Ni siquiera el gobierno puede negar el deterioro socioeconómico. Tras un 2017 que todavía permitía imaginar alguna recuperación, hoy todas, absolutamente todas las variables se alinean en contra: crecimiento (cayó 6,7 por ciento en junio), desempleo (pasó de 7,2 a fin del año pasado a 9,1 en la última medición), salario real (se estima un […]
Ni siquiera el gobierno puede negar el deterioro socioeconómico. Tras un 2017 que todavía permitía imaginar alguna recuperación, hoy todas, absolutamente todas las variables se alinean en contra: crecimiento (cayó 6,7 por ciento en junio), desempleo (pasó de 7,2 a fin del año pasado a 9,1 en la última medición), salario real (se estima un deterioro de entre 3 y 10 por ciento este año), actividad industrial (disminuyó 7,5 en junio, profundizando el desplome), inflación (se calcula entre 35 y 40 por ciento hasta fin de año) y pobreza (volvió a aumentar) (1). Sin embargo, a pesar de un declive que el discurso macrista ya ni intenta disimular, los niveles de conflicto social se mantienen, para los parámetros históricos argentinos, relativamente bajos. Todos los días se organizan protestas, movilizaciones y cortes de calles, pero asumen la forma de reclamos sectoriales que no logran articularse en un movimiento de contestación más amplio. Bajo este curioso estado de cosas, hasta ahora el gobierno luce más preocupado por el déficit fiscal que por la protesta social.
Los motivos que explican esta situación, clave para entender la coyuntura política actual, son múltiples. El primero es el costado positivo de la herencia económica del kirchnerismo. En Los tres kirchnerismos (2), Matías Kulfas divide los doce años de gobierno K en tres períodos claramente diferenciados: el primer kirchnerismo, que se corresponde más o menos con el gobierno de Néstor, caracterizado por una mejora de todos los indicadores; el segundo (Cristina I), que sintió el impacto de la crisis financiera global pero que todavía contaba con margen para, mediante una enérgica acción anti-cíclica, sostener el crecimiento y la redistribución, y el tercero (Cristina II), durante el cual todas las variables empeoraron salvo dos: empleo, que se mantuvo estancado pero no explotó, y deuda, que siguió disminuyendo en relación al PBI. Fueron justamente estas dos dimensiones -un desempleo controlado y un enorme espacio para financiarse- las que le permitieron al macrismo desplegar su programa de ajuste morigerando los costos sociales.
El segundo motivo es territorial. El orgullo zonzo que predica que Argentina tiene todos los climas encierra sin embargo una verdad, la de la enorme heterogeneidad regional y productiva de nuestro país. Así, en el marco de una recesión general, con caídas especialmente graves en los conurbanos más dependientes de la actividad industrial, ciertas zonas, y unas pocas actividades, logran mantenerse a flote: la zona núcleo está comenzando a superar la sequía y, empujada por la devaluación y la decisión oficial de mantener la baja de retenciones, recuperará su dinamismo en los últimos meses del año, con proyecciones optimistas para el 2019. Un escalón más abajo, algunas provincias evitan el bajón nacional gracias al auge de la minería (San Juan muestra índices positivos de crecimiento desde hace una década), la recuperación del precio de los hidrocarburos (Neuquén vive un boom de la construcción, el comercio y los servicios asociado a Vaca Muerta) y el despegue de algunos cultivos regionales (arándanos y limones en Tucumán).
Por supuesto, se trata de excepciones, de provincias -y a veces menos que eso: ciertas zonas dentro de una provincia– asociadas a ramas de producción cuyo crecimiento se explica por motivos exógenos, como el clima, el precio de la soja o los oscuros designios de la OPEP: aunque no alcanzan a compensar el deterioro general, sí explican por qué el malestar con el gobierno no se expande del mismo modo en todo el territorio.
Si la primera explicación descansa en la herencia y la segunda en el territorio, la tercera es de clase: como señalamos en otra oportunidad, el gobierno de Macri, escarmentado de la experiencia menemista, decidió sostener las amplias políticas sociales creadas por el kirchnerismo. Más allá del desmantelamiento de algunos programas y la pérdida de poder adquisitivo, al cierre de este editorial la ANSES pagaba todos los meses 8,4 millones de jubilaciones, 5,1 millones de asignaciones familiares y 3 millones de AUH. Al mismo tiempo, la alianza táctica con los movimientos sociales –aquellos que, en palabras de Juan Grabois, tienen como una única mercancía para vender la «paz social»– le provee antenas con los sectores más desprotegidos, un sistema de alerta temprana que hasta ahora viene funcionando, todo lo cual garantiza una relativa calma en los barrios más castigados por la inflación, la recesión y el freno de las changas.
En cuanto a la clase media, el macrismo ya no parece capaz de asegurar su principal demanda histórica, la misma que le permitió ganar las elecciones del año pasado: un dólar barato que satisfaga las necesidades de viajes, bienes importados y ahorro. Todavía no está claro si podrá neutralizar esta pérdida material concreta agitando el sonajero abstracto de la temida restauración kirchnerista, bolsos y cuadernos incluidos: si el primer arrepentido produjo una conmoción y el segundo un shock, el décimo corre el riesgo de terminar saturando. En todo caso, las encuestas confirman que el «affaire Gloria» no modificó sustantivamente las preferencias electorales, que se mantienen tan congeladas como la economía (3).
El último motivo que da cuenta de la relativa calma social es político. Frente a un gobierno declinante pero en pie, el peronismo sigue disperso. La perspectiva de una unificación de todas sus facciones en un solo espacio –la idea de una gran PASO– parece cada vez más lejana, y todo sugiere que terminará dividido entre el kirchnerismo y una o dos variantes del peronismo federal-massista. Esta persistente fractura opositora dificulta aun más las posibilidades de articular políticamente el malestar social que produce la economía macrista, limita las chances de canalizarlo institucionalmente, y empuja a una parte de la sociedad a una posición de desencanto que podría derivar en la búsqueda de figuras extra-políticas: la hipótesis Tinelli. Mientras tanto, frente a la ausencia de alternativas reales, los argentinos parecen dispuestos a estirar al máximo su paciencia, en una especie de «administración de la desilusión» que le permite al gobierno ganar justamente lo que más necesita: tiempo.
Volvamos al comienzo. El panorama actual, con cierre de empresas y comercios, aumento de la demanda en comedores y merenderos populares, creciente precarización laboral y una clase media asfixiada por los tarifazos y la pérdida de poder adquisitivo, es negro. Pero la profundización de la recesión económica y el deterioro social no se han traducido en niveles de conflictividad que pongan en riesgo la gobernabilidad; ni siquiera han sido suficientes para forzar a Macri a un cambio de rumbo político, por ejemplo mediante un recambio del gabinete que incluya a un sector del peronismo para ampliar la base de sustentación política y asegurar la gobernabilidad hasta las elecciones. Es más: las encuestas confirman que, aunque por supuesto perdió popularidad, la imagen del gobierno, y la del propio presidente, todavía se mantienen en niveles razonables (4). Macri está haciendo casi todo mal pero no es -todavía– Michel Temer.
Concluyamos entonces con un comentario general sobre crisis y estallidos. Como explicó en el Dipló Alejandro Grimson (5), los criterios objetivos para definir una crisis económica (tanta inflación, tanta recesión), social (tanto desempleo, tanta pobreza) y política (tanta legitimidad) deben combinarse con una mirada más cultural, que dé cuenta de la percepción social de lo que está ocurriendo. Niveles de inflación que en Alemania se considerarían una catástrofe pueden resultar normales en un país como el nuestro. La caída de un presidente puede ser leída como un trauma gravísimo o como parte del juego normal de una democracia vibrante. ¿Cuándo una sociedad percibe la crisis? ¿Cuándo comienza a interpretar su realidad cotidiana en términos de crisis? Con tres antecedentes dramáticos en menos de 35 años (la crisis de la deuda del final de la dictadura, la híper del 89 y el 2001), la sociedad argentina guarda amplias reservas de tolerancia, como si estuviera dispuesta a elevar el umbral a partir del cual finalmente decide que ha llegado la crisis.
El fantasma de una hecatombe, sin embargo, nunca está conjurado del todo. Contra lo que suele pensarse, las crisis no necesariamente son resultado de la decisión deliberada y consciente de los actores; pueden desencadenarse por una serie de errores de cálculo, problemas de comunicación, tácticas equivocadas. No hace falta que nadie desee una crisis para que ésta finalmente explote con su potencial disgregador y destructivo. Como los traumas fundantes de las películas de terror hollywoodenses, permanecen agazapadas, a la espera del momento oportuno: sé lo que hicieron el diciembre pasado. Las crisis se cocinan silenciosamente hasta que de golpe estallan.
Notas:
1. Fuentes: crecimiento: estimador mensual de actividad del Indec; desempleo: Indec; salario real: cálculos de CIFRA-CTA; actividad industrial: Indec; inflación: estimaciones de Ecolatina; pobreza: pronóstico del Observatorio de la Deuda Social de la UCA.
2. Siglo XXI Editores, 2017.
3. «Para los encuestadores, los cuadernos tendrán un impacto electoral limitado«, La Nación, 13-8-18.
4. 32,8 por ciento de imagen buena y muy buena según la consultora Synopsis; 35,9 según Ricardo Rouvier y Asociados; 38 por ciento según Poliarquía.
5. «La cultura de la crisis», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 228, junio de 2018.