«No somos, no podemos ser cookistas, pero no ocurrirá nada interesante si el presente traza una muralla china contra las virtualidades no consumadas del pasado. Entonces, hay una forma ideal de ser «cookistas», que también es la única que permite ser hoy peronistas, y que consiste en pensar que en la historia hay siempre algo […]
Discurso ante la Asamblea Legislativa, 25 de mayo de 2003.
No terminábamos todavía de replantearnos la Revolución, y aconteció la Reforma del Estado, eufemismo bajo el cual se expresaba de manera definitiva la aspiración del nuevo bloque histórico dominante respecto de la sociedad proyectada en la post – Dictadura.
Casi veinte años después, replanteamos el Estado – Nación, a la vez como instancia unificadora de las diversidades y heterogeneidades estructurales de una sociedad castigada por la edad neoliberal, y como primer paso para una integración virtuosa en el contexto regional. Pero nos faltó, al menos hasta ahora, la fortaleza de un movimiento social en el cual la vieja clase obrera ya no tiene el peso suficiente como para volver a ser columna vertebral. Las urgencias del gobierno, y también nuestras propias miserias, nos impidieron ver la necesidad de replantear las bases mismas de ese movimiento, no ya como mera restauración de glorias añejas.
En rigor, no es sólo nuestro el deseo restaurador. La insolencia de nuestros propósitos ha despertado, como era de esperarse, una vasta reacción conservadora, que sigue postulando como proyecto de nación -así, chiquito y excluyente- la Argentina de los granos y las mieces. No es de extrañar que, entre sus apoyos políticos y operadores más salientes, sobresalgan varios distinguidos referentes de pasadas dictaduras.
En este sentido, la hipótesis de un «partido del campo», sostenida con vigor desde las columnas de algunos matutinos, choca con una objeción sencilla. La continua vocación corporativista de la burguesía argentina, como agudamente ha observado Waldo Ansaldi, la ha llevado a suplir el vacío de representación que su ausencia orgánica en el sistema de partidos genera, a través de la instrumentación como «partido» del propio Estado nacional. De este modo, sin quererlo, el kirchnerismo, y antes el alfonsinismo, al tratar de quebrantar la hegemonía de los sectores dominantes al interior de un «Estado capturado», pusieron en tela de juicio, con resultados dispares, una de las instancias privilegiadas de reproducción de la burguesía -en ausencia del clásico desarrollo de un mercado nacional-. Ambos proyectos, sin embargo, adolecieron de la misma limitación, a saber, una voluntad sesgadamente nacional – estatal, limitada a una mirada política demasiado atada a lo inmediato, que no llega a plasmarse en un proyecto nacional – popular, con vistas a la generación de un contra poder social eficaz frente al desafío de la recurrente restauración neoconservadora. Por supuesto, como nos ha recordado con insistencia Martín Rodríguez, cabe preguntarse si existían las condiciones para ello. Por lo pronto, la hora exige replantear el movimiento social que realice las aspiraciones latentes en las sendas crisis históricas que abrieron las grietas hoy aparentemente soldadas.
Y mientras tanto, la saga del conflicto agropecuario continúa. No hace mucho, Lucas Carrasco arriesgaba que, en caso de un eventual fiasco de la oposición partidaria en las elecciones de octubre, no era improbable un nuevo golpe al Estado, como finamente lo definiese.
La realidad de una crisis mundial que no llega tan rápido como quisieran y requieren los amantes del Apocalipsis ha forzado, sin embargo, esos mismos planes, acelerando los medios y reformulando las estrategias. La bajísima concurrencia al acto de Leones, sumada al generalizado cansancio social respecto de las estrategias de lucha de las corporaciones económicas, unidas en menos de una semana al rechazo taxativo de la propia prensa liberal ante la ocupación de un banco por un puñado de productores «autoconvocados», forzaron un repliegue, el bloque agropecuario ha reorientado sus esfuerzos hacia la constitución, acuerdos tácticos de por medio, de un marco parlamentario opositor dispuesto a concederle su reivindicación máxima: la derogación de los derechos de exportación.
Envalentonados por las ya cotidianas deserciones en el campo oficialista, los referentes campestres convergen, de este modo, con una oposición que insiste en forzar al máximo las finanzas públicas, en espera de erosionar por esa vía el delicado equilibrio fiscal, y por ende, la gobernabilidad. Expertos en la generación de catástrofes, no podrían ser gobierno de no acontecer otra.
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