La «guerra contra la droga», iniciada en diciembre de 2006 por el presidente Felipe Calderón, hundió a México en una grave crisis. Más allá del dramático balance humano (sobre 50 mil homicidios ligados al narcotráfico, 230 mil desplazados que huyen de la violencia, centenares de miles de desapariciones forzadas y decenas de miles de huérfanos, […]
La «guerra contra la droga», iniciada en diciembre de 2006 por el presidente Felipe Calderón, hundió a México en una grave crisis. Más allá del dramático balance humano (sobre 50 mil homicidios ligados al narcotráfico, 230 mil desplazados que huyen de la violencia, centenares de miles de desapariciones forzadas y decenas de miles de huérfanos, de heridos y de familias en duelo), el corazón del sistema político mexicano ha sido tocado : el retroceso de la legalidad y la violación sistemática de los derechos humanos en el contexto de este conflicto armado muestran, de una manera clara, las debilidades y el nivel de corrupción del Estado mismo.
Comprender esta decadencia de las instituciones no es fácil. La explicación a mano, que se impone en general, apunta a la pesada amenaza que el crimen organizado hace recaer sobre el Estado mexicano y las ofensivas concertadas que éste sufre -versión de los hechos retomada y desarrollada por el presidente Calderón en todo el país para justificar el reforzamiento de su estrategia de lucha militar contra los carteles de la droga.
La tesis de un crimen organizado que empuja al Estado a sus últimas trincheras se alimenta también de argumentos ya clásicos: se habla de «territorios controlados» por los carteles, de fuerzas policiales infiltradas por los criminales, de la penetración de los narcotraficantes en los gobiernos locales y federales, de su capacidad económica para corromper y de su capacidad militar para poner en cuestión el monopolio «weberiano» del uso de la fuerza.
¿Estado sitiado o Estado criminal?
La imagen de un Estado mexicano expuesto a los ataques más violentos del crimen organizado ha sido ampliamente retransmitida a nivel internacional. Así, en 2009, un grupo de analistas políticos -estadounidenses en su mayoría- presagiaban que la incapacidad del gobierno para contener el poderío de los carteles muy pronto haría de México un «Estado fallido». Si, según la opinión general, el país no cae (aún) en esta categoría, tales apreciaciones han sido suficientes para despertar el temor de un colapso nacional y de reforzar, por reacción, la línea dura escogida por Felipe Calderón.
Más recientemente, Washington – ardiente promotor de la «guerra contra la droga» – elevó a los carteles al rango de «narcoterroristas» [1], significando con ello que sus actividades amenazan no sólo la seguridad interior de México, sino que también la de los Estados Unidos. En consecuencia, se podrían aplicar las medidas extremas previstas por la doctrina del «contra-terrorismo» elaborada, en su tiempo, por el gobierno de George W. Bush: golpes preventivos, ataques unilaterales, restricciones de las libertades públicas.
México ha sido frecuentemente calificado de «Estado cautivo», noción desarrollada en Colombia en el apogeo del narcotráfico. El vice-presidente de entonces, Francisco Santos, precisó su contenido en 2003: la corrupción conduce a la apropiación indebida del sistema institucional «en beneficio de intereses políticos o económicos particulares», haciendo imposible «el ejercicio de las responsabilidades públicas con el respeto del bien común y de la moralidad social» [2]. Es verdad que esta definición describe bastante bien la situación de México actual. Los carteles mexicanos, nacidos con la prohibición de las drogas, se han reforzado en el curso del último decenio. Se han aprovechado del desmantelamiento de los grupos colombianos para acrecentar su rol y sus beneficios en este muy lucrativo mercado transnacional. Aunque es difícil evaluar con exactitud, sus ingresos se estiman entre 20 y 45 mil millones de dólares por año, que provienen fundamentalmente por ventas realizadas a los Estados Unidos – primer mercado mundial para las drogas ilícitas. Tal volumen de ganancias sugieren que los carteles están prestos a todo para proteger sus actividades …y que tienen los medios para hacerlo.
