Un paseo por Villa Fiorito, ¿tierra de otro escuadrón de la muerte policial? Para entender que significa vivir en Lomas de Zamora, quizás alcance con conocer algunas de sus leyendas urbanas. En el Camino Negro, zona limítrofe entre Villa Fiorito e Ingeniero Budge, todavía muchos recuerdan la tarde en que desde un avión arrojaron un […]
Un paseo por Villa Fiorito, ¿tierra de otro escuadrón de la muerte policial?
Para entender que significa vivir en Lomas de Zamora, quizás alcance con conocer algunas de sus leyendas urbanas. En el Camino Negro, zona limítrofe entre Villa Fiorito e Ingeniero Budge, todavía muchos recuerdan la tarde en que desde un avión arrojaron un polvo blanco que se expandió en diez manzanas a la redonda. Corría el 24 de Octubre del 2001, y la fecha ayudó para que muchos creyeran estar bajo un masivo ataque de Antrax. Los científicos tardaron dos días en definir que no se trataba de la poderosa arma biológica, pero los resultados finales -que develarían que sustancia era- nunca fueron dados a conocer. Montada sobre ese silencio, la leyenda comenzó a circular. «Todas las semanas -resume un habitante de la zona, narrador de esta y otras creencias populares- una avioneta pasa por acá y en un descampado de allá al fondo tira los paquetes de cocaína que la policía recoge. Aquella vez se les cayó antes, y el paquete se les hizo mierda. Era pura mandanga».
Nunca comprobada, la versión que esgrimen los vecinos tiene sin embargo la virtud de demostrar hasta que punto la relación entre narcotráfico y policía está instalada en el imaginario colectivo. Razones sobran. En el barrio de Villa Fiorito, el caso que nos ocupa, la policía mantiene desde hace varios años un modus operandi de corrupción, torturas y gatillo fácil, con un grado de impunidad tal que ha logrado naturalizarse al punto de que nada, ni siquiera la muerte, parece sorprender.
O luchamos, o morimos
El 14 de Diciembre del 2002, Jorge «Chaco» González caminaba por Villa Fiorito. En una esquina lo paró un Falcon de color verde, de esos cuyas patentes son apenas un artilugio de la imaginación policial. Encabezaba la partida Isidoro Segundo Concha, jefe de calle de la Comisaría 5ta, y lo acompañaba el sargento Ramón Quevedo. «Averiguación de antecedentes» le dijeron a Chaco, y para averiguar cuales tenía lo tiraron al piso, lo esposaron y se divirtieron un rato pateándole las costillas y la cabeza.
Cartonera, criadora de perros, tejedora y piquetera a veces, Ramona es una madre industriosa, de esas que inventa lo que sea para darle de comer a sus hijos y hacerlos sentir bien. Esa tarde de Diciembre estaba clasificando cartón en su casa cuando la llamaron por teléfono. Una voz marcial le dijo que «su hijo está demorado en la comisaría». Pocos minutos después, en la seccional policial, la atendió el oficial inspector Julio Gómez. En tono conciliador, le indicó cómo solucionar la situación:
-Mire señora, arreglamos por dos mil pesos y lo largamos. La otra opción es armar una causa por robo calificado y mandarlo a Tribunales.
-¿Y de dónde saco yo tanta plata, si apenas gano 150 pesos?
-Fíjese si tiene algún pariente, o alguien que le preste.
Dos días tardó Ramona en juntar todo el dinero, endeudándose para pagar el rescate. Cuando logró reunir parte del rescate exigido, los policias agregaron otro pedido: un cachorro de maltés que la mujer estaba criando como parte de un emprendimiento familiar. Mientras tanto, su hijo seguiría sufriendo las torturas de rutina; la bolsita en la cabeza, las patadas, la goma.
Con el dinero y el perro en manos de la policía, el 14 de Diciembre del 2002 a las 23 horas, Chaco fue liberado. No le hicieron ninguna revisación médica; apenas un vistazo para comprobar que estaba entero y que podía caminar. Pero el joven tenía tuberculosis y HIV. Cuando salió de la comisaría comenzó a orinar sangre: la tortura lo había roto por dentro y una infección amenazaba con extenderse. El 24 de Diciembre fue internado de urgencia, y dos semanas después murió en el hospital Durán, donde los médicos descubrieron que tenía hematomas en la base de los pulmones y otras señales de golpes.
