U$S 15.000 millones durante el año (3.000 millones durante noviembre). El FMI mantenía la exigencia de mayores ajustes, el riesgo país superaba ya los 4.000 puntos y se hacia evidente que la crisis carecía de precedentes, como lo evidenciaban todos los indicadores: la utilización de la capacidad instalada cayó un 65,5%, la inversión un 44,8%. La tasa de desempleo de octubre de 2001 alcanzó el récord del 18,3% y el subempleo llegó a un 16,3% en octubre. La balanza de pagos registró un déficit de $ 19.800 millones, es decir, un 15% del producto.

La relación entre deuda externa desembolsada y exportaciones era la peor de toda Latinoamérica..El 1 de diciembre se decretó el congelamiento de los depósitos (el denominado «corralito») que afectó a un millón y medio de pequeños ahorristas e incluso a las cuentas de sueldos, provocando una brutal caída del consumo, y el «riesgo país» superó los 3.000 puntos básicos. Se multiplicaron las protestas ante los bancos. En la segunda semana de diciembre, pequeños comerciantes iniciaron los apagones y cacerolazos en la capital y otras ciudades. La huelga general realizada el 13 de diciembre resultó la mas masiva de los últimos años. Por esos días la Consulta Popular organizada por la CTA y un frente de organizaciones sociales y políticas mostró que tres millones de votantes exigían un seguro de empleo y formación y mecanismos de redistribución de la riqueza. El 15 de diciembre un Hipermercado del Gran Buenos Aires fue asaltado por desocupados, lo que se repitió luego en grandes supermercados de Mendoza y Rosario. El 17, comerciantes y vecinos de la capital y el Gran Buenos Aires se manifestaron cortando calles. El 18 se reiteraron asaltos a los supermercados del Gran Buenos Aires y la guardia de infantería comenzó a custodiar los accesos a los mismos. El 19 de diciembre se generalizaron los asaltos a supermercados y camiones de transporte de alimentos (Capital y Gran Buenos Aires, La Plata, Rosario, Santa Fe, Entre Ríos, Tucumán, Río Negro), con represión policial, muertos, numerosos heridos y detenidos. Cabe señalar que a esta altura de los acontecimientos el asalto a los supermercados ya no era impulsado por los movimientos de desocupados – por el contrario, algunos de los más influyentes expresamente se desvincularon de los mismos –  y en muchas zonas del Gran Buenos Aires o Rosario se advirtió  la acción de «punteros» y provocadores alentando los saqueos, al tiempo que los móviles policiales difundían falsas denuncias de marchas de saqueadores sobre las viviendas populares, logrando que los habitantes de algunos barrios se atrincheraran esperando el asalto de sus vecinos, y viceversa. Pero por encima de estos elementos de confusión o provocación, cuando las pantallas de televisión denunciaban los «actos de vandalismo», lo que la inmensa mayoría de la población supo ver fue la miseria extrema de millares de hambrientos buscando comida…

En la noche del 19 de diciembre De La Rúa habló por cadena nacional ratificando su política y anunciando que se había decretado el estado de sitio para restablecer el orden… La respuesta popular fue un instantáneo y estruendoso «cacerolazo», concentraciones en los barrios  y marchas convergentes hacia la Plaza de Mayo. El gobierno ordenó en las primeras horas de la mañana del día 20 despejar Plaza de Mayo y la Policía Federal lanzó una feroz represión, resistida por activistas, mientras el resto se replegaba hacia Plaza Congreso. Los choques se mantuvieron durante horas, con miles de manifestantes ocupando el microcentro de Buenos Aires durante toda la jornada, atacando algunos edificios de bancos, empresas privatizadas y MacDonalds, pero sobre todo enfrentándose a la policía con piedras y palos, al precio de nuevos muertos, heridos y detenidos. Para consternación de la burguesía y la «clase política», la masiva protesta en las calles no se conformó con desconocer el Estado de Sitio, ni con el despido del Ministro de Economía Cavallo, ni aún con la tardía decisión de la mayoría peronista del Congreso que, por la tarde y cuando los medios difundían ya la nómina de muertos-heridos-detenidos por la represión, retiró los poderes extraordinarios que en su momento concediera al Presidente. Finalmente, en el mas completo aislamiento, De la Rua huyó en helicóptero, y un nuevo cacerolazo por la noche festejó su caída. 

Todo esto fue expresión de una profunda reivindicación democrática sostenida con la acción directa, en ruptura con las prácticas delegativas y «representativas» típicas del régimen. Por cierto, fue notable la confluencia de muy diversas luchas y protagonistas en esta rebelión popular. Tras el espontáneo copamiento de la Plaza de Mayo por decenas de miles de vecinos de todos los barrios de la capital y algunos puntos del conurbano, en las confrontaciones del día 20 participaron entremezclados con vecinos, transeúntes ocasionales y manifestantes independientes, columnas de los partidos de izquierda, aguerridos núcleos de los movimientos de desocupados, estudiantes, empleados que fueron desde sus trabajos al enterarse de las confrontaciones y aún pequeños grupos de obreros que se llegaron hasta el centro: y sobresalió el protagonismo de una juventud sumamente combativa e independiente de los partidos tradicionales, los aparatos burocráticos y las instituciones juveniles de la Iglesia.

Hubo de todo: expropiaciones en grandes supermercados, pero también saqueos a pequeños negocios de barrio, y peleas de «pobres contra pobres», corte de calles y avenidas golpeando ollas y quemando basura, ataques dirigidos contra bancos y establecimientos imperialistas o de grandes grupos económicos, quema de algunos vehículos de empresas como OCA)… pero, por sobre todo, una porfiada y valiente decisión de ocupar el centro de la ciudad resistiendo la represión policial, particularmente criminal en el caso de la Policía Federal.  Hubo también cruzados intereses políticos: desde las provocaciones y maniobras para mantener zonas de influencia de punteros y sectores del aparato peronista (principalmente en el gran Buenos Aires o Rosario) o los nacionalistas de derecha que reclamaban la libertad de Seineldín, hasta las corrientes de izquierda anticapitalista que intentaron orientar las expropiaciones sólo hacia las grandes empresas y levantaban la exigencia de abajo el gobierno.

  Y en los momentos decisivos, también «borradas» memorables, como la de las dos CGT, de la conducción de la CTA, que se enfrentó con su propia base cuando ordenó a cuadros y militantes retirarse de las calles «para evitar provocaciones». Con todo, lo que definió la significación de este acontecimiento fue la espontánea  irrupción de millones que «patearon el tablero», precipitaron el desenlace inmediato del conflicto e instalaron en la sociedad un estado deliberativo sin precedentes. Pues la rebelión popular fue exitosa: logró la renuncia de Cavallo, terminó con el Estado de Sitio y con un Gobierno que a dos años de electo se había tornado insoportable (y repitió el gesto cuanto el Presidente interino cometió la torpeza de rodearse con algunos personajes impresentables). Y más aún, puso fin al largo ciclo económico-social-político presidido por la ininterrumpida ofensiva del gran capital y sus políticas neoliberales (o neconservadoras), abriendo una nueva fase en la lucha de clases. En síntesis, la rebelión popular tuvo como telón de fondo la catástrofe económica y social que se vivía y la «recolonización» del país graficada en la descomunal deuda externa y los dictados de las autoridades del FMI y los EE.UU. De allí que el carácter profundamente democrático del estallido, que cuestionaba al conjunto del régimen político y sus instituciones, apuntaba también hacia las responsabilidades de los capitales especulativos y los Bancos, las multinacionales y el FMI en la destrucción del país y los desgarramientos de la sociedad. El derrocamiento de gobernantes odiados precipitado por la población en las calles constituyó una victoria resonante aunque parcial, que generó condiciones más favorables para el desarrollo de la movilización y organización de los de abajo, al mismo tiempo que potenciaba entre los de arriba una crisis político-institucional sin precedentes: más precisamente, una crisis orgánica. Una crisis sin precedentes, que llenó de pavor y escándalo a los poderosos y los «analistas políticos» a su servicio. Escándalo: porque fue sin dudas la rebelión popular la que echó a un Presidente electo apenas dos años antes. Doble escándalo: porque otra movilización, el 28 de diciembre, precipitó la crisis interna en el PJ y el alejamiento del peronista Rodríguez Saá, investido cinco días antes por el Congreso como Presidente interino encargado de convocar a nuevas elecciones en marzo del 2002… Y el escándalo mayor: los manifestantes que en la noche del 19 de diciembre habían ganado las calles gritando, contra Cavallo y De la Rua: «¡Que se vayan!», terminaron ese diciembre  de movilizaciones y creciente estado «asambleario» generalizando un cántico aún más revulsivo, imprevisto e imprevisible: «¡Que se vayan / todos… Que no quede / ni uno sólo!».

Estas jornadas intensas y «escandalosas» potenciaron y resignificaron los procesos de lucha y organización que se desplegaron y complejizaron en los meses posteriores e imponen la necesidad de volver analítica y teóricamente tan rica experiencia. Pero es también imperioso examinar lo ocurrido considerando las políticas y estrategias que puestas en juego por «los de arriba», sobre todo cuando, como es el caso, aún en el momento más álgido de la crisis lograron que la mayoría peronista del Congreso se hiciera cargo del Gobierno y desde allí trabajara para revertir los progresos de la rebelión, hasta desembocar en la aparente «normalización» institucional consagrada en las elecciones presidenciales de mayo del 2003 y en las sucesivas elecciones que renovaron gobernadores y mandatos parlamentarios en todas las provincias. Es lo que intentaremos hacer en los puntos que siguen.

REBELIÓN Y CRISIS ORGANICA

7. Crisis orgánica: lo nuevo no termina de nacer, lo viejo no termina de morir

La combinación de crisis económica (agotamiento de la convertibilidad, años de recesión, carencia de un proyecto burgués sostenido), la crisis de hegemonía del conjunto de las fracciones de la burguesía, y la irrupción aluvional y desordenada pero también creativa de las masas, son componentes y resultantes de una descomunal crisis orgánica del capitalismo argentino. Consideramos la crisis de hegemonía como una crisis del estado y de las formas de organización política ideológica y cultural de la clase dirigente. Los problemas y parálisis a nivel del Gobierno, la división de los partidos y las crisis internas que los atraviesan son manifestación de esa crisis. La incapacidad de conformar una dirección estable y los choques permanentes entre las diferentes camarillas hacen que la corrupción encuentra un fértil terreno para desarrollarse. La crisis no se limita, sin embargo, a los partidos y al gobierno: se procesa a nivel de toda la sociedad civil, en la medida que las clases dirigentes tradicionales se revelan incapaces de dirigir a toda la nación, y cada fracción pretende utilizar sus posiciones en el Estado para predominar.

Por tanto, lo que resulta ser característica notable de la crisis de hegemonía no es, como muchos creen, el «vacío de poder», sino más bien una multiplicidad de poderes. Recordemos, a título de ejemplo, que inmediatamente después de las elecciones de octubre de 2001 y antes del estallido de diciembre, previsoramente, el PJ utilizó su mayoría en ambas cámaras del Congreso para romper la tradición que otorgaba la presidencia del Senado al partido oficialista, y se colocó en la línea sucesoria en caso de acefalía presidencial (lo que no evitó de todas formas feroces disputas intestinas y el caricaturesco desfile de cinco «Presidentes interinos» hasta que el PJ encontró en Duhalde un mínimo común denominador para emprender la «normalización»).

En todo caso, en el origen de una crisis de hegemonía hay una profunda modificación en la relación de fuerzas entre las clases y luchas que oponen a las clases y fracciones de clase entre sí, enfrentamientos en los que los diferentes proyectos alternativos se van diseñando y agrupando partidarios. El dato clave es la ruptura de la pasividad de grupos sociales que con su ingreso activo en el escenario político desequilibran acuerdos de poder que los excluían. Es lo que hicieron ahorristas estafados, «caceroleros», «piqueteros», y jóvenes sin ataduras con la vieja política. Sin embargo, el ascenso de estos nuevos actores no determina todo el contenido de la crisis. Hay que considerar la forma bajo la cual se produjo el ascenso, y tener muy presente que aunque logre desarticular más o menos profundamente la hegemonía de las clases dominantes, la crisis es también una crisis de las clases subalternas, hasta tanto no consigan forjar una voluntad común e imponer un nuevo proyecto hegemónico. La complejidad de la crisis fue dejada de lado por el simplismo con que gran parte de la izquierda caracterizó que en diciembre del 2001 había triunfado «una revolución democrática», se había abierto una «crisis revolucionaria», u otras formulaciones que sugerían la falsa idea de inminentes combates decisivos en torno al poder. En algunas circunstancias, las caracterizaciones «extremistas» pueden dar paso a acciones aventureras, pero en el caso argentino sirvieron mas bien para ocultar las dificultades para encontrar una solución orgánica a la crisis, lo que evidentemente no es simple, como exige una combinación de alianzas, debates y reagrupamientos de las organizaciones sociales y políticas que intervienen en la lucha para facilitar la creación de nuevos organismos que expresen y concreten la irrupción y construcción política de las clases subalternas. Porque de lo que se trata es precisamente, de posibilitar una nueva construcción política de los de abajo.

Las vicisitudes de la lucha social y política que se ha venido desarrollando desde diciembre del 2001 hasta aquí,  ilustran lo dificultoso del empeño. Empeño que en nuestro país enfrenta mayores problemas porque la irrupción de las clases subalternas no llegó a ser lo suficientemente «orgánica» o generalizada como para que la tensión colectiva y la confluencia de millones de experiencias diversas pudieran enriquecer y acelerar el proceso de aprendizaje a través del cual las clases sometidas pudieran afirmar el «buen sentido» de una clase y un nuevo bloque social en ascenso. Tampoco ayudaron las prácticas sectarias de las organizaciones que tendieron a subordinar todo avance de los sectores populares a las necesidades de su propio fortalecimiento. No se advirtió, en suma, que si bien estaban planteadas de manera inmediata agudas confrontaciones, era altamente improbable un desenlace más o menos rápido de la crisis misma. No se advirtió tampoco que si bien los enfrentamientos entre las diversas fracciones burguesas y la presión continua de las exigencias imperialistas imposibilitaban la rápida cristalización de un «bloque dominante» capaz de reemplazar al que se había esbozado en tiempos de la «convertibilidad», los de arriba bien podrían colaborar en la «normalización» conducida por Duhalde (con apoyo del Parlamento). La participación en las luchas y la innegable abnegación de la militancia de los partidos de izquierda no puede ocultar que estas organizaciones se enredaron en disputas «de aparato» y quedaron presas de reivindicaciones económico-corporativas en torno a las cuales creyeron poder construir movimientos colaterales «de masas», aportando muy poco a la construcción de una alternativa integral, política pero también cultural (e incluso ética) que requieren las nuevas camadas de luchadores populares. Con lo cual la crisis se prolonga. Lo viejo no termina de morir. Lo nuevo no termina de nacer.»

8. El gobierno de Duhalde y la contraofensiva «hacia la normalización»

De hecho, aún a la defensiva y aturdida por semanas de crisis sin precedentes, la burguesía ingresó al 2002 con un acuerdo mínimo, no sólo para imponer como Presidente a Duhalde, sino para iniciar una contraofensiva apuntada a la «normalización». Mientras se toleraba la protesta en las calles apostando al desgaste de las reiteradas marchas a Plaza de Mayo y los «escraches» a los bancos, se dispuso una devaluación que representó una brutal intensificación de la miseria impuesta a la población, para comenzar desde allí una «recuperación» económica que, por ínfima que fuera, luego de 5 años de aguda recesión sería percibida como un cambio de tendencia. Fue así que después de imponer esta disminución radical de los salarios reales , el gobierno avanzó con distintos tipos de «políticas». Estabilidad del dólar y equilibrio de las cuentas fiscales. Represión abierta o selectiva contra algunos sectores del movimiento piquetero y multiplicación de los planes de ayuda social manejados por los municipios y el aparato del PJ (utilizados también para atraer, dividir y eventualmente cooptar a las organizaciones piqueteras). Reprogramación de la devolución de los depósitos saqueados para fragmentar las reivindicaciones. Reapertura de las negociaciones con el Fondo Monetario. Así, a pesar de los duros golpes sufridos y tener sus partidos e instituciones en completa crisis, de la mano del gobierno Duhalde la burguesía comenzó una contraofensiva y fue logrando un «reordenamiento», con no pocas contradicciones e incluso momentos de grave crisis como los que se vivieron en el Julio del 2002, cuando el asesinato de Kostecki y Santillán, lo que tuvo como respuesta una contundente y combativa movilización popular… Y fue precisamente en ese momento cuando Duhalde jugó sin más dilaciones la carta de convocar a elecciones en el 2003, carta que se constituyó en instrumento central de la contraofensiva.

En lo económico, y más allá de la discusión de si se trataba de «rebote» o de tenue recuperación, la situación evolucionó por mayores ingresos logrados a través de las exportaciones – energía, siderurgia y sobre todo el salto el agrobusiness-, y la sustitución de algunas importaciones. La metalmecánica, textiles, calzados y otros rubros sustentaron un aumento de la producción industrial cercano al 20 %, aun sin cambios significativos en los niveles de consumo o de inversión. Duhalde y Lavagna esbozaban ya entonces una política asentada en las exportaciones de bienes primarios y una acotada sustitución de importaciones, mientras negociaban con el FMI condiciones que se lo permitieran (en el ínterin, en lo peor de la crisis, Duhalde -Lavagna pagaron 4.500 millones de dólares con reservas…).

La contraofensiva gubernamental salía al cruce del desarrollo de importantes experiencias del movimiento popular. Tanto la profundidad de la crisis económica y social como el descrédito de las instituciones estatales llevaron a que amplios sectores tomaran en sus manos la búsqueda de soluciones. Desde principios del 2002 y durante largos meses el estado de movilización y deliberación se mantuvo en muy altos niveles. Pero no se progresó hacia una confluencia mas o menos orgánica de esta multiplicidad de demandas y actores sociales y mucho menos se avanzó en la construcción de una perspectiva política autonoma y emancipadora. En definitiva, la movilizadora e insumisa proclama «Que se vayan todos» no pudo traducirse en propuestas y construcciones alternativas duraderas y, mucho menos, en una estrategia política alternativa a  la «normalización» impulsada (y a pesar de la división del PJ) por la alianza de Duhalde-Kirchner. Así fue que, sin alternativas consistentes, con un escenario polarizado por la reaparición con relativa fuerza en la campañas electoral de las candidaturas reaccionarias de Ménem (y en menor medida también López Murphy), millones de personas acudieron en mayo del 2003 a «elegir Presidente». No tanto por los insistentes llamados mediáticos a «asumir responsabilidades ciudadanas», como por el cansancio y relativo escepticismo en algunos sectores, tras largos meses de movilización sin resultados, como en otros, el renacer de  esperanzas en soluciones «desde arriba», abonadas por los síntomas de reactivación económica.

La elevada participación electoral representó una victoria para el régimen, aunque ella no resuelva la crisis del sistema político y sus grandes partidos . Además, la primer minoría lograda por Ménem en la primer vuelta desató un rechazo tan intenso contra todo lo que su figura simbolizaba, que debió retirarse de la contienda para no ser aplastado en la segunda vuelta. Kirchner apareció así como líder de un nueva mayoría política, y asumió la Presidencia con un discurso de críticas al viejo «modelo», gestos de afirmación nacional y latinoamericanista, simbólicas condenas al terrorismo de Estado y una declarada intención de construir poder desde el poder. Luego, tras los comicios presidenciales primero, la seguidilla de elecciones para gobernadores y diputados sirvió para que «se quedaran todos», sin que los de abajo pudiéramos impedirlo. La incapacidad para construir y ofrecer una nueva perspectiva emancipadora y de izquierda en el terreno de la movilización y de las respuestas prácticas a la crisis antes de las elecciones, sólo podía luego traducirse en derrota electoral . Esto debe ser asumido y enfrentado, porque los próximos desafíos, no ya en el terreno electoral sino en el de la lucha de clases y los enfrentamientos directos, serán sin duda mucho mayores.  

9. Luchas por el cambio, cambios en la lucha y construcción de una alternativa política emancipadora

Examinemos entonces las experiencias «desde abajo», subrayando que la rebelión de diciembre abrió una nueva situación política no sólo por la capacidad «destituyente» de la movilización, sino también porque el reclamo en las calles tuvo el condimento de un extendido estado asambleario y deliberativo que, desde su epicentro en la Capital Federal, se extendió con mas o menos fuerza al conurbano bonaerense y muchas ciudades del interior del país. Fue una irrupción que expresó un visceral rechazo a las consecuencias de las políticas neoconservadoras y la corrompida democracia liberal con su desacreditada «clase política» y se orientó a tientas hacia una democratización sustantiva de todos los ámbitos de la vida social. Esto se tradujo en un notable protagonismo popular en los intentos de hacer frente a la catástrofe y en la recuperación de un extendido sentimiento antiimperialista, condenando la completa subordinación de la nación a las directivas del FMI y los centros imperialistas. Irrumpieron al campo de acciones sociales (y políticas) millones de personas de las más diversas proveniencias: desocupados nuevos y viejos que cobraron visibilidad con los movimientos piqueteros, clase media abruptamente empobrecida, obreros de empresas cerradas o vaciadas por los patrones, comerciantes y pequeños empresarios en bancarrota, distintos estratos de estafados por el robo de los depósitos, propietarios agobiados por créditos impagables, movimientos de agricultores, comunidades indígenas,  etcétera, se movilizaron una y otra vez para reclamar y/o repudiar lo instituido . Hubo un cambio en la conducta de millones de personas que, de manera colectiva, en diversos terrenos y con distintas formas organizativas, enfrentaron el hambre, la miseria social y las nuevas caras de la exclusión, ganando muchas veces para ello espacios públicos de plazas, edificios, hospitales, escuelas y bancos, tradicionalmente vedados a la comunidad, esbozando de paso nuevas maneras de entender y hacer política. Acá solo podremos repasar esquemática y sintéticamente algunas de estas experiencias.

El movimiento asambleario que surgió como fruto directo del cacerolazo del 19 de diciembre, en los primeros meses fue posiblemente uno de los componentes más ricos y dinámicos de la movilización general. Las asambleas barriales, en las que se calcula participaron directamente poco menos de 10.000 «vecinos», tuvieron un respaldo y resonancia mucho mayores e intentaron poner en práctica formas deliberativas extraparlamentarias, no delegativas, con marcada desconfianza a todo lo que pudiera facilitar la cooptación por el Estado, las instituciones, partidos y organizaciones tradicionales. Buscando transformar las relaciones entre representantes y representados (criterio de rotación, mecanismos de control, revocabilidad) ensayaron una capacidad colectiva de pensar, de decidir y de hacer con autonomía. El movimiento cuestionó algunos de los pilares de la constitución burguesa («el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes»,  «los partidos políticos como instituciones fundamentales del sistema democrático», «la irrevocabilidad de los jueces supremos», etcétera). Las asambleas discutían problemas locales y de funcionamiento (administración y presupuesto de hospitales públicos y recuperación de espacios públicos del barrio, emprendimientos productivos, procedimientos asamblearios, actividades concretas a desarrollar), y también proposiciones políticas de nivel mas general (la cuestión de la deuda y de la banca, la confiscación de sueldos y de los ahorros, rechazo a las presiones de los EE.UU. y el FMI, el futuro de las empresas privatizadas, el seguro de desempleo y la reducción de la jornada laboral y el reparto del trabajo existente…). Las asambleas fueron una oportunidad para superar la fractura entre distintas generaciones y experiencias y la contraposición entre militancia social y militancia política, creando un contexto que hostil a las disputas sectarias de partidos (y frecuentemente también de organizaciones sociales).

  Hubo intentos de coordinación de las diversas asambleas y de la confluencia de este nuevo movimiento con el de los «piqueteros» y con sectores de los trabajadores con empleo dispuestos a movilizarse. Algunos pasos se dieron, como cuando la marcha de los piqueteros de La Matanza fue recibida y acompañada por la Asamblea de Liniers y otras de la Capital, con los cacerolazos (como el del 15 de febrero) realizados con participación del Bloque Piquetero y una columna de la CTA o cuando las asambleas barriales fueron invitadas a concurrir a la «Asamblea de Trabajadores Ocupados y Desocupados» convocada por el Bloque Piquetero… Pero el desgaste generado por las repetitivas marchas a Plaza de Mayo y las disputas de aparato en que cayeron las organizaciones de la izquierda (y también algunas «autonomistas»), pesaron mas y frustraron esa posibilidad. La conmemoración del 1 de mayo del 2002 con múltiples actos enfrentados entre sí expresó el impasse y marcó un punto de inflexión del movimiento asambleario.

Gradualmente, muchas asambleas fueron desapareciendo, o sufrieron divisiones y eventualmente lograron sobrevivir con una participación cualitativamente menor de vecinos. Se mantienen en pié núcleos de activistas decantados de esa experiencia que, asumiendo muy dispares tareas y perfiles políticos, exploran nuevas formas de militancia social y política, que no sólo representan un factor presente en muchas luchas populares, sino que se proyectan en nuevas experiencias constructivas como las de «La Alameda» de Floresta, o «El Transformador» de Haedo, para citar sólo dos ejemplos de los que podemos tener noticias directas. Sin desmedro de lo cual, el movimiento asambleario debe ser considerado también como una especie de ensayo general digno de reflexión por  cuanto ilustra la potencialidad de las formas asamblearias y de democracia directa, como también las limitaciones y dificultades que, aunque algunos «autonomistas» prefieran ignorarlas, deberán también ser resueltas de manera creativa y efectiva. 

El movimiento piquetero o, mejor dicho, el movimiento de  movimientos de piqueteros y trabajadores desocupados, también constituyó tanto una expresión como un factor activo de cambios profundos en la lucha, las prácticas y formas de organización popular, los que se mantienen como actores indiscutidos de la movilización social. Con orígenes, componentes y trayectorias marcadamente heterogéneas, este movimiento de movimientos que había comenzado a surgir a partir de 1995, bajo el menemismo en respuesta a la desocupación y pauperización, cobró cuerpo entre 1996 y el 2000 cuando entraron «en resonancia» los piquetes y puebladas del interior (Cutral-Có, Mosconi…) con masivos y prolongados cortes de ruta protagonizados por organizaciones de desocupados del Gran Buenos Aires. Crecieron en militancia y capacidad de movilización cuando, aprovechando las tensiones entre el Gobierno nacional (radical) y los gobernadores e intendentes (peronistas) lograron arrancar y distribuir planes sociales, potenciándose luego con la rebelión de diciembre del 2001, independientemente de la participación de las diversas organizaciones piqueteras en las jornadas del 19 y el 20 . Una consideración detallada de las diversas perspectivas políticas y prácticas presentes en los movimientos de trabajadores desocupados, desborda los propósitos y posibilidades de este trabajo, pero es posible sostener que de conjunto su lucha fue y es un factor de primer orden en la reconstrucción de lazos sociales entre expulsados de las fábricas, jóvenes que nunca pudieron ingresar a ellas, sectores excluidos de larga data del trabajo formal, y especialmente mujeres-madres de los barrios más humildes. Una franja minoritaria pero significativa de la inmensa legión de pobres y excluidos, encontró en las organizaciones piqueteras un espacio de dignificación, organización y lucha. Colaborando, discutiendo, discrepando, proponiendo perspectivas en algunos casos marcadamente diferentes entre sí, y muchas veces utilizando los peores métodos para descalificarse entre sí y/o lograr ventajas en la asignación de planes sociales, las organizaciones piqueteras desarrollaron creativamente experiencias de trabajo territorial y transformaron el repertorio de lucha popular, haciendo reclamos al estado, organizando actividades a pesar del estado y en cierto aspectos y momentos construyéndose contra el estado . La experiencia de los movimientos de trabajadores desocupados muestra que, siendo el desempleo una de las expresiones de la subordinación de la praxis social al capital, constituye también un espacio de confrontación contra el capital y por tanto, de construcción de subjetividad. Por otra parte, es un hecho que a pesar de su desarrollo el movimiento piquetero organiza a una franja muy minoritaria del conjunto de los desocupados, y que el crecimiento del movimiento fue acompañado por un crecimiento aún mayor de sus divisiones internas, las más de las veces sin ninguna clarificación política. Esta fragmentación que parece no tener fin, guarda relación con las tensiones que genera actuar como mediadores entre el Estado y los potenciales «beneficiarios» de los Planes sociales a los que se busca organizar, con la inexistencia o severos límites a la democracia de base en las instancias de coordinación (ello vale tanto para las «Asambleas Nacionales» que convocaron la FTV y CCC, como para las que hoy realizan los llamados piqueteros «duros»(Polo Obrero  y otras organizaciones) y, más en general, a la inexistencia de una orientación general efectiva para la confluencia con el conjunto de los trabajadores y sectores en lucha. Además del fraccionamiento y el fraccionalismo, esto facilita las mas diversas oscilaciones: desde el oportunismo de los que apoyan a Kirchner (como lo hacen abiertamente la FTV, Barrios de Pie y otras organizaciones menores), a discursos y acciones que en nada contribuyen a mantener un diálogo con la amplia mayoría de los trabajadores y desocupados, lo que se agrava con la pretensión de mostrarse como representantes del conjunto de la clase trabajadora (Polo Obrero, ANT o el MIJD). 

Otro movimiento significativo es el de las fabricas recuperadas y puestas a producir por lo mismos trabajadores en lo que de hecho sugiere una alternativa de clase a la catástrofe económica y social provocada por la burguesía.  La mayoría de ellas han adoptado la figura legal de cooperativas, aunque casos emblemáticos como el de la cerámica Zanón de Neuquén continúan reclamando la estatización bajo control obrero. Más allá de los debates -cooperativismo / estatización-control obrero / autogestión- la gran mayoría funciona bajo un régimen de gestión obrera directa, aunque sus situaciones concretas difieren marcadamente. En general, a pesar de la demostrada capacidad para preservar estas estructuras productivas y mantener fuentes de trabajo, de experiencias relativamente duraderas como la de IMPA o de largas luchas que lograron triunfos con resonancia pública (Bruckman de Capital Federal o el Supermercado Tigre de Rosario), enfrentan un conjunto de problemas comunes de muy difícil solución cuando no son lisa y llanamente amenazados y reprimidos (como ocurriera recientemente en GATIC y amenazan hacer en Zanon). Sin embargo, tanto o más que en los casos antes considerados, este movimiento está desgarrado por disputas políticas y de aparato acentuadas por los lazos de algunos dirigentes (como el anticomunista Caro) con el P.J., la Iglesia y sectores de la burocracia sindical.

Concluida esta somera revisión de las luchas por el cambio y de los cambios en las luchas, la cuestión que debe plantearse abiertamente es porqué, en un contexto de experiencias tan ricas, el movimiento general de los explotados y oprimidos no logró progresos sustanciales en la formulación de una alternativa política construida y sostenida «desde abajo». Y la pregunta es tanto más necesaria cuanto que la oportunidad abierta para su construcción en diciembre del 2001 parecía evidente: al quebrarse el consenso de la población en torno al conjunto de las relaciones sociales, económicas, políticas, culturales e ideológicas fraguadas en torno al menemismo y la convertibilidad, millones comenzaban a pensar que algún otro camino era posible… Los viejos aparatos políticos y sindicales, combatieron frontalmente esta perspectiva y con mas o menos sutileza, también los «cuerpos orgánicos» de la CTA y donde pudieron hacerlo los cuadros políticos de la «centroizquierda» buscaron frenar y reencauzar «institucionalmente» el movimiento. Pero a esto que era previsible e inevitable, se agregaron como ya dijimos los esquemas y prácticas «de izquierda» que fueron también factor de división y confusión. Algunos partidos actuaron con la idea de que «ahora sí» las masas en lucha reconocerían su liderazgo, se convertirían en partidos de masas y podrían dirigir la revolución en marcha. El sustitutismo de los supuestos «partidos de vanguardia» tuvo como contrapartida algunas fórmulas espontaneistas ahora llamadas «autonomistas», que tampoco contribuyen a resolver los problemas que el accionar concreto de los distintos sectores del movimiento real enfrentaba. Y no podemos dejar de mencionar la frustración del gran movimiento de izquierda plural, anticapitalista y democrático que insinuó gestarse en torno a Luis Zamora, pero que la misma conducción de Autodeterminación y Libertad desalentó, para reducir ese agrupamiento a una construcción puramente parlamentaria (con mayor sectariismo que la vieja izquierda a la que critica).

Por todo ello consideramos necesaria la construcción de un Movimiento Político amplio y de nuevo tipo, capaz de aportar a una profunda labor transformadora tanto política, social, ideológica como cultural. Las condiciones no son hoy las mismas que en el momento de la rebelión, pero existe una rica como subversiva experiencia de millares de activistas que se niegan a resignar su papel en manos de  políticos y gobernantes que en nada representan los intereses populares. Necesitamos una nueva organización política que -siendo parte de las luchas populares- sea capaz de dar una alternativa global transformadora a la debacle que vivimos y que señale la perspectiva estratégica de que otro mundo es posible, a condición de transformarlo en un sentido radicalmente democrático y socialista, por lo que debe construirse cotidianamente con una política respetuosa y leal colaboradora de las distintas organizaciones sociales-políticas-culturales que el movimiento popular viene construyendo.

  Porque es imprescindible que los trabajadores y sectores populares se transformen en sujetos sociales activos e independientes, capaces de superarse y transformarse a sí mismos a través de sus propias e insustituibles experiencias, cultura, valores  e ideas, lo que sólo puede surgir de una práctica de luchas en común, de solidaridades mutuas y de políticas concretas para promover una férrea comunidad de intereses,  evitando el canibalismo de quienes luchan por su supremacía, aún a costa de hundir los embrionarios y valiosos procesos reales. Además, lo ocurrido en Argentina (con sus posibilidades, límites y contradicciones) es parte de un proceso más amplio, regional y mundial, de creciente resistencia a la barbarie capitalista y al militarismo imperialista. Los  trabajadores y los pueblos del mundo estamos haciendo un acelerado aprendizaje, lleno de ensayos, aciertos, errores y experiencias, pugnando dificultosamente por construir nuevas alternativas, ahora sin el lastre de los aparatos burocráticos que enchalecaron a gran parte de los trabajadores del mundo hasta fines de la década de los ´80… Los protagonistas de las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001 hoy ya no estamos en primera fila: pero allí están las experiencias y luchas del pueblo venezolano, el campesino boliviano, el indígena ecuatoriano, la izquierda que en Brasil responde al gobierno neoliberal de Lula lanzando un movimiento por un nuevo partido de izquierda, socialista y democrático…

Para la batalla planteada, no creemos útil ni conveniente proponer «un programa» codificando pasos y tareas que «deberían» adoptar los sectores populares para salir de la crisis. Señalamos, sí, criterios, pautas y herramientas que pueden ayudar al accionar de una organización revolucionaria que pretenda ser útil a la lucha emancipadora del pueblo trabajador. Un primer criterio es que batallamos contra los intentos de que el pueblo trabajador comprometa su destino y el del conjunto de la sociedad, apoyando a  representantes de cualquier corriente burguesa. Ese es el sentido profundo de la autonomía por la que bregamos. Rechazamos cualquier intento de las clases dominantes por imponernos sus ejes de discusión, sus tiempos, sus propuestas y sus mentirosos slogans de resolver las acuciantes necesidades populares cuando «vuelva el crecimiento del país», o «se revierta la crisis». Rechazamos los llamados a confiar en las actuales instituciones o supuestos «representantes del pueblo», los utópicos proyectos de recrear un capitalismo nacional independiente de las potencias imperialistas europeas o yanquis, pues creemos sólo en la fuerza independiente del pueblo trabajador, capaz también de crear los imprescindibles  lazos de unidad con otros pueblos del Continente. Por otra parte, reconocemos que a caballo de la lucha por resolver las necesidades populares surgen aportes y propuestas en los más diversos terrenos. Desde movimientos con sólidos trabajos teóricos y prácticos que sustentan propuestas alternativas en terrenos muy concretos (la salud, el agua, el transporte, etcétera) hasta elaboraciones integradoras como las de los Economistas de Izquierda (EDI) que, tomando las experiencias y necesidades de los diversos componentes del movimiento, sugieren medidas efectivas para dar respuestas en el terreno de los salarios, el desempleo, los ahorros confiscados, la necesidad de romper con el FMI, la expoliación de la deuda externa, la necesidad de la integración regional y latinoamericana, etc. Nuestra concepción de la transformación social está íntimamente ligada a reconocer y hacer conocer estas valiosas experiencias que se construyen por abajo (aunque sean todavía débiles y fragmentadas) porque tienen el inmenso valor de mostrar el desarrollo de las potencialidades humanas al servicio del bien común, de hacer valer nuestro saber, de prefigurar nuevas relaciones sociales y conductas, opuestas al destructor interés capitalista.

Luchamos, en fin,  porque estas expresiones vayan sentando bases de reflexión y acciones comunes tendientes a la construcción de un Movimiento de claro norte anticapitalista y de transformación social, capaz de superar la actual atomización que vive el campo popular. De esta tarea depende en gran medida que podamos dar pasos positivos comunes para que la negativa consigna que marcó las gestas de la rebelión de Diciembre del 2001 se hagan realidad: «Que se vayan todos…Que no quede ni uno solo».

KIRCHNER NO ES MENEM, TAMPOCO ES NUESTRO GOBIERNO

10. El gobierno K y los viejos problemas de la dependencia, la miseria y la explotación

Desentrañar el signo de las políticas oficiales y caracterizar al gobierno Kirchner después de más de un año de gestión no constituye un tema menor. Puede verse que diversas organizaciones que se reclaman combativas y no pocos luchadores emergentes de la rebelión de Diciembre del 2001, sucumben frente a los discursos y algunas medidas oficiales, al tiempo que desde la izquierda «tradicional» una repetida retórica antigubernamental poco ayuda a comprender y enfrentar la nueva situación. Así, para algunos «K» sería algo así como un «representante» institucional al que se debe apoyar, en tanto para otros sería apenas un resabio o escollo a sortear más o menos «rápido» (al igual que otros gobiernos) en la continuidad de la lucha por el poder que estaría en curso desde diciembre del 2001…

El fantasma de la catástrofe que representó el Menemismo (así como en otros momentos operó el pánico de la hiperinflación) es agitado sabiamente por Kirchner y sus cuadros para inventar una historia en la que se presenta como coherente opositor al «modelo» y el adalid de un nuevo país. Saca réditos políticos de los miedos en un país que teme -mayoritariamente-, volver al pasado y a situaciones límites como las vividas con el «corralito» o la posterior devaluación. El nuevo gobierno aprovecha y manipula nuestra propia crisis, la crisis de las clases subalternas, para presentarse como representante de los cuestionamientos y las demandas de la rebelión que protagonizamos, mientras maquilla a las mismas y viejas instituciones, hombres y partidos para que volvamos a confiar en ellos y abandonar todo vestigio de autoorganización e independencia popular orientada a un real cambio social y político. Expresa el claro intento de la burguesía en su conjunto -más allá de diferencias en cómo lograrlo- por salir de la grave crisis de dominación que anteriormente hemos analizado.

Sin embargo, en un país con tantas tragedias e hipotecas, nada resulta fácil. La crisis es tan profunda y abarcativa que cualquier incidente desata tensiones que desbordan niveles de conflictividad «normales». De la noche a la mañana, el gobierno se encuentra con masivas concentraciones de la clase media convocada por Blumberg, lo acosan combativas movilizaciones contra los recurrentes casos de gatillo fácil, tropieza con la crisis energética, con la muerte de usuarios del privatizado ferrocarril o tragedias como la de Río Turbio. Nada de esto es casual o meramente «coyuntural»: tiene raíces en los viejos problemas que sufrimos y para los que Kirchner -más allá de sus críticos discursos- no dispone de soluciones. Tenemos también el recomienzo de luchas de distintos sectores de trabajadores por el salario, la continuidad de las movilizaciones piqueteras, la presión de los «buitres» externos propietarios de los bonos a pesar de que se les programe un porcentaje de pago mayor porcentaje al anunciado, las persistentes arremetidas por parte del FMI y la administración Bush para lograr una mayor tajada del superávit fiscal o exigencias políticas y militares como el envío de tropas a Haití o el reinicio de entrenamientos militares conjuntos con los yanquis.

En medio de este cuadro, afloran reiteradamente los problemas dentro del P.J., a veces con ribetes de carácter mafioso. Así, cuando pretendió impulsar con mayor fuerza el proyecto de «transversalidad» el gobierno K reabrió contradicciones y crisis en la estructura del PJ, que «rebotan» sobre la propia gobernabilidad y el conjunto de la sociedad. Las rencillas, reconciliaciones y nuevas zancadillas entre el Gobierno nacional y los caudillos provinciales del peronismo se entrelazan con las preocupaciones mas generales de la burguesía. Cuando Duhalde criticó a K por «ocuparse de los muertos» en alusión a su discurso en la ESMA y el apoyo de las Madres, o por querer construir un «partido piquetero» junto a la FTV, Barrios de Pie y otras organizaciones, exigiéndole que  «vuelva al carril del PJ» para no tener problemas de gobernabilidad, el jefe del PJ bonaerense no juega solamente a una pelea por espacios de poder, sino que refleja tanto sus más íntimas preocupaciones políticas como las de la burguesía con respecto a K y a la dinámica de su gobierno. Porque es evidente que más allá de la satisfacción existente en los sectores burgueses por la recuperación económica y los grandes márgenes de rentabilidad que vienen obteniendo, existe la preocupación política -y que se expresa en continuas presiones- de que K utilice el prestigio que todavía mantiene para terminar de «ordenar el país», enfrentando a los recurrentes procesos de movilización de distintos sectores sociales que reclaman aumentos salariales, a las pobladas que destruyen comisarías e irrespetan jueces y fiscales, a los asambleístas que recuperan espacios como «La Alameda» y las fábricas recuperadas, a los piqueteros, etc.  Y aunque el ataque se concentre hoy en el movimiento piquetero (aprovechando que es el sector más vulnerable ) los objetivos de la burguesía van mucho más allá. Quieren desterrar todo vestigio de rebelión popular y evitar el peligro de la confluencia de distintos sectores en lucha que podrían llevar a estallidos que reabran -en un escenario de mayor experiencia popular- la profunda crisis de dominación. 

Rechazando hasta el momento la vía represiva para cortar el proceso (entre otras razones porque no existe una consistente mayoría social que banque un curso autoritario), el gobierno K viene insistiendo en métodos de cooptación (por arriba y por abajo) orientados a construir un sostén y proyecto político propios. Sin embargo, los «éxitos» de su proyecto son muy discutibles por cierto, los que han desatado nuevas exigencias de los sectores mas reaccionarios (incluido el imperialismo) para que se restablezca el orden. El regreso de K a la estructura del P.J., (a la que nunca abandonó completamente) buscaría así asegurar la gobernabilidad, en un país donde la crisis institucional sigue con sus venas abiertas actuando como un revulsivo frente a cualquiera de los problemas que enfrenta el gobierno, condenado a dar mensajes equívocos y manotazos en uno y otro sentido. 

Pero un año de gestión es mas que suficiente para medir quién ha ganado y quién pierde con este gobierno. Y en este sentido, más allá de que nos alegremos por cualquier medida que vaya contra los represores y sus símbolos, debemos decir que «los de abajo» seguimos siendo los perdedores. Claramente, los ganadores de las «nuevas políticas» y la supuesta «alianza productiva» son  las petroleras, el complejo sojero y más en general los agroexportadores, las siderúrgicas, las empresas mineras, las privatizadas y el imperialismo. Son ellos lo que siguen teniendo la sartén por el mango, en un país para muy, muy pocos, que se mantiene en los más altos niveles de indigencia, de desocupación, de hambre, de destrucción sanitaria, educativa y de servicios, con niveles salariales y de trabajo en negro que ocupan al 48 % de la población trabajadora (con un promedio de poco más de $ 300)… Y los gestos y declaraciones altisonantes de los funcionarios gubernamentales, alentando expectativas e ilusiones en la mayoría, no hacen mas que preparar una nueva frustración.

La inestabilidad e inseguridad que atormentan a la población no se resolverán depositando confianza en los que están arriba, sino construyendo desde abajo políticas, organismos propios y relaciones de fuerza favorables a los trabajadores, sostenidas con la movilización. El arco de las demandas es muy diverso y extendido. Manteniendo una completa independencia del gobierno, dialogando para explicar y desnudar su política y contradicciones entre los sectores populares aún ilusionados, enfrentando las maquinaciones reaccionarias que quieren imponer mano dura contra los piqueteros y todos los luchadores populares, aportaremos nuestras fuerzas, ideas y experiencia integrándonos también a los nuevos procesos de lucha, de organización y coordinación que se están desarrollando en frentes aparentemente tan distantes pero en el fondo esencialmente convergentes, como lo son la lucha de los mineros del Turbio, la movida por la reducción de la semana laboral impulsada por el Cuerpo de Delegados del Subte, la solidaridad con Gatic y Zanon, la nueva conducción antiburocrática de los docentes de Santa Fé, entre tantos otros ejemplos, en los que deberemos templarnos, aprender, como fortalecernos políticamente. Porque después de la rebelión de diciembre del 2001 tenemos un nuevo horizonte. Se trata de articular utopías urgentes e inmediatas con realismo estratégico de largo aliento, en una perspectiva emancipadora, latinoamericana y altermundialista: los movidos tiempos que vivimos, y aún más los que se vienen, así lo exigen.

* Una primer versión de este texto fue presentada como contribución al Seminario Internacional «América Latina a la sombra del imperialismo del Siglo XXI» realizado los días 21, 22 y 23 de mayo 2004 en Porto Alegre, Brasil. La presente versión incorpora diversos aportes recogidos en el debate de la organización Cimientos, como también de diversos compañeros y amigos que tuvieron un primer borrador. El texto incluye además, un punto final (nuevo gobierno), aportado casi en su totalidad por Nora Ciapponi.