Esta es una versión abreviada del discurso pronunciado por el australiano, John Pilger, en la concentración celebrada en Sydney, Australia, para conmemorar los seis años de reclusión de Julian Assange en la embajada de Ecuador en Londres.
La persecución de Julian Assange debe terminar. O acabará en tragedia
El Gobierno australiano y el primer ministro Malcolm Turnbull tienen una oportunidad histórica de decidir cuál será el desenlace.
Pueden permanecer en silencio, lo cual la historia no les perdonará. O pueden actuar en interés de la justicia y la humanidad y traer a este destacado ciudadano australiano a casa.
Assange no solicita un tratamiento especial. El Gobierno tiene claras obligaciones diplomáticas y morales para proteger a los ciudadanos australianos en el extranjero frente a situaciones de injusticia flagrante: que en el caso de Julian, sería frente a una grave falta judicial y al peligro extremo que le espera si sale de la embajada ecuatoriana en Londres sin protección.
Sabemos, por el caso de Chelsea Manning, lo que le espera en caso de que Estados Unidos logre una orden de extradición. Un relator especial de las Naciones Unidas lo calificó de tortura.
Conozco bien a Julian Assange; lo considero como un amigo cercano, una persona de extraordinaria fortaleza y valor. Lo he visto envuelto en un tsunami de mentiras y difamaciones, interminables, vengativas, infames, y sé por qué lo calumnian.
En el 2008, un documento ultra secreto, con fecha del 8 de marzo, expuso un plan para destruir tanto a WikiLeaks como a Assange. Los autores eran de la rama de Evaluaciones de Contrainteligencia Cibernética del Departamento de Defensa estadounidense. Detallaban lo importante que era destruir el «sentimiento de confianza» que es el «centro de gravedad» de WikiLeaks.
Esto se lograría, según escribieron, con amenazas de «exposición [y] persecución penal» y un asalto implacable a la reputación. El objetivo era silenciar y criminalizar a WikiLeaks, su editorial y su editor. Era como si planificaran hacer la guerra a un solo ser humano y al principio mismo de la libertad de expresión.
Su principal arma sería la difamación personal. Sus tropas de choque se reclutarían en la prensa -precisamente entre quienes supuestamente deben esclarecer los acontecimientos y decirnos la verdad-. La ironía es que nadie les dijo a estos periodistas qué debían hacer. Yo los llamo periodistas de Vichy -refiriéndome al Gobierno de Vichy que sirvió y permitió la ocupación alemana de Francia durante la guerra-.
En octubre pasado, la periodista de Australian Broadcasting Corporation, Sarah Ferguson, entrevistó a Hillary Clinton, a quien lisonjeó como «ícono de su generación».
Esta fue la misma Clinton que amenazó con «destruir por completo» a Irán y que, como Secretaria de Estado de los Estados Unidos en 2011, fue una de los instigadores de la invasión y destrucción de Libia como Estado moderno, con la pérdida de 40,000 vidas. Al igual que la invasión de Iraq, esta se basó en mentiras.
Cuando el presidente libio fue asesinado pública y horrendamente a cuchillazos, se filmó a Clinton celebrando a gritos. En gran parte, gracias a ella Libia se convirtió en un caldo de cultivo para ISIS y otros yihadistas. En gran parte, gracias a ella, decenas de miles de refugiados huyeron corriendo peligro a través del Mediterráneo y muchos se ahogaron.
Wikileaks ha publicado correos electrónicos filtrados que revelan que la fundación que Hillary Clinton comparte con su esposo recibió millones de dólares de Arabia Saudita y Qatar, los principales patrocinadores de ISIS y del terrorismo en todo Oriente Medio.
Como secretaria de Estado, Clinton aprobó la mayor venta de armas de todos los tiempos, valorada en $ 80 mil millones, para Arabia Saudita, uno de los principales benefactores de su fundación. Hoy, Arabia Saudita está utilizando estas armas para aplastar a personas hambrientas y golpeadas en un ataque genocida contra Yemen.
Sarah Ferguson, una reportera muy bien remunerada, no mencionó ni una palabra de esto cuando Hillary Clinton estuvo sentada frente a ella.
Más bien, ella invitó a Clinton a describir el «daño» que Julian Assange le hizo «personalmente» a ella. En respuesta, Clinton difamó a Assange, un ciudadano australiano, al afirmar que era «muy claramente una herramienta de la inteligencia rusa» y «un oportunista nihilista que está al servicio de un dictador».
No ofreció ninguna prueba, ni se le pidió ninguna, para respaldar sus graves acusaciones.
En ningún momento se le ofreció a Assange el derecho de réplica a esta escandalosa entrevista, que el organismo de radiodifusión público australiano tenía el deber de brindarle.
Como si eso no fuera lo suficiente, a continuación de la entrevista, la productora ejecutiva de Ferguson, Sally Neighbour, hizo un retuit malicioso: «Assange es la puta de Putin. ¡Todos lo sabemos!»
Hay muchos otros ejemplos del periodismo de Vichy. The Guardian, que antaño fue conocido como un gran periódico liberal, llevó a cabo una vendetta contra Julian Assange. Al estilo de un amante despreciado, The Guardian dirigió sus ataques personales, mezquinos, inhumanos y cobardes contra un hombre, cuyo trabajo alguna vez publicó y se aprovechó.
El ex editor de The Guardian, Alan Rusbridger, llamó a las revelaciones de WikiLeaks, que su periódico publicó en 2010, «una de las mejores primicias periodísticas de los últimos 30 años». Pero los premios fueron prodigados y celebrados como si Julian Assange no existiera.
Las revelaciones de WikiLeaks se convirtieron en parte del plan de marketing de The Guardian para aumentar el precio de cobertura del periódico. Ganaron dinero, a menudo mucho dinero, mientras WikiLeaks y Assange luchaban por sobrevivir.
Sin que un céntimo vaya a WikiLeaks, un libro de The Guardian, altamente promocionado, culminó en un lucrativo negocio para producir una película de Hollywood. Los autores del libro, Luke Harding y David Leigh, difamaron gratuitamente a Assange como una «personalidad dañada» e «insensible».
También revelaron la contraseña secreta, diseñada para proteger un archivo digital que contiene los cables de la embajada de los Estados Unidos, que Julian Assage le había dado al Guardian en confianza.
Con Assange ahora atrapado en la embajada ecuatoriana, Harding, que se había enriquecido a costa de Julian Assange y Edward Snowden, se colocó entre los policías delante de la embajada y se regodeó en su blog de que «Scotland Yard tal vez tendrá la última palabra».
La pregunta es por qué
Julian Assange no ha cometido ningún crimen. Nunca ha sido acusado de un crimen. El episodio sueco fue falso, una farsa y él ya ha sido vindicado.
Katrin Axelsson y Lisa Longstaff, de Women Against Rape (Mujeres contra la Violación), lo resumieron al escribir: «Las acusaciones contra [Assange] son una cortina de humo detrás de la cual varios gobiernos están tratando de reprimir a WikiLeaks por haber revelado audazmente al público su planificación secreta de guerras y ocupaciones con sus secuelas de violaciones, asesinatos y destrucción… A las autoridades les importa tan poco la violencia contra las mujeres que manipulan acusaciones de violación a voluntad».
Esta verdad se perdió o se enterró en una cacería de brujas mediática que asoció deplorablemente a Assange con la violación y la misoginia. La caza de brujas incluía voces que se describían a sí mismas como de izquierda y como feministas. Ellas deliberadamente ignoraron la evidencia de peligro extremo si Assange fuera extraditado a los Estados Unidos.
De acuerdo con un documento publicado por Edward Snowden, Assange está en una «lista de objetivos de persecución». Una nota oficial filtrada dice: «Assange va a hacerse una bonita novia en la cárcel. Que el terrorista se joda. Comerá comida para gatos por siempre».
En Alexandra, Virginia, el hogar suburbano de la élite belicista estadounidense, un gran jurado secreto, –algo reminiscente de la edad media– ha pasado siete años tratando de fabricar un crimen por el cual Assange podría ser enjuiciado.
Esto no es fácil; la Constitución de Estados Unidos protege a editores, periodistas y denunciantes. El crimen de Assange es haber roto el silencio.
Ningún periodismo investigativo, en lo que va de mi vida, podría equipararse con la importancia de lo que WikiLeaks ha logrado al llamar a los poderes voraces a rendir cuentas. Es como si una cortina moral unidireccional se corriera para dejar expuesto el imperialismo de las democracias liberales: su compromiso con las guerras interminables y la división y degradación de las vidas «sin valor»: desde la Torre Grenfell hasta Gaza.
Cuando Harold Pinter aceptó el Premio Nobel de Literatura en 2005, se refirió a «un vasto tapiz de mentiras del que nos alimentamos». Preguntó por qué «la brutalidad sistemática, las atrocidades generalizadas, la represión implacable del pensamiento independiente» de la Unión Soviética eran bien conocidos en Occidente, mientras que los crímenes imperiales de Estados Unidos » nunca sucedieron … incluso mientras sucedían, nunca ocurrieron».
En sus revelaciones de guerras fraudulentas (Afganistán, Irak) y las mentiras descaradas de los gobiernos (las Islas Chagos), WikiLeaks nos ha permitido vislumbrar cómo se desenvuelve el juego imperial en el siglo XXI. Es por eso que Assange está en peligro de muerte.
Hace siete años, en Sydney, pedí reunión con un prominente miembro liberal del Parlamento Federal, Malcolm Turnbull. Quería pedirle que entregara una carta de Gareth Peirce, el abogado de Assange, al Gobierno. Hablamos de su famosa victoria: en la década de 1980, cuando, como joven abogado, había luchado contra los intentos del Gobierno británico de suprimir la libertad de expresión e impedir la publicación del libro Spycatcher, a su manera, un WikiLeaks de la época ya que reveló los crímenes del poder del estado.
La primera ministra de Australia era entonces Julia Gillard, del Partido Laborista, que había declarado que WikiLeaks era «ilegal» y quería cancelar el pasaporte de Assange, hasta que le dijeron que no podía hacer eso: que Assange no había cometido ningún delito; que WikiLeaks era un editorial, cuyo trabajo estaba protegido por el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la que Australia fue uno de los signatarios originales.
Al abandonar a Assange, un ciudadano australiano, y coludir en su persecución, el escandaloso comportamiento del primer ministro Gillard forzó el tema de su reconocimiento, bajo el derecho internacional, como un refugiado político cuya vida estaba en riesgo. Ecuador invocó la Convención de 1951 y otorgó refugio a Assange en su embajada en Londres.
Gillard ha aparecido recientemente en un mitin con Hillary Clinton; ellas son consideradas como feministas pioneras. Peor si hay algo por el cual recordar a Gillard, fue su discurso belicoso, obsecuente y vergonzoso que hizo ante el Congreso de los EE.UU. poco después de que ella demandó la cancelación ilegal del pasaporte de Julian.
Malcolm Turnbull es ahora el primer ministro de Australia. El padre de Julian Assange ha escrito a Turnbull una carta conmovedora, en la que ha pedido al primer ministro que traiga a su hijo a casa. Él se refiere a la posibilidad real de una tragedia.
He visto cómo la salud de Assange se ha ido deteriorando en sus años de encierro sin luz solar. Tiene una tos implacable, pero ni siquiera se le permite un tránsito seguro desde y hacia un hospital para una radiografía.
Malcolm Turnbull puede permanecer en silencio. O puede aprovechar esta oportunidad y usar la influencia diplomática de su Gobierno para defender la vida de un ciudadano australiano, cuyo valiente servicio público es reconocido por innumerables personas en todo el mundo. Él puede traer a Julian Assange a casa.