La llamada etapa de «sintonía fina» con que la Presidenta argentina viene encarando los primeros pasos de su segundo período, contiene un conjunto de medidas económicas que, una vez conocidas, en ningún caso podrían adjetivarse como finura, suavidad o delicadeza. Antes bien, parece un abrupto corrimiento en el dial que hasta el momento sólo ha […]
La llamada etapa de «sintonía fina» con que la Presidenta argentina viene encarando los primeros pasos de su segundo período, contiene un conjunto de medidas económicas que, una vez conocidas, en ningún caso podrían adjetivarse como finura, suavidad o delicadeza. Antes bien, parece un abrupto corrimiento en el dial que hasta el momento sólo ha encontrado ruido de estática, sin capacidad alguna de recepción efectiva. En una perspectiva de conjunto, todos los pasos dados hasta aquí indican una clara dirección que consiste en recortar el gasto público mediante verdaderos hachazos, con el propósito de alcanzar un superávit que permita afrontar los vencimientos de la deuda externa del año en curso. Es una suerte de versión argentina de la «motosierra» de Lacalle con consecuencias sociales internas y también en el frente externo, lesionando de este modo pequeñas conquistas de integración regional como el Mercosur.
En un editorial de fin del año pasado («El banquete subsidiario argentino» del domingo 18 de marzo de 2011) aludí al eslogan de la sintonía centrándome principalmente en la críptica dinámica política del kirchnerismo, con su consecuente ausencia de perspectivas, programas y debates. Por entonces, la significación precisa de la «sintonía fina» resultaba incognoscible aunque la cuestión subsidiaria comenzara a insinuarse y las inestabilidades del mercado cambiario anunciaran una incipiente fuga de capitales. También aproveché para realizar una propuesta puntual (apropiable por cualquier gobierno progresista) respecto a la redistribución y financiación del costo de los servicios, con especial énfasis en aquellos domiciliarios por ser de más fácil e inmediata discriminación que en el caso de los transportes, aunque una política activa al respecto resultara indispensable. La tragedia ferroviaria de la estación de «Once», visibilizó aún más la ineficiencia del gasto público y el descontrol de la utilización de los subsidios a las empresas privatizadas.
¿Ha llegado entonces a la orilla occidental del Río de la Plata la crisis internacional? ¿Se trata de un cambio decisivo en las principales variables económicas que obligan a un ajuste interno al estilo de los más acuciados países europeos y a la reducción drástica de las exportaciones? ¿Es la consecuencia de una falla de cálculo y planificación de la economía? Mi respuesta a todos estos interrogantes es negativa y reafirma de forma ampliada la hipótesis planteada en aquel editorial: es el producto de una estafa electoralista basada en el carácter fiduciario y marketinero de la arquitectura política burguesa en general y de su descaro en la versión argentina en particular. Ninguna de las medidas estaba prevista en programa alguno y, en consecuencia, eran totalmente desconocidas por la ciudadanía electora. Ninguna de las acciones posibles sobre aspectos de la vida económica y social que hoy están fuertemente afectadas fue puesta en debate. Algo que en esencia resulta sintetizable (aún con las inmensas diferencias de cada caso) en un mero contrato de confianza como el de aquella consigna electoral de Menem de finales de los ’80: «Síganme, no los voy a defraudar». ¿Cambió entonces la política neokeynesiana del kirchnerismo por un retorno a la ortodoxia? Tampoco. Sólo que en los dos últimos años, la economía argentina sufrió desequilibrios significativos que requerían correcciones que por razones de proximidad y afán electoralero se pospusieron para aplicarlos ahora de manera abrupta, improvisada e intempestiva.
Los datos macroeconómicos del 2011 no modifican raigalmente la tendencia de los últimos años y las perspectivas para 2012 no hacen prever tampoco modificaciones graves. El saldo acumulado de la balanza comercial del año pasado se acercó a los 11 mil millones de dólares, cifra nada despreciable. Pero descontado el pago de intereses de deuda externa y la remisión de utilidades por parte de las empresas multinacionales, además de otros flujos de ingreso y egreso de dólares, la cuenta corriente cerró el año con un superávit de tan sólo 1.500 millones de dólares. Peor aún fue la resultante del saldo de entrada y salida de divisas ya que se aceleró la salida de capitales, que alcanzó unos 20 mil millones de dólares, con consecuente presión devaluatoria, aunque, contrariamente, el peso se revaluó ya que la intervención del Banco Central modificó el tipo de cambio en un 6,7% para una economía con inflación superior al 20%, cosa que le hizo perder reservas internacionales por casi 8 mil millones de dólares.