Luego de la muerte, el policía Isidoro Segundo Concha estuvo detenido dos semanas. Al salir en libertad, fue declarado prescindible el 28 de Junio del 2004 , pero todavía parece no haberse enterado. «Todos los días lo veo -explica Ramona- porque anda segureando por la estación».
‘Segureando’ significa, en la jerga de Villa Fiorito, trabajar de custodio en los ratos libres. Concha tiene varios de esos ratos ahora, y -con uniforme a veces- aprovecha para cuidar negocios a dos cuadras de la comisaría donde revistó hasta hace poco. En la misma situación está su compañero Ramón Quevedo, acusado de cómplice del asesinato. En su caso, todos las mañanas un patrullero lo deja en la puerta de su casa de Banfield, en la calle Voltaire.
Después de la muerte de su hijo, Ramona escribió con tinta roja un cartel rezando que «cuando nos matan un ser querido, o luchamos o morimos». En ese camino, fue aprendiendo que antes y después de los asesinos de su hijo, la historia se siguió repitiendo como una maldición difícil de conjurar.
La historia de nunca acabar
Si bien en Villa Fiorito no sufrió nunca un ataque con armas químicas, la fisonomía barrial es propia de una postguerra. La frontera pegada al Riachuelo es recorrida por una ristra de fábricas muertas. Demolidas por la mano del hombre algunas, carcomidas por el paso del tiempo y el abandono otras, cuando cae el sol se ven rodeadas por pequeñas fogatas donde se quema basura. Con suerte, algunas se convirtieron en depósitos de cartón, que por las tardes se llenan cirujas presurosos a vender lo poco que juntaron en el día.
Ya en el barrio, al adentrarse un poco en el paisaje de calles que olvidaron el asfalto o nunca lo conocieron, los ranchos de madera vieja se mezclan con las casas a medio terminar, cloacas al aire libre y negocios de vidrieras raquíticas, memoria también de una clase media que alguna vez soñó con ser..
Sobre una de las avenidas, una mujer barre la vereda sin ganas, como para pasar el rato. No hace falta más que pararse a conversar un poco para que nos cuente la historia de su hijo. «A mi pibe lo agarraron borracho -dice- y lo acusaron de robo agravado. En la comisaría me pidieron 2000 pesos para sacarlo, igual que a Ramona, pero yo no tengo nada. ‘Venda la casa, señora’, me dijeron, pero no quise porque mi hijo no hizo nada y esto es lo único que tenemos. No se si hice bien: hace un año y dos meses que está preso, y adentro se está muy mal, él aprendió a comer cucarachas para sobrevivir».
En las esquinas, lo jóvenes adormecen el tiempo con cerveza, vino en caja o algún porro. Las historias allí circulan de mano en mano, con desgano, porque de tan repetidas se parecen ya no interesar a nadie. Allí, el «salvarse» consiste en conseguir un trabajo mal pago, el equivalente a lo que en otra época sería robar un banco o sacar la lotería. Uno de ellos, ocasional ladrón de 16 años, cuenta:
«Veníamos en una bicicleta con otro pibe. Yo tenía una 32 que me habían prestado. Estaba nuevita. Segundo Concha nos cruzó en su falcon verde. Nos corrió y cuando doblamos en una esquina nos encerró con el coche. Nos esposó mano con mano, cargó la bici atrás y nos subió al coche. A la media cuadra paró, le sacó las balas al fierro y lo gatilló para ver si andaba. Dijo ‘yo quiero el fierro, no los voy a llevar presos’. Nos empezó a ‘hacer la psicológica’ y nos dijo que a la tarde quería 200 pesos y que si no ya sabíamos en la que nos metíamos».
Nunca le pagaron, dicen, porque «si robás para ellos no despegás más, te convertís en un ‘gato de la gorra’ y casi seguro que terminás muerto».
Alias el Oso
Los más viejos recuerdan que fue el antecesor de Segundo Concha en la jefatura de calle de la comisaría 5ta.. Ellos dicen que su sombrenombre es «El Oso», un duro con prácticas similares a sus herederos azules. Para los más jóvenes, en cambio, no tiene otra identificación que su apellido: Peloso. Vive desde siempre en Villa Fiorito, y no se le conoce profesión cierta luego de retirarse de la policía. Sus vecinos -y hasta algunos de sus ex colegas- insisten que pocos meses atrás estuvo preso por narcotráfico, junto a Víctor, un dealer de la zona, pero que desde la comisaría «lo hicieron zafar enseguida, y no dejaron ni rastros».
