Dos meses después de su llegada al gobierno, Javier Milei avanza como un caballo en un hospital, por usar la imagen que John Mulaney popularizó a propósito de Donald Trump (1), con una estrategia que identifica enemigos con voracidad mientras va saturando la agenda pública de ataques, ironías y memes. En su fase gradualista, Mauricio Macri cuidaba sus declaraciones, como si quisiera evitar una traición del subconsciente, siguiendo los guiones escritos por Marcos Peña y Jaime Durán Barba. Cristina Kirchner desde hace ya varios años se expresa mediante formatos seguros: cartas públicas, libros que son un discurso largo o “clases magistrales”. Alberto Fernández muchas veces se salía de cauce, pero el resultado eran sobre todo antológicas metidas de pata. En cambio Milei puede concederle dos reportajes la misma semana a Jonatan Viale y despacharse durante una hora y media contra sus enemigos reales o imaginarios con una agresividad impensable en un político profesional. Omnipresente, la palabra presidencial no ordena, trastorna.
Es a propósito. Bajo la estrategia que Marcelo Falak definió como “Proceso de Desorganización Nacional”, lo importante se mezcla con lo accesorio en un tumulto incesante de noticias, temas banales son elevados al primer plano de la discusión pública y permanecen allí durante días enteros, al lado de cuestiones centrales para el bienestar social. Steve Bannon, el gran ideólogo de la extrema derecha, lo definió sin sutilezas: “inundar todo de mierda”. La consecuencia, como escribió Alejandro Grimson (2), es un efecto de ansiedad que mantiene a la sociedad estresada, en estado de agitación permanente. Más que una maniobra de distracción, que es como la política históricamente concebía y ejecutaba las cortinas de humo destinadas a desviar la atención en los momentos difíciles, se trata de cambiar la forma del espacio público, de crear un nuevo ecosistema que impide responder la pregunta política del momento: ¿a Milei le está yendo bien? ¿Quién puede hoy responder esa pregunta?
Targets móviles
Los blancos se multiplican. Luego de unas primeras semanas de olvido, Milei retomó la cruzada anti-progresista que había prometido durante la campaña con el anuncio del cierre del INADI, un objetivo fácil, casi cantado. Aunque el origen del organismo se remonta al menemismo (fue una reacción al atentado contra la AMIA), y aunque su trabajo de recepción de denuncias ha sido muy relevante, el INADI se convirtió, como el Ministerio de las Mujeres, en símbolo involuntario de los excesos del progresismo: los editores de la revista digital Seúl, en penoso tránsito de Macri a Milei, revisitaron en estos días la lista de pequeños escándalos relacionados con el instituto, como el que estalló cuando la entonces directora de políticas contra la discriminación apareció en un Zoom sobre “discursos de odio”… con dos afiches de Montoneros de fondo.
Detrás del cierre del INADI hay dos cosas. La primera es su legitimidad. La burocracia no es la simple emanación formal de una ley o una norma, y los organismos que integran la administración no pueden sostenerse sólo porque alguien decidió crearlos. Sobre todo aquellos que operan en la arena pública, deben construir, con políticas pero también con comunicación, su propia legitimidad. Y en el caso del INADI, a diferencia por ejemplo del Conicet o la Arsat, ningún dirigente de primer nivel salió a reclamar su continuidad: desprestigiado, no encontró quien lo defienda. La segunda cuestión refiere a un problema global del progresismo: la pérdida de vocación universal luego de la caída del Muro de Berlín y la desaparición del socialismo, y el reemplazo de las grandes utopías e ideales por un “giro identitario” que, llevado al extremo, deriva a veces en el absurdo, como sucedió en Estados Unidos durante la pandemia, cuando un miembro del Comité Asesor sobre Prácticas de Inmunización, el organismo encargado de organizar la campaña de vacunación contra el Covid, se opuso a la política de priorizar a los adultos mayores con el argumento de que los blancos eran mayoría en esa franja etaria (3).
Omnipresente, la palabra presidencial no ordena, trastorna.
Pero Milei no se ha contentado con estos blancos débiles. No se limita a prohibir el uso de la letra “e” ni, como Macri, a atacar al kirchnerismo, sino que arremete contra buena parte del sistema político, incluyendo aquellos dirigentes que han demostrado una clara voluntad de ayudarlo. Como KAOS, la organización contra la que luchaba Maxwell Smart, que quería destruir al mundo para reconstruirlo de cero, Milei avanza en su afán refundacionista. La disputa con el gobernador de Chubut, Ignacio Torres, por la retención de los fondos de coparticipación derivó en un conflicto Nación-provincias que con el paso de los días fue escalando: los gobernadores de Juntos, incluyendo a Jorge Macri, firmaron un comunicado apoyando a Torres, Milei anunció la cancelación del Fondo de Fortalecimiento de la Provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof anticipó que recurrirá a la Justicia…
El gobierno encuentra resistencia en mandatarios nuevos, como el chubutense Torres, el santafesino Maximiliamo Pullaro y el cordobés Martín Llaryora, o en otros recientemente relegitimados, como Kicillof, que no resultan tan fáciles de identificar con la casta. En distinta medida, todos sienten el impacto de la motosierra: porque mantienen deudas con la Nación y temen que Chubut se convierta en un leading case de disciplinamiento fiscal; porque sufren la eliminación de fondos de asignación automática, como el Fondo de Incentivo Docente (vigente desde 1999 y sostenido por seis presidentes) o el Fondo de Infraestructura; o, más en general, porque la recesión deprime la recaudación de Ingresos Brutos, el principal impuesto para la mayoría de las provincias, en un marco de crisis social que los gobernadores no tienen cómo enfrentar, algo especialmente difícil en distritos con amplios bolsones de pobreza, como el Gran Buenos Aires o el Gran Rosario.
El problema es de fondo. Como sostiene Julio Burdman (4), ácido crítico del federalismo argentino, la base de este conflicto es que la Nación recauda aproximadamente el 70% de los impuestos, pero decide sobre aproximadamente el 50% del gasto, que además está compuesto por ítems difíciles de tocar. Bajo este diseño, la Nación termina ocupándose de los temas del pasado (deuda, jubilaciones, PAMI), mientras que las provincias son responsables por los temas del futuro (educación y salud). Pero lo central es la falta de correspondencia entre el que recauda y el que gasta. Durante el macrismo, por ejemplo, las provincias fueron habilitadas a endeudarse en dólares, a pesar de las dificultades financieras de muchas de ellas y de que la Nación actúa en los hechos como garante final (un default provincial afecta a la Nación y al resto de los distritos). El resultado es una presión centrífuga que lleva a que las provincias cooperen poco entre sí y aun menos con la Nación, que entonces encuentra enormes dificultades para gestionar la macroeconomía. Esto hace que las fuerzas políticas se comporten como partidos provinciales, como ocurre con el peronismo cordobés, el radicalismo mendocino, que hasta amagó con una secesión, e incluso con el peronismo, que parece cada vez más el partido de la provincia de Buenos Aires y cuya influencia sobre el conjunto deriva más de su simple peso demográfico que de una mirada auténticamente nacional.
Los problemas existen. Aunque las respuestas del gobierno son destructivas y sólo contribuyen a empeorar la situación, dejando en el camino miles de víctimas, es cierto que el federalismo argentino es disfuncional, que el progresismo a veces se pasa de rosca o que el déficit fiscal, como tardíamente reconoció Cristina Kirchner, es causa de la crisis de la macroeconomía. Hay un fondo de verdad en parte de lo que dice Milei, lo que lo hace más peligroso.
Intuiciones
La situación socioeconómica es crítica. El consumo minorista cayó 28,5% en enero en comparación con enero del año pasado (6,4% en comparación con diciembre) (5); los maestros cuentan los casos de familias que eligen mandar a solo uno de sus hijos a la escuela porque no pueden con todos; los comedores populares –lo confirman desde Cáritas hasta los movimientos sociales– están desbordados por la demanda y estiran las preparaciones con lo que encuentran a mano; se ven casos de jubilados que vivieron una vida de clase media y que ahora van a la verdulería a comprar un tomate y media lechuga, y las carnicerías de los barrios pobres han empezado a cobrar la grasa, que antes tiraban, porque cada vez más gente se la lleva para hacer tortas fritas.
Sin embargo, el gobierno está lejos de estar terminado. Milei, pese a todo, avanza. Durante la campaña, Horacio Rodríguez Larreta prometió crear una coalición del 70%; donde encontraba un dirigente veía un aliado, un cargo, un presupuesto. Como un Larreta al revés, Milei va creando enemigos allí donde presiente la intención de una resistencia o un límite: los docentes, el Congreso, los gobernadores, los ferroviarios, Lali, los sindicatos, Ricardo López Murphy, el radicalismo… El Presidente sabe, porque se formó en este nuevo paradigma de la comunicación, que la realidad digital está hecha de burbujas, audiencias diferenciadas sin contacto entre sí, sin un espacio público común de intercambios deliberativos, sin una arena integrada, y que en este contexto ya no es necesario hablarle a la sociedad toda (que es lo que los políticos tradicionales dicen cuando se declaran “Presidente de todos los argentinos”), sino sólo a una parte, la suya.
La construcción de un enemigo es parte de la estrategia. Milei desordena el espacio público y rompe los puentes que le ofrece la oposición amigable porque está buscando solidificar su núcleo duro, casi diríamos su minoría intensa. Es lo que hicieron Trump y Bolsonaro, que llegaron al gobierno luego de victorias electorales frágiles (Trump obtuvo menos votos que Hillary, mientras que Bolsonaro triunfó en segunda vuelta y con Lula proscripto), pero una vez en el poder lograron construir una base de apoyo bastante sólida, menos como consecuencia de una gran performance económica o de eficaces políticas públicas que como resultado de la determinación para llevar al límite de lo posible la guerra cultural. La masiva manifestación de apoyo a Bolsonaro realizada el pasado 25 de febrero en San Pablo y el hecho de que Trump lidere las encuestas en Estados Unidos confirman que esta línea de acción puede ser efectiva.
Milei carece de un programa y de un equipo de gobierno, pero no de intuiciones. Por ejemplo la que mencionamos: profundizar la confusión para mantener siempre la iniciativa, elegir enemigos y fidelizar a los propios, mientras deja que el ajuste haga su trabajo y avanza hacia su única idea fuerte, en la que se juega todo: la dolarización de la economía. O esta intuición: tensar al máximo al PRO hasta ver quién queda de cada lado, y apoderarse del pedazo correspondiente. O esta otra: demostrar, con desbordes y agresiones, que no es un político tradicional. Quizás Milei esté simplemente consumiendo su crédito electoral y en un par de meses su imagen se haya desplomado, de modo que cuando salga a la búsqueda de apoyos se encontrará con la soledad de los necios. Pero quizás no. Para un presidente tradicional (incluyendo a Macri), la decisión de retirar la ley ómnibus ante una derrota inevitable hubiera significado una caída durísima, una 125. No es seguro que ése haya sido el efecto sobre Milei, que a pesar de todo sigue de pie, tuiteando hasta la medianoche.
Notas:
2. https://www.revistaanfibia.com/milei-una-sociedad-estresada/
4. “En busca de la Nación perdida”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 271, enero de 2022.
Fuente: https://www.eldiplo.org/297-la-construccion-del-enemigo/kaos/