Corromper no es caro en un país en donde el salario mínimo es de alrededor de 4 dólares por día y en donde un agente de la policía federal recibe en promedio 685 dólares por mes (en ciertos casos, sólo 300 dólares). En consecuencia, los carteles no tienen gran problema para convencer a los representantes de la ley que cubran sus actividades ilegales, más aún que tomen parte activa en ellas. El ministro de la Seguridad Pública de México, Genaro García Luna, estima que, cada mes, 100 millones de dólares de sobornos riegan a las policías locales y federal. Escándalos de corrupción aparecen todos los días en los diarios pese a los costosos programas de «limpieza» implementados con el sostén de los Estados Unidos. Desconfiando de las fuerzas policiales, el gobierno de Felipe Calderón ha desplegado más de 50 mil militares para asegurar la lucha contra los carteles en diferentes lugares del país, en particular al norte, en el estado de Tamaulipas, desgarrado por la violencia. Consecuencias: la amplificación de la lógica de guerra y la corrupción de la Armada en contacto con el tráfico de drogas. En mayo de 2012, el arresto de cuatro altos mandos del Ejército, acusados de lazos con el cartel Beltrán Leyva, dio lugar al más bullado escándalo militar de la era Calderón. Y sólo se trata de la parte visible del iceberg.
La corrupción invadió también al sistema judicial. Las prisiones son conocidas por ser verdaderas bases de operaciones para los carteles. En éstas, sueltan a los presos de noche para ir a asesinar a rivales o para participar en operaciones de los carteles antes de ser discretamente re-encarcelados al alba. Los narcotraficantes han establecido tan bien su poder detrás de los muros de las prisiones que pueden, sin obstáculos, perpetrar verdaderas masacres de prisioneros miembros de bandas rivales. Las acusaciones en contra de jueces, aunque ocasionales, esclarecen otro problema aún más insidioso y más difundido, ligado a esta corrupción: en México sólo el 2 por ciento de los enjuiciamientos penales concluyen con éxito.
Los hechos alarmantes sobre los cuales uno se apoya para probar la amenaza que impone el crimen organizado sobre el Estado reflejan ciertamente la realidad del país. Sin embargo, es una mala manera de plantear el problema. El Estado mexicano no está ni «fallido», ni «cautivo», ni «sitiado». Fundado en profundas contradicciones estructurales, participa en tales actividades criminales y las patrocina. El Estado mexicano funciona según una lógica que lo aleja de los principios establecidos por la Constitución y lo pone al servicio de los intereses de élites restringidas en vez del Bien Común.
En una economía alimentada, cada año, por decenas de miles de millones de dólares provenientes de los ingresos del narcotráfico, tales élites evidentemente incluyen a las cohortes del crimen organizado. Esto lleva al Gobierno a violar la ley de manera regular. Hablar de instituciones corrompidas implica que existen en la base – al menos, en teoría – instituciones «puras», lo que significaría que, por efecto de contagio, el mal de la corrupción que corroe al cuerpo político terminaría por alcanzar el corazón del sistema. Con respecto a México, esta teoría no es válida: lo que en ella se entiende por «corrupción» no es la perversión de un ideal puro pre-existente, sino la aplicación propia de una lógica subterránea que beneficia directamente a los dirigentes.
Algo de historia
Una mirada al pasado permite descubrir las raíces de esta desviación del Estado. El sistema de corrupción masiva que se conoce actualmente fue instalado durante el largo reinado del Partido Revolucionario Institucional (PRI), luego acrecentado por el aumento del poder del crimen organizado transnacional y por las políticas anti-drogas que lo acompañan.
Creado en 1929, al término de la revolución mexicana, el PRI rápidamente se convirtió en partido-Estado. Durante setenta y un años continuos (1929-2000) ejerció el poder sin compartirlo y desarrolló mecanismos de control social que combinan promesas sociales y prácticas autoritarias (represión brutal de toda oposición, fraude electoral, manipulación de la ley). Para asegurarse el beneplácito de la comunidad internacional, los controladores del sistema establecieron instituciones de apariencia democrática, al abrigo de las cuales desarrollaron prácticas sospechosas para preservarse en el poder. Este proceso ambivalente ha profundamente afectado la organización política de México hasta hoy.
Ana Laura Magaloni, directora de estudios jurídicos del Centro de Investigación y Estudios Económicos (CIDE), remarca que el sistema judicial mexicano, por ejemplo, «fue concebido para la simulación y la mentira. Fue edificado para ocultar las prácticas ilegales realizadas cada día en los sombríos rincones de las instituciones nacionales. Luego que un agente de la policía obtiene informaciones o confesiones por la tortura y la intimidación, el Ministerio Público arma un archivo según el cual todos los procedimientos reglamentarios han sido respetados, enseguida lo remite al juez, quien también participa de la comedia».