El 18 de Febrero de 2003, el joven J. recibió una bala por la espalda, que se le incrustó en el glúteo. Mientras su madre reclamaba en la comisaría porque su hijo «no había hecho nada para que le disparen» vio a entrar a Peloso, el autor del disparo. «Yo soy el mata guachos», se presentó, «pero con tu hijo me equivoqué, lo confundí con ‘barzolita’. A ese es al que estoy buscando».
‘Barzolita’ era Matías Barzola, de 16 años. «Un buen pibe, sin ningún vicio», recuerdan ahora sus amigos. Algunos de ellos también rememoran una corrida, en la que Matías -que era un buen jugador de fútbol- le sacó dos cuadras a un Peloso pasado en kilos. Desde entonces, suponen todos, el antiguo policía escribió la sentencia muerte en la punta de una de las balas de su pistola.
El 3 de Junio de 2003 se cumplió la amenaza. Matías caminaba junto a un amigo por la calle. Una bala le atravesó la cabeza, y murió en forma instantánea. Según la autopsia, la bala fue disparada de atrás hacia adelante y de arriba hacia abajo. Por el ángulo que lleva, sostiene Mariano Perel, uno de los investigadores de la causa, «Matías estaba tirado en el piso o como mínimo arrodillado, no hay otra posibilidad».
Al principio, nadie quería hablar lo que había pasado. «Yo vi todo -explicó uno de los principales testigos- pero si digo quién fue, me queman el rancho, porque es gente muy pesada». Con el tiempo, el miedo se fue disipando, y en privado, los testigos pronunciaron el nombre de Peloso como seguro matador.
En Agosto de 2004, Peloso volvió a actuar. Un grupo de jóvenes intentaba asaltar a un sodero. El ex policía vio la situación y, sin preguntar ni decir nada, comenzó a disparar. En la huída, uno de los jóvenes fue herido en una pierna y logró huir, pero su compañero cayó muerto con siete balas en la espalda. Con 18 años, en el barrio lo conocían como Calo. Nadie reclamó por su muerte. Ese día, un familiar de Matías Barzola que se había enterado de la situación, corrió hasta el lugar de los hechos para ver qué pasaba. Volvió llorando. «Me dio mucha bronca -dijo- ver como todos los policías lo abrazaban a Peloso como si fuera un héroe».
El nuevo rey
Villa Fiorito es un barrio de territorios difusos, disputados por adolescentes cuyo futuro es apenas una esperanza de sobrevida. Las historias de tiroteos ocupan largas horas de charla, e incluso algunos se grabaron en la memoria colectiva como escenas de una guerra civil. Una disputa entre las bandas «Los Carlos» y «Los García», por ejemplo, ocuparon la atención de todo el barrio durante mucho más que los dos días que duró la balacera. Una masacre, donde incluso «algunos colectivos cambiaron el recorrido para no quedar en el fuego cruzado». Solamente a «los Carlos» -dedicados al robo en pequeña y mediana escala- se les adjudican alrededor de 20 asesinatos.
La policía de la zona parece acomodarse a esa lógica, no ya como ‘ente regulador del delito’, sino como activos participantes y administradores gerentes de estas cotidianas sangrías. Entre ellos hoy se destaca Osvaldo Garabati, alias «El Pelado», sucesor de Segundo Concha y Peloso en la jefatura de calle de la 5ta. Garabati recorre todos los rincones del barrio con una itaka en la mano y su arma reglamentaria en la otra. Quienes lo conocen de cerca lo describen como un «tipo de andar canchero, un pesado que se adorna siempre con varias cadenitas y un reloj de oro. Está todo el tiempo muy acelerado, como si se drogara mucho». Se suele movilizar en su coche particular, un Polo Verde, cuya patente CVL 950, es la misma que solía tener en su camioneta 4×4 un dirigente barrial del partido radical.