Como el presupuesto 2012 presagia una reducción del saldo comercial positivo (8.500 millones de dólares para este período) y se prevé dar continuidad a la correcta política de desendeudamiento con los organismos internacionales de crédito (aunque también está previsto el pago de 6.800 millones al sector privado) la perspectiva es deficitaria, tanto más cuanto persista la fuga de capitales en moneda extranjera. Por tal razón, a muy grandes rasgos, el paquete de medidas económicas se basa en:
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La eliminación de subsidios a los servicios domiciliarios (agua, gas y luz), aunque con permanencia de la estructura privada de producción de los servicios y ausencia de control estatal de su funcionamiento y eficiencia. Las tarifas triplicarán su valor de manera directa e inmediata.
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Descentralización y transferencia de los servicios de transporte a las ciudades o provincias, con idéntico descontrol de sus prestadores privados y ausencia total de planificación estratégica en materia de transporte. También con consecuencias de incremento de precios.
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Restricción para la adquisición o transferencia de divisas, que además de a las empresas multinacionales incluyen a los ciudadanos residentes y turistas, con pautas cada vez más prohibitivas.
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Limitación drástica de las importaciones con el consecuente deterioro para los socios del Mercosur y consecuencias para los usuarios y consumidores.
Un caso demostrativo de la improvisación y la urgencia, es el del actual debate por la transferencia del sistema de subterráneos al gobierno de la ciudad de Buenos Aires con su ulterior negativa a aceptarlo. El gobierno nacional, forzado por la necesidad de ajustar gastos y reducir subsidios a su cargo, le transfiere el servicio sin que la ciudad haya reclamado competencias, subrayando de este modo la ausencia de políticas en materia de transporte de la región metropolitana. La respuesta del incompetente Jefe de Gobierno porteño fue un nuevo ajuste que golpeó el bolsillo de los usuarios, casi en su totalidad trabajadores, aumentando la tarifa. Cualquier alternativa de gradualidad, complementariedad e integración entre las diferentes modalidades de transporte, está ausente del debate y de las perspectivas inmediatas.
La política de sustitución de importaciones sigue el mismo curso afectando a actores internos y externos. La desesperada improvisación con la que se ejerce el control de las importaciones, mediante la exigencia del trámite de licencias previas de importación y de la presentación de declaraciones juradas tiene un efecto paralizante en varios sectores de la industria nacional y sobre todo en el mantenimiento de bienes y artefactos cuyos repuestos tienen origen externo. Infinidad de automóviles, electrodomésticos e inclusive bienes de capital se encuentran paralizados a la espera de los repuestos que permitan su reparación. La sustitución de importaciones no es una política que requiera sólo de restricciones sino de una planificación de mediano y largo plazo para que la industria local pueda efectivizar el relevo de los componentes producidos fronteras afuera. Esta política afecta en primer lugar a los propios ciudadanos argentinos.
Pero el mayor problema de esta «salida» es el deterioro del intercambio comercial al interior del Mercosur y el resto de la región. Si ya, aún como mero rejunte mercantil pergeñado originalmente por las derechas neoliberales, el Mercosur ha dado muy escasos pasos tambaleantes, este tipo de políticas unilaterales proteccionistas no hacen más que incrementar su inestabilidad. Resulta verdaderamente sorprendente e indignante que habiendo gobiernos progresistas en la región no puedan darse pasos más firmes. Esta lógica cortoplacista y desesperada, tiene consecuencias negativas para los socios, especialmente los más pequeños como Uruguay y Paraguay, que deben salir a buscar mercados extraregionales con éxito dispar. Utilizar la misma vara política para los ingresos de mercaderías provenientes del Mercosur que del resto del mundo implica desandar drásticamente el difícil camino de integración iniciado. Si aún no se pudo crear una moneda común propia, ni integrar definitivamente a Venezuela, ni dar impulso al Banco del Sur, al menos resulta indispensable dejar al dólar de lado y abrir libremente el comercio exterior en el Mercosur, haciendo uso exclusivo de las monedas locales.
Si precisamente lo que se pretende es blindar las economías locales respecto al arrastre de la crisis capitalista en el centro, la unión de los rezagados con vistas a su propia sustentabilidad y autonomía es un camino mucho más seguro y factible que los manotazos del encierro en las propias fronteras, sin dejar de prever sus posibles consecuencias ideológicas chauvinistas.
Esta sintonía, de tan grosera, sólo podrá encontrar por azar alguna buena estación.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
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