Las elecciones de 2015, si las encuestas se confirman, serán una interna abierta del centroderecha, donde algunos pondrán la lupa para ver quién es «más progresista» dentro de ese trío (Massa-Scioli-Macri) que, como recordó con agudeza sociológica Zulemita Menem, proviene de la «formación de papá». Pero, ¿por qué todos terminamos en esa situación después de […]
Las elecciones de 2015, si las encuestas se confirman, serán una interna abierta del centroderecha, donde algunos pondrán la lupa para ver quién es «más progresista» dentro de ese trío (Massa-Scioli-Macri) que, como recordó con agudeza sociológica Zulemita Menem, proviene de la «formación de papá». Pero, ¿por qué todos terminamos en esa situación después de la «década ganada», donde predominó un discurso posneoliberal?
Una hipótesis es que estamos viviendo un «fin de ciclo», pero no el del remanido ciclo kirchnerista sino del ciclo político -e ideológico- abierto en 2001 con el breve pero potente romance entre piquetes y cacerolas, las asambleas barriales y el Que se vayan todos como síntesis de la demanda de renovación de la política. Una situación que, pese a su productividad, el kirchnerismo siempre leyó a partir de su sola cara negativa, como pura crisis y descomposición social.
Posiblemente sea Relatos Salvajes la película que sintetiza este fin de ciclo. Quizás no por la intención de su director Damián Szifron, que seguramente fue más bien comercial, sino por la recepción que tuvo -en algún sentido desproporcionada, menos por la cantidad de público que por el entusiasmo con sus escenas-. Sin duda, el film parece haber tocado una tecla sensible por estos tiempos y fue leído en gran medida en clave libertarian, como en Estados Unidos denominan a las corrientes anarcocapitalistas que quieren abolir las funciones del Estado y odian pagar impuestos. Es la escena de Darín la que da la personalidad a la película. Y, al menos en el cine donde yo la vi (el Lorca, un cine medio pelo), y me contaron que en otros ocurrió lo mismo, el público aplaudió con ganas cuando un tuitero le recomienda a «Bombita» volar la AFIP. Poco antes, el ingeniero tuvo la precisión de poner un coche bomba en la empresa de grúas de la Ciudad sin lastimar a nadie, para así cerrar el círculo y conseguir que las clases medias bienpensantes pudieran aplaudir esa escena sin mancharse las manos (o más bien la conciencia) de sangre. Un atentado postmoderno, diría Slavoj Zizek, que podría compararlo con sus reflexiones sobre el café descafeinado, la cerveza sin alcohol, o «las guerras sin muertos» del siglo XXI (acá sería un terrorismo sin sangre, no como los del Estado Islámico, convertido en la nueva barbarie).
Es obvio que una cosa es criticar el impuesto a las ganancias y otra querer volar la AFIP. Pero el problema es que en la Argentina las clases medias cada vez están más desenganchadas -al menos todo lo que pueden, material y psicológicamente- de los servicios públicos estatales. Es decir, del pacto impositivo (aunque sea un oxímoron). Eso es claro en la salud con el predominio de las prepagas pero también en la educación, especialmente primaria y secundaria. El kirchnerismo no revirtió esta tendencia. Por ejemplo, en lugar de mejorar el transporte público, apostó al núcleo de la fantasía liberal-clasemediera: el auto propio cero kilómetro.
Pero el mencionado fin del ciclo de 2001 es compatible, como se ve por estos días (con Berni, la nueva ley petrolera, etc.) con la propia continuidad del actual gobierno. El kirchnerismo fue, en gran medida, un resultado «impuro» de ese acontecimiento que fue 2001. Impuro porque implicó el transformismo de gran parte del peronismo -en muchos casos una conversión con escasa fe al progresismo, es decir, mientras diera votos- y porque habilitó en parte la agenda de 2001 al mismo tiempo que clausuró la renovación política que esa agenda contenía. Ello contrasta con países donde la crisis del neoliberalismo habilitó nuevas fuerzas políticas y recambios de elites (con sus luces y sombras también).
Si desde 2008 la izquierda kirchnerista justificaba su adhesión al proyecto señalando que pese a sus ambivalencias el kirchnerismo siempre «sorprendía por izquierda» (125, ley de medios, nacionalizaciones de AFJP o YPF), eso dejó de ocurrir, y ahora sorprende por derecha. El problema es que, como siempre, el transformismo peronista puede ir en una dirección o en otra, y allí tenemos al Teniente coronel Berni con sus apelaciones a la xenofobia. Es posible, casi seguro, que no sean muchos los extranjeros deportados, que los narcos sigan entrando fácilmente al país (donde la policía y diversos estratos de la política se dedican a administrar y usufructuar del delito). Pero donde reside su contenido reaccionario es en la expansión de un discurso -un léxico y un sentido común, como el del «país infectado de delincuentes extranjeros»- que no tiene nada que envidiar al del Frente Nacional francés. Es precisamente en esas tramas de retazos de discursos e imágenes tan simplonas como eficaces donde se recomponen las derechas (más que en grandes relatos). Por ejemplo, en Francia, el escritor Renaud Camus -que combina adhesión a la ultraderecha y su identidad abiertamente gay sin encontrar problemas en ello- difundió con mucho éxito la expresión «Grand Remplacement«, en referencia a un supuesto «gran reemplazo» poblacional en favor de los inmigrantes, que implicaría un «cambio de pueblo y de civilización».
No es casual, volviendo al comienzo, que las elecciones de 2015 aparezcan como una segunda interna abierta, después de la primera en las PASO, del centroderecha argentino. Ello en un marco donde el centroizquierda parece tan carente de ideas como de audacia política -además de tener en su seno a figuras como Carrió, que hace tiempo que operan en favor de la «gran coalición» con el macrismo-. El socialismo, por su parte, sigue lejos de construir una identidad propia que lo diferencie de la UCR, a lo que no ayuda una crisis discursiva y moral de la socialdemocracia a escala europea y global (por eso, las nuevas derechas hoy dicen que son… socialdemócratas).
Quizás, aprovechando todo esto, la izquierda crezca un poco más. Pero la izquierda trotskista enfrenta un problema que asume sólo de manera parcial: su crecimiento en votos (y en los sindicatos y las universidades) no tiene como correlato una radicalización política de la sociedad. De hecho, la radicalidad de los partidos del FIT se confunde a menudo con «reivindicativismo», incluyendo la forma casi mítica con que se recubre a la repetida consigna de la huelga general (cargada de resonancias sorelianas). De ahí la dificultad que sus candidatos encuentran cuando son interrogados acerca de qué socialismo quieren. Habrá que ver cómo procesan ese «desajuste» entre sus propios imaginarios y los de sus votantes. Lo cierto es que resulta dudoso que para tal tarea sirva el Programa de Transición de León Trotsky, que implicaba un horizonte socialista que hoy no está disponible.
Pero si la izquierda radical gana votos sin radicalización social, varios de las nuevas creaciones de la izquierda independiente corren el riesgo -como Marea Popular o Patria Grande- de ser populistas sin pueblo, es decir, sin votos.
En este escenario que lo coloca como uno de los favoritos, Scioli ya comenzó a armarse una «agenda progresista». Visitó a Tabaré Vázquez en Uruguay, fue invitado al Foro de partidos progresistas que se desarrollará en noviembre en Chile y sin duda se pondrá el traje del post-kirchnerismo posible y despolarizado, al tiempo que procurará reforzar al peronismo… un traje de centroderecha progresista (que no será la primera mi última contradicción creativa de la política argentina).
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