«Es sorprendente cómo conoce -señala la fuente que trabajó cerca de él- hasta al último pibe del barrio. Sabe sus nombres y apodos, quienes son sus padres, si tienen antecedentes o si tienen algunos hermanos presos». Para muchos vecinos, su manejo del territorio tiene origen, principalmente, en una historia de amor con la ex-mujer del jefe de una de las bandas que dominan la zona. También se lo señala como árbitro en la disputa entre las bandas de Los Carlos, y Los García, beneficiando a veces a uno y otras veces a otros, tanto con armas como con zonas liberadas.
Pero como jefe de calle, Garabati también tiene control sobre los negocios de la zona, sean estos legales o ilegales. Desde el quiosquero paupérrimo hasta el dealer de cocaína, desde el vendedor ambulante hasta el ladrón de coches y casas, todos pagan su tributo semanal.
«A mi me cobra 10 pesos por semana» explica una mujer que vende bijouterie en la calle. «Allá en frente -agrega otra- todos los viernes viene El Pelado a cobrarle la cuota al que vende cocaína». Y los testimonios siguen. «Yo no vendo mucho -explica un comerciante- pero pago 20 pesos todas las semanas». ¿Y si no paga? «O te roban, o te clausuran con cualquier excusa. Si no pagás no podés trabajar».
En la administración policial de la actividad económica, los principales perjudicados, además de la población en general, son los jóvenes delincuentes ocasionales. Verdaderos peones en el trablero del delito, muchos han abandonado las esquinas para refugiarse en las puertas de sus casas. «El tipo negocia con los viejos -cuenta uno de ellos, que todavía luce cicatrices de la última vez que fue torturado- que son los que andan robando bien. A nosotros nos re-verduguea, nos lleva por cualquier cosa y nos revienta a palos. Es bien ‘anti’ con los rastreros, pero tiene montón de negocios por todos lados».
El ‘rastrero’, ladrón de poca monta, fue y será el blanco preferido de Garabati y sus antecesores. Con casi nulas posibilidades de defenderse, poco rentables económicamente, representan el perfil ideal a la hora de mostrar eficiencia y dureza en el accionar policial, engrosando con sangre los ficcionados índices de seguridad.
Un archivo ya pronto serás
En Abril del 2003, un informe de la Secretaría de DD HH del gobierno de la Provincia de Buenos Aires, señaló que las muertes de menores en «supuestos enfrentamientos» con la policía en Lomas de Zamora, es en promedio 250 veces mayor a las ocurridas bajo la órbita de la policía departamental de San Isidro . Durante el 2001, Lomas concentró el 41,17% de los menores oficialmente muertos en manos de la policía, y en el 2002 siguió a la cabeza con el 27.27 %.
El informe, basado en el estudio de diez causas judiciales, señaló que la mitad de ellas se caratulan con el delito que supuestamente cometieron los menores, sin mencionar «la existencia de un homicidio o de una investigación tendiente a averiguar las causales de su muerte». En ninguno de los casos, dice el informe, los policías «son considerados imputados, por lo cuál no son llamados a prestar la declaración prevista». Además, señala que «en 9 de los 10 casos analizados se advierte la inexistencia de un pronunciamiento judicial acerca del accionar de los miembros de las fuerzas de seguridad».
Releer ese trabajo no remite solamente a la complicidad entre la policía y la justicia en lo que los primeros llaman ‘limpieza social’. También hace referencia a una situación estática, que permanece en el tiempo como una confesión de complicidad.
En la Unidad Fiscal de Instrucción Nro 10, en los tribunales de Lomas de Zamora, descansa desde el 13 de Agosto del 2004, una denuncia que señala a Osvaldo Garabati, Carlos Genel y Pablo Gómez como policías de Villa Fiorito que «suelen detener pibes a los que les arman causas si no aceptan robar para ellos». Agrega que en la comisaría 5ta «someten a los familiares que visitan presos a tratos infamantes», y que Garabati «tiene una remisería en Rivadavia y Olazábal en la que se vende cocaína». Termina diciendo que Garabatí estaría «de novio con la hermana de uno de «los García» y que «por eso protege a la banda de estos tres hermanos».
La denuncia fue girada a la fiscalía del Doctor Carlos Hassan por la auditoría de Asuntos Internos de la policía Bonaerense. En tres meses, la causa -que lleva el número 534.732- ha logrado batir un record: se mantiene en una carilla y media. Apenas una hoja, digna de esgrimirse como confesión de la preocupación judicial en este tipo de casos.