Por tanto, desde su creación las instituciones mexicanas fueron acaparadas y secuestradas por una élite político-económica preocupada únicamente de preservar su dominación, jugando de hecho el rol atribuido al crimen organizado en la definición de un «Estado-cautivo». Así, en el año 2000 luego que el Partido de Acción Nacional (PAN) puso término al monopolio del PRI con la elección de Vicente Fox a la presidencia de la república, una de las primeras decisiones del nuevo partido en el poder fue concluir un pacto con su predecesor para garantizar que el sistema continuaría a funcionar como siempre. Este acuerdo fue el resultado de una alianza objetiva entre el PAN y el PRI, ambos decididos a implementar las reformas económicas neoliberales en el marco del Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano (ALENA). Unidos por sus intereses comunes, se asociaron para repeler la oposición del partido de centro-izquierda y de ciertos sectores de la población a esas restructuraciones.
Hoy, tras doce años de gobierno del PAN, el PRI -lejos de descomponerse bajo el efecto de una mediocre transición democrática- parece presto a retomar el poder con ocasión de las elecciones de julio de 2012, seguramente recurriendo a las prácticas fraudulentas elaboradas en el curso de su largo reinado.
La «guerra contra la droga» y el deterioro de las instituciones mexicanas
La corrupción, o mejor dicho la deshonestidad, el enriquecimiento ilícito y el abuso de poder han devenido la norma. Juzgando tales prácticas como inevitables, la población terminó por resignarse a ello. El PRI se arregló con los carteles de la misma manera que con los sectores lícitos de la economía, tomando lo que necesitaba y dando lo que era necesario. Los narcotraficantes vieron abierta la posibilidad de operar en todo el país a cambio, probablemente, de compartir sus ganancias. Salvo excepciones, una clara delimitación de zonas de influencia de los diferentes grupos permitió evitar los conflictos. Con estas instituciones pervertidas como marco referencial, la «guerra contra la droga» lanzada por Felipe Calderón sumió a México en una espiral destructiva. Aplicando un modelo desarrollado por los Estados Unidos, el Presidente privilegió la confrontación directa y la militarización de la lucha contra los carteles, desdeñando los enfoques alternativos (tratamiento de consumidores, prevención y legalización para reducir el mercado de las drogas ilegales, lucha contra la criminalidad financiera, ejecución de programas sociales, destinados principalmente a los jóvenes).
Los resultados mortíferos de esta política no se hicieron esperar. Cada vez que un jefe es puesto fuera de juego (arrestado o asesinado) por el gobierno, una organización rival se precipita en la brecha para disputar al cartel debilitado el control de su territorio y sus vías de circulación y de exportación de la droga. Fuera de la explosión de violencia, esas luchas de poder suscitadas por la irrupción del gobierno en un juego criminal hasta ese entonces bien regulado tuvieron un efecto devastador sobre las instituciones porque la competencia que opone, en el terreno, a los carteles rivales se tradujo en una «carrera por corromper» en la cual cada uno trata de comprar el silencio de los responsables políticos locales, de ganarse la protección de las fuerzas de seguridad y de controlar a los jueces y a la administración carcelaria. En 2009, la comisión Drogas y Democracia en América Latina (que reunió a ex jefes de Estado de la región, de los cuales varios habían dirigido sus propias «guerras contra la droga» cuando estaban en el poder) admitió que ese fenómeno era una de las principales consecuencias negativas de las políticas de prohibición y de la guerra «perdida» contra las drogas.
La batalla que hace furor en México, por lo tanto, no opone a «bondadosos» responsables políticos contra «malvados» carteles cuyos ataques deben ser repelidos para salvar la democracia (con algunos tránsfugas de lado y lado) sino que es el fruto de una verdadera mezcla de fronteras entre organizaciones criminales e instituciones estructuralmente pervertidas – una situación confusa que los ataques lanzados por el Estado rindieron explosiva.
El crimen organizado es, primero y ante todo, un comercio. En México, se estima que genera anualmente entre 20 y 45 mil millones de dólares, con una tasa de ganancia calculada en 80 por ciento. Por lo tanto, los carteles disponen de recursos gigantescos, de los cuales una parte es distribuida a los representantes políticos y a los funcionarios (agentes de fronteras y de aduanas, policías, alcaldes y concejales municipales, soldados y oficiales hasta el más alto grado de la jerarquía militar). Por otra parte, millones de dólares provenientes del narcotráfico son inyectados en la economía mexicana alimentando las reservas, favoreciendo las inversiones y consolidando las instituciones financieras oficiales (bancos y bolsas de valores). El dinero llega también a los comerciantes de armas -a menudo estadounidenses-, a los cuales los carteles les compran material ultra sofisticado con la finalidad de repeler las incursiones de las bandas rivales. Así, son numerosos aquéllos en México (como también en los Estados Unidos, tanto entre los actores económicos como políticos) que, sin pertenecer a los carteles, se benefician ampliamente de las consecuencias financieras de sus actividades y no tienen ningún interés en verlas desaparecer.
En cuanto, policías y militares, como lo señala la empresa estadounidense de análisis geopolítico Stratfor, «se sienten tanto menos motivados a tomar los riesgos necesarios para una acción eficaz si obtienen mayores beneficios en permanecer ineficaces. No es incompetencia sino una política nacional racional. La política de México es coherente: se hacen todos los esfuerzos posibles para parecer en lucha contra el narcotráfico y no ser acusado de promoverlo. El gobierno no ve inconvenientes a que algunos contrabandistas sean liquidados en tanto no afecte los ingresos de dinero» [3]. Si Stratford se interesa aquí en las fuerzas de seguridad, también precisa que el diagnóstico se aplica al Estado en su conjunto. La administración mexicana, tanto como su vecina estadounidense, tiene un gran interés económico en dejar prosperar el comercio lucrativo de la droga. Los mecanismos elaborados para luchar contra esas actividades ilegales permanecen artificiales y sólo sirven para cubrir de un barniz de orden y de moralidad una situación que, al final, es muy beneficiosa.
Esta «simulación» institucional va más allá de la lucha contra el tráfico de droga, se extiende, por ejemplo, a los derechos humanos y a la lucha contra la discriminación en contra de las mujeres. Así la jurista Andrea Medina señala que el Estado mexicano «invierte sumas fenomenales en propaganda internacional para difundir el mensaje que todo va bien y aún que el funcionamiento de la justicia mejora. Sin duda alguna, el Estado mexicano ha financiado e implementado programas de formación y de calificación profesionales, pero este género de acciones no pesan en absoluto en los mecanismos estratégicos de la discriminación con respecto a las mujeres o las dificultades de acceso a la justicia».
El Estado despliega una vasta gama de instrumentos (procedimientos burocráticos, regulaciones, procuradores especiales, declaraciones políticas) para hacer creer que está abocado a hacer aplicar las leyes o los tratados internacionales que, en realidad, no para de socavar. El problema del no-respeto de esas normas no deriva de la corrupción de instituciones por otra parte sanas y funcionales, sino que es el resultado de una carencia de voluntad política y de una complicidad activa con las organizaciones criminales.
La soberanía del pueblo
La crisis provocada por la «guerra contra la droga» reveló el verdadero rostro del Estado mexicano lo que podría obligarlo a repensar sus relaciones con la sociedad civil. La inacción gubernamental, sumada a los fraudes electorales de 1988 y de 2006, desgastó el frágil lazo que constituía la democracia representativa y la organización de elecciones. La población no se siente representada por las instituciones visiblemente poco preocupadas del Bien Común y cuyo funcionamiento ha empeorado con el recrudecimiento de las luchas de poder entre los carteles como entre bandas y representantes del Estado.
En el curso de los últimos meses, el pueblo mexicano decidió reivindicar su soberanía. Exige el derecho de influir en la política del Estado o, al menos, expresar sus opiniones. Se han desarrollado en todo el país movimientos sociales que exigen el fin de la pretendida «guerra contra la droga». Los estudiantes comenzaron a organizarse para protestar contra la presencia de un candidato del PRI en la elección presidencial, rechazando la perspectiva de un retorno al poder del partido-Estado y exigiendo la implementación de un sistema representativo más transparente.
Esos movimientos sociales constituyen para México, la única esperanza de lograr alcanzar los cambios estructurales que son necesarios para romper la complicidad entre las instituciones y las organizaciones criminales y así terminar con la violencia.
Notas:
[1] Ver Laura Carlsen, «Whay should we care about Mexico?», 12 de mayo de 2011, http://www.cipamericas.org/archives/5742.
[2] «La captura del Estado», 20 de noviembre de 2003, http://www.vicepresidencia.gov.co/Es/Prensa/Discursos/Paginas/031120.aspx.
[3] George Friedman, «Mexico and the failed State revisited», 6 abril de 2010, http://www.stratfor.com/weekly/20100405_mexico_and_failed_state_revisited.
Laura Carlsen es la Directora del Programa de las Américas (www.cipamericas.org)
Traducido por Luis Humberto Toledo Vilca