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La Argentina y la crisis global

Fuentes: Rebelión

Esta reflexión ya no puede diferirse: es evidente que la economía norteamericana -o, más precisamente, el régimen de acumulación abierto en los Estados Unidos desde los años setenta- marcha rumbo hacia un colapso de proporciones históricas. En este mundo, ello conlleva, todavía, un obligado efecto recesivo sobre la economía global. Algo aún más claro teniendo […]

Esta reflexión ya no puede diferirse: es evidente que la economía norteamericana -o, más precisamente, el régimen de acumulación abierto en los Estados Unidos desde los años setenta- marcha rumbo hacia un colapso de proporciones históricas. En este mundo, ello conlleva, todavía, un obligado efecto recesivo sobre la economía global. Algo aún más claro teniendo a la vista las cuentas de Europa, que vienen de mal en peor. Es por ello que, a nuestro criterio, el debate, necesario para pensar los márgenes de la política económica, debiera comenzar a centrarse en los aspectos que hacen vulnerable a nuestra economía.

En primer lugar, cabe señalