No es hora de intentar la mitigación, sino de ir por la eliminación del virus.
Estamos en un momento único, inédito, de la historia de la Humanidad, signado por la concurrencia de crisis de extraordinaria gravedad: crisis sanitaria, crisis económica, tragedia medioambiental. En la conferencia mundial de la Internacional Progresista del mes de septiembre pasado, Noam Chomsky sentenció que nunca hemos estado tan cerca del Apocalipsis. Esa admonición, seguida de su consejo —¡Entren en pánico!— pudo parecer exagerada. Con el paso de los meses, y con estupor, compruebo su acierto anticipatorio.
Al comienzo de la pandemia hubo un debate florido entre filósofos y sociólogos sobre cómo sería la post-pandemia y la vuelta a la «nueva normalidad»; entre ellos, el esloveno Zizek anunciaba que la pandemia le daría un golpe «a lo Kill Bill» al capitalismo, y surgiría un nuevo sistema, basado en la ciencia, en la solidaridad y en la cooperación; entre otros, el surcoreano Byung Chul Han anticipaba que el capitalismo, en cambio, volvería con más pujanza e individualismo.
En mi caso, quedé practicando gramscianamente el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la razón. Con la grosera muestra de incompetencia de las grandes potencias para curar a sus enfermos y enterrar a sus muertos, quedó palmariamente demostrado que el capitalismo no es compatible con la supervivencia humana; expuesta, como una llaga viva, la profundidad y la violencia de la desigualdad. Era este el momento para hacer un replanteo global de nuestras prioridades, una radicalización de nuestras propuestas, la necesidad de discutir y construir consensos sobre quién paga la cuenta de la pandemia: usar esta oportunidad para establecer un salario básico universal, un nuevo régimen tributario donde paguen más los que más tienen. Aquellos delfines que empezaron a nadar en los canales de Venecia, nuestra capacidad de tomar medidas colectivas, tal como aislarnos y suspender toda actividad social y económica para preservar la vida, nos hizo pensar que podríamos tomar otras medidas colectivas de gran envergadura, y con una voluntad de reparación, establecer un reordenamiento de índole moral.
Pero todo es aún mucho peor de lo que imaginamos. Escribo en el momento aciago en que mueren más de 500 compatriotas por día, sin aire y sin despedidas. En que parecen naturalizadas las 63.000 muertes, porque, como señala Todorov, «un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información».
En la velocidad de los contagios, en la multiplicación de las muertes, tienen más que ver las decisiones de los políticos que la naturaleza del virus.
En el caso de la Argentina, se trata de las indecisiones políticas.
Funcionarios que miran las encuestas para ver qué les conviene hacer, situándose en una dicotomía entre economía y salud, y resolviendo con el criterio que creen funcional a obtener mayor aprobación en los medios o más votos. Daniel Feierstein, autor del libro Pandemia, reunió a un grupo de investigadores que pudieron demostrar que la mayoría de las y los argentinos está dispuesto a acatar medidas restrictivas para cuidar la vida, pero existe una minoría «intensa» que construye sentido en los medios masivos de comunicación; si el gobierno contemplara esos datos —señala— estaría más inclinado a tomar medidas precautorias.
Así hemos llegado a un estado de las cosas en que pareciera que no hay más alternativa que resignarse, contagiarse y morir; la prioridad de medidas que parecieran favorecer la economía sentencia a decenas de miles de personas a la muerte. Este es el punto en que vemos claramente que hemos llegado a una crisis de valores, una crisis civilizatoria.
Resuena el lema del neoliberalismo engendrado por Thatcher y Reagan —»TINA» por sus siglas en inglés— de «There Is No Alternative«. No hay alternativa, el capital lo exige, mantenemos la producción, el consumo y el comercio activo aunque perdamos la vida; no la tuya, no la mía, pero que «mueran los que se tengan que morir» .
El 15 de marzo un connotado grupo de científicos difundió una carta al gobierno nacional solicitando el cierre de fronteras. «Observamos una situación alarmante, definida no solo por un aumento de casos en nuestro país, Chile, Uruguay, Paraguay y Brasil, sino también por el surgimiento de variantes nuevas de SARS-CoV-2 que se caracterizan por su mayor transmisibilidad, la mayor gravedad de los cuadros clínicos que ocasionan y, particularmente, por su capacidad de evadir la inmunidad protectora que confiere tanto la previa infección, como algunas de las vacunas que actualmente se están administrando». Esta exhortación, acompañada por cientos de firmas, no tuvo eco. Las autoridades respondieron negativamente y aseguraron que ni los vuelos, ni los fábricas, ni las escuelas son escenarios de contagio e, insólitamente, en medio de la previsible llegada de la «segunda ola», se alentó el turismo en Semana Santa y se mantuvieron operativos los vuelos a Brasil, México, Chile, Europa. Hoy, un tercio de los contagiados en Argentina padecen la variante Manaos, y otro tercio la del Reino Unido.
La Argentina tiene que cambiar de rumbo.
Existe una Estrategia de Eliminación, basada en medidas fuertes y oportunas para interrumpir la transmisión de la enfermedad, que fue aplicada con éxito en diversos países tomando la experiencia de China. Diferenciada de la estrategia «de supresión», o «mitigación» del virus, que solo aspira a reducir los casos a niveles controlables, mientras se aumenta la capacidad del sistema hospitalario [1].
El enfoque de Eliminación tiene tres herramientas básicas:
- Cierre y gestión de las fronteras.
- Pruebas y rigurosos rastreos de contacto.
- Debilitar e impedir la transmisión en la población.
Nueva Zelanda, que tuvo durante 6 semanas un confinamiento intenso, hoy está libre de coronavirus. Acaban de celebrar un concierto con 50.000 personas sin barbijo y se disponen a permitir viajes entre zonas «verdes».
El modelo de mitigación, que ha llevado a la mayoría de los países occidentales al fracaso, es el que se aplica en nuestro país. «Aplanar la curva», aumentar las camas de terapia intensiva para que contenga a los enfermos, no disminuirá los contagios ni evitará las muertes.
Argentina apostó a la eventual llegada de tratamientos y a la vacunación e hizo una incorrecta evaluación de riesgos. Confiar sólo en la vacuna es riesgoso, por 3 razones: la implementación es desigual, el tiempo limitado de inmunidad, y el surgimiento de nuevas variantes de SARS. La historia muestra que la vacunación ni por sí sola, ni rápidamente resolverá la pandemia. Es necesario que la pandemia sea eliminada a nivel global, lo cual parece muy difícil: 25 países de Latinoamérica no podrán vacunar al 70% de su población; 17 de ellos no tienen ningún acuerdo bilateral para la compra. Faltan medidas de salud pública, una combinación de vacunación, comunicación, comportamiento social. Los países que apuestan a la mitigación, como el nuestro, pueden convivir varios años con el virus, que irá mutando, haciendo que las vacunas pierdan eficacia y representarán una amenaza para otros países.
Quienes han apostado por la estrategia de eliminación podrán volver antes a la «normalidad».
Un artículo publicado el 28 de abril por la revista The Lancet de Miquel Oliu-Barton, Bary S. R. Pradelski [2] y otros, muestra que a los países que han tenido como objetivo la eliminación de la pandemia y han tomado medidas para detener la transmisión comunitaria rápida y eficazmente, les ha ido mejor también en materia económica. Las muertes por Covid-19 por 1 millón de habitantes en los países de la OCDE que optaron por la eliminación (Australia, Islandia, Japón, Nueva Zelanda y Corea del Sur) han sido 25 veces menos que otros países de la OCDE que optaron por medidas de mitigación [3]. La eliminación logra mejores resultados en términos económicos: el crecimiento del PBI retornó a niveles pre-pandemia en los 5 países analizados que optaron por la eliminación, mientras el crecimiento se mantiene negativo en los otros 32 países de la OCDE.
Además de las ventajas en materia de salud y económicas, los investigadores de Oxford han medido el impacto de la rigurosidad de las políticas de confinamiento. «Las libertades fueron más severamente impactadas en aquellos que se empeñan en la mitigación, mientras que rápidas medidas de confinamiento, cortas y estrictas, han sido consideradas positivamente con un enfoque de solidaridad ciudadana, capaz de restaurar las libertades civiles lo antes posible». La comunicación juega también un rol importante, como la ciencia y el liderazgo. La primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, tomó medidas muy estrictas cuando tenía sólo 100 casos. «Italia alguna vez también tuvo 100 casos», explicó, asumiendo una tarea pedagógica de concientización. Recientemente reelecta, cuando anunció la eliminación del coronavirus, agradeció «a mi equipo de 5 millones de personas» refiriéndose a toda la población de su país.
Por mi parte, consternada, casi todos los días publico en mi cuenta de Twitter un informe de los Arribos a Ezeiza —la incesante importación de contagios— y un listado de 41 países que, sumados sus 2.300 millones de habitantes, tienen en total menos muertos que la Argentina [4]. Entre ellos, países grandes y pequeños, insulares y meridionales, de distintas culturas, con gobiernos de distinto signo. Muchos de ellos han sido inspirados por China, donde empezó la pandemia, que tiene solo 5.000 muertos; varios han sido asesorados y asistidos por Cuba, un país pobre y bloqueado, que tiene solo 600 muertos y privilegia la vida.
Alguien dijo alguna vez que la economía es algo muy serio como para dejarlo sólo en manos de los economistas. Vale decir ahora que la pandemia es un asunto demasiado serio para dejarlo sólo en manos de los médicos; a quienes asesoran al gobierno les falta una visión histórica, una visión social de la pandemia, y también medir las consecuencias de las decisiones políticas que se están tomando, que impactarán en el mediano y largo plazo a todos los habitantes de nuestro país y de este inmenso continente.
La tecnología de la eliminación está disponible. Tenemos la posibilidad y la urgencia de apostar por la Vida. Es un imperativo ético.
Notas:
[1] Michael Baker en https://www.eldiario.es/internacional/michael-baker-arquitectos-nueva-zelanda_128_6047983.html
[2] Miquel Oliu-Barton. Bary S R Pradelski y otros. SARS-CoV-2 elimination, not mitigation, creates best outcomes for health, the economy, and civil liberties en https://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(21)00978-8/
[3]
FigureCOVID-19 deaths, GDP growth, and strictness of lockdown measures for OECD countries choosing SARS-CoV-2 elimination versus mitigation
[4]