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Sobre estrategias malparidas (I)

Escuchemos a Enrique y, de paso, a Nietzsche

Fuentes: Rebelión

En muchos lugares hemos leído, escrito, escuchado o dicho aquella famosa frase hecha de: “Nadie da lo que no tiene” y, en el caso de la mayoría del magisterio mexicano, esto resulta cierto para desgracia de nuestro país.

A lo largo de la historia nacional (excluyendo el periodo prehispánico, no por ser una era dorada, sino por el hecho de la naturaleza mestiza de nuestra realidad), la tarea de educar no siempre la han llevado a cabo los mejores. En varias etapas se ha echado mano de personas que no tienen ni la vocación ni el conocimiento para hacerse cargo de esta actividad. Como medida de emergencia… como remedio extraordinario, dicha táctica no tiene mucho de criticable, pues “a grandes males, grandes remedios”; sin embargo, cuando hablamos de la supuesta solidez y seriedad de un sistema educativo como el que nuestras autoridades educativas presumen cada vez que abren la boca, la cuestión se torna de colores no muy agradables.

Cuando se habla de mejorar la educación, no son pocos los que voltean la mirada hacia los profesores y no se equivocan (al menos en lo que a ese componente se refiere). Afortunadamente (o desafortunadamente, ya no sé), vivimos en un país donde dicha profesión está regulada y requiere de un “papelito” para poder ser ejercida; sin embargo, en muchos episodios de esta película llamada “México” se ha tenido necesidad de incluir a personas no formadas en esta área. Es decir, hemos tenido maestros-maestros y maestros-no maestros. Esto ha llevado el debate a la arena del recelo y el menosprecio de los formados en la docencia contra los profesionistas y viceversa. Los docentes señalan que los no-docentes no “saben dar clases”, mientras que los no-docentes imprecan a los profesores su falta de compromiso y el poner sus intereses gremiales por encima del derecho a la educación. Ambas posturas tienen algo de razón, pero la discusión debe trasladarse a otras trincheras: la vocación, el dominio de contenidos y la habilidad para la transmisión de saberes (y no, no estoy hablando de ningún paradigma educativo, sino de aptitudes y actitudes para desempeñar una labor).

En cuanto al primer aspecto, basta con señalar que al frente de muchas aulas hay personas que no “nacieron” para ser maestros, que no sienten la pasión que debe despertar esa tarea (sin importar si estudiaron para ello o no). Muchos de estos personajes llegaron a ese lugar porque no había otra cosa qué hacer, porque estaban esperando el llamado de un mejor trabajo, porque su papá-mamá-padrino-tío-compadre-abuelo-madrina ya les tenía asegurados la plaza y todos los beneficios que ello implicaba, o por azares del destino (y sí, les hablo a todos esos vividores del sistema educativo que no aportan nada al mismo y se llenan los bolsillos con dinero público). Este “amor” por lo que se hace está ligado con el “saber” sobre las materias en lo particular; es decir, lo que se enseña.

En cuanto al dominio de contenidos (que académicamente es lo más importante) hay mucho que decir; sin embargo, todo se resume en lo siguiente: de poco sirve el “cómo” si no se tiene claro el “qué”, máxime cuando el aprendizaje se va especializando conforme se avanza de un grado a otro y, sobre todo, cuando las áreas del saber no son monolitos apartados unos de otros, sino hilos que conforman esa red que llamamos conocimiento: ya no basta saber exclusivamente sobre la materia; es necesario relacionar la misma con las demás y con aspectos no formales de la vida cotidiana de los alumnos. Si a eso le sumamos el avance o las nuevas perspectivas dentro de cada disciplina, así como el rechazo por la verdadera capacitación en esta área por parte del profesorado (no hablo de la impuesta por las autoridades, pues la mayoría de las veces ésta se cumple solo firmando la lista de asistencia al inicio de cada sesión o se ve como un requisito para obtener una prebenda), tenemos como resultado un atraso abismal en el elemento disciplinar, hecho que deriva en la transmisión de mitos o de datos obsoletos dentro de las escuelas.

Y, finalmente, llegamos a la habilidad para transmitir conocimientos. Como lo señalé, con ello no me refiero a la desgastante lucha entre paradigmas educativos, sino a la disposición personal que se debe tener como maestro, lo cual implica el dominio de un método didáctico propio y la personalidad del docente.

A los defensores románticos de pacotilla de la educación les encanta hacer apología del “método” educativo, el cual ven como receta o fórmula mágica para tener éxito y como reliquia exclusiva de los iniciados como “maestros”. Ello obliga a centrarse en el “cómo” y olvidarse del “qué”. El resultado son cientos y cientos de actividades, dinámicas y estrategias que se concentran en la forma y olvidan el fondo. De ahí que se escuche a muchos estudiantes decir: “Sí, estuvo bien padre la clase, pero no aprendí nada” o que se presuman “planeaciones” o “planes de trabajo” bien hechos, que al contrastarse con lo que sucede día a día en el salón de clases dejan mucho que desear.

En cuanto a la personalidad, todo apunta a lo siguiente: los alumnos, con sus defectos y virtudes, son capaces de identificar al profesor que ama su labor (que tiene vocación), que sabe de lo que habla (domina contenidos) y que sabe lo que hace (tiene la habilidad para ser maestro); es decir, saben identificar a los docentes congruentes.

Como se desprende de las líneas anteriores, los maestros para serlo deben tener vocación, dominar los contenidos de su materia y poseer la habilidad para transmitir saberes. Enrique C. Rébsamen lo tenía claro: 1) los métodos solo valían si el maestro tenía habilidad para usarlos 2) el buen maestro tenía su propio método y 3) la personalidad es el elemento de mayor importancia para transmitir saberes. Todo lo sintetiza en esta idea: “… el que no es maestro aunque tuviera a su disposición los mejores métodos…».

Ya hemos explicado qué es ser maestro y quien no esté dispuesto a serlo bajo esos términos, lo invito –como Nietzsche– a dejar en paz las cuestiones pedagógicas. Si con ello el auditorio se queda casi vacío, que así sea. Solo de esta manera podremos reconstruir lo que los lerdos se han empeñado en destruir.