Un fenómeno político-mediático viene incrementando la degradación institucional, cultural y moral de la Argentina, que no es novedosa sino prácticamente estructural. Se trata del programa televisivo Periodismo para Todos (PPT) que se emite por la televisión abierta en ese país, aunque también es reproducida por varias señales de habla hispana en otros. Su responsabilidad, sin […]
Un fenómeno político-mediático viene incrementando la degradación institucional, cultural y moral de la Argentina, que no es novedosa sino prácticamente estructural. Se trata del programa televisivo Periodismo para Todos (PPT) que se emite por la televisión abierta en ese país, aunque también es reproducida por varias señales de habla hispana en otros. Su responsabilidad, sin embargo, no es exclusiva en el deslizamiento por esta pendiente del deterioro. No suelo analizar programas de TV -y tampoco será este el caso, al menos en detalle- porque no soy un especialista en comunicación, menos aún en su variante audiovisual y porque no tengo televisión siquiera, aunque la evidencia fáctica de esta última afirmación va perdiendo cada vez más peso específico argumental a medida que las ediciones on line de la prensa escrita suben en recuadros los videos televisivos, además de la existencia de tapes en youtube, impidiéndome de este modo la posible excusación. En cualquier caso, las repercusiones del programa en cuestión adquieren una relevancia cuya discusión es imposible eludir ya que prácticamente determinan los titulares de los lunes y de varios días subsiguientes.
Expuse en un artículo de este diario algún conflicto particular que mantuve con el conductor de ese ciclo televisivo, el periodista Jorge Lanata, ya en los primeros años del matutino Página/12, y de nuestras bifurcadas carreras. Sin embargo no me impidieron mantener un trato cordial en las contadas ocasiones en que nos reencontramos, sea en Montevideo cuando por ejemplo condujo el programa central en la inauguración de la señal uruguaya TVLibre o más íntimamente en su lujosísimo departamento de Bs. As. sobre la calle Esmeralda al 1.300, hace varios años. Diferencias aparte, hasta no hace mucho, siempre lo consideré un compañero, un exponente del anoréxico e indefinible progresismo argentino, valorando particularmente sus denuncias sobre corrupción y degradación institucional y el «punch» que lograba titulando o presentando sus informes y videos, o también como incisivo entrevistador, a diferencia de sus escasas o nulas contribuciones a la dinamización del pensamiento. Tuvo además el enorme mérito de haber fundado aquel «raro» diario que fue en sus inicios Página/12, que supo darle al análisis y la opinión el peso que el resto de la prensa relegaba y que aún hoy continúa afortunadamente dentro del mismo modelo, aunque adscripto al oficialismo. Expresé también aquí mi indignación cuando se lo ninguneó en el festejo de los 25 años de ese diario que fundó.
Pero la voltereta ideológica más reciente lo posicionó como el ariete principal de los peores intereses económicos y políticos del país, ya no sólo por sus denuncias, sino además por sus editorializaciones, que no tienen nada de originales sino que son las mismas que pueden leerse -y preverse- en los medios hegemónicos. Aunque portan ahora bajo su manto el aura de la «credibilidad» que les otorga no sólo el rating sino la supuesta «honestidad refleja» -o adherida por oposición- a las denuncias de corrupción que continúan una línea de periodismo denunciante que ya Lanata había ejercitado con éxito durante los gobiernos de Menem y la Alianza. Probablemente esa difusión ampliada se deba a la impronta payasesca de su programa, que recoge varios géneros ajenos al periodismo televisivo y con cuyo atractivo ya había experimentado el conductor Marcelo Tinelli, como la caricaturización de políticos, la exhibición de modelos publicitarias, el uso de sketchs y un lenguaje chabacano en una mezcla de stand up (groseramente leído y forzado) con monólogo revisteril.
Sin embargo, la amplísima difusión de su ciclo no ha enriquecido el debate político en el país, sino que, contrariamente, lo viene degradando en una espiral cotidiana. En el mejor de los casos, la evidencia de su vuelta de campana se complementó -en medio del silencio oficial- con respuestas de seguidores kirchneristas o funcionarios de las últimas líneas, bajo el formato genérico de la falacia ad hominem, o si se quisiera expresar en términos más populares, matando al mensajero, con el fin de omitir el propio mensaje. También se refleja en la variedad de réplicas la anteposición de otras dimensiones analíticas que desvían el tema o la minimización de la gravedad de las denuncias, que también tiene su versión popular en el «roban pero hacen».
No sólo por razones de lógica formal sino por la importancia de las denuncias (y por el modo en que se obtuvieron) se impone como mínimo el ejercicio de la duda ciudadana y un atento seguimiento al proceder de la justicia ante ellas, con total independencia de quien resulte el denunciante. Por supuesto que el grupo Clarín (del que hoy Lanata, a pesar de haberlo denostado y denunciado por su corrupción en el pasado, es su periodista estrella) o el diario La Nación (rancia tribuna de doctrina de la oligarquía nacional) están comprometidos en neutralizar y debilitar la iniciativa del gobierno, que entienden contraria a sus intereses. Incluso derribarían al gobierno si pudieran (como por otra parte han hecho tantas otras veces en la historia). Pero ni siquiera estas denuncias surgen de investigación alguna de estos medios, ni de Lanata, sino del quiebre de pactos de silencio y complicidades de antiguos beneficiarios de la corrupción denunciada. El propio rating del programa y la supuesta «credibilidad» los llevó a elegir al programa PPT como medio para ello. Cuánto quisiéramos que otros pactos de silencio tan relevantes como los que sellaron los terroristas de estado se quebraran también y se expusiera su accionar y sus secretos, sin importar en modo alguno que sea a través de este programa o el peor de los medios posibles.
Personalmente no estoy extrañado por los hallazgos. Ya antes de que asumiera Kirchner en 2003 publiqué (en coautoría con Eugenia Zicavo) un largo artículo en la revista uruguaya Bitácora en el que abrigamos grandes sospechas sobre la corrupción del entonces futuro presidente. En casi todos los artículos en los que analicé la Argentina no dejé de mencionar la corrupción oficial y muy particularmente en el que escribí inmediatamente después de la muerte de Kirchner (y el sucesivo) en estas páginas. El aporte de PPT no es la demostración de la existencia de corrupción en el entorno presidencial, sino la visibilidad del cómo, el cuánto y los otros quiénes menores, asociados a ese delito. No hay que ser muy perspicaz para advertir que si un cajero de un banco provincial menor, un chofer y un jardinero son hoy multimillonarios, dueños de enormes mansiones, estancias, hoteles, aviones, flotas automotrices de lujo y empresas diversas de toda laya, son en definitiva, lo que el lunfardo rioplatense denomina «chorros». Tampoco para sospechar que su vinculación (por ejemplo como chofer, o jardinero del ex presidente y difunto esposo de la actual presidenta) con el matrimonio Kirchner ha sido la potencial razón del enriquecimiento exponencial de todos los involucrados, incluyendo al matrimonio mismo. No considero la situación económica o patrimonial de los ciudadanos una cuestión privada sino pública, que debiera tener además la difusión y transparencia que los medios tecnológicos actuales permiten sobradamente. Para inferir la conclusión que expresé en lunfardo no hacen falta grandes pruebas. Lo que sí prueba, como mínimo, es la inoperancia (por incompetencia o complicidad) de los sistemas judiciales y fiscales para detectarla y pasar a investigarla en detalle. Mucho más complejo parece probar la existencia de bolsos con millones en efectivo o bóvedas en las que se atesorarían.
Triste es reconocer la falacia ad hominen, que dominan -y evitan- hasta los estudiantes del ciclo común y obligatorio de la universidad, no sólo en el discurso de políticos y periodistas oficialistas, sino también en el grupo de intelectuales que pretende ser usina de reflexión, aún desde el franco apoyo a la gestión. Al menos lo es para mí, que tengo tantos y tan buenos amigos en el colectivo Carta Abierta cuyo último documento me duele como «herida abierta». Entiendo que una parte significativa de ese colectivo deba sus empleos a la confianza que les depositó el poder político y que deban abandonarlos si tal poder cambiara de manos, aunque es penoso que sea tal interés defensivo el motor productivo de un «intelectual orgánico». Pero esa organicidad no puede incubar la figura abyecta del «intelectual encubridor», porque ese adjetivo carcome hasta la médula del propio sustantivo.
El propio Lanata tampoco se priva de apelar a la misma falacia. En su columna de ayer en el diario Clarín, oponiendo periodistas (a secas) a aquellos militantes, no discute un solo argumento para pasar luego revista a más de una decena de reporteros oficialistas recordando los medios en los que trabajaron (como si hubieran podido elegirlo con plena libertad) y rematando con la pregunta: «¿lo harán sólo por dinero y ejercicio del cinismo?», interrogante que debería formularse para sí y cuya respuesta no es muy difícil deducir. La falacia ad-hominem es hoy el gran continente del debate político argentino. Por un lado el discurso denunciatorio del gobierno no llega a rozar siquiera a los oficialistas porque éstos responden con otras temáticas e intereses, como los derechos humanos, las políticas sociales o el plan económico. El estancamiento argumental es pleno y no hay interacción persuasiva posible ni la menor elevación del nivel. No importa qué se enuncie sino sólo quién lo enuncia.
No es inexplicable. La dinámica política global está en la base de este deterioro moral e ideológico que excede sobradamente al kirchnerismo. Salvo excepciones, la totalidad de la clase política y una fracción importante de la sociedad está implicada en la corrupción por acción u omisión. Ha perdido por completo el sustrato vital de la indignación y la voluntad colectiva de saneamiento y superación. Lejos de recrear la política, la asfixia. Vive en y de esta putrefacción, recogiendo mieles o migajas del banquete, según sus posiciones y oportunidades. El debate entonces, confronta a empleados que resultan voceros de sus empleadores.
Es la dialéctica rediviva del amo y esclavo que enunció Hegel hace más de dos siglos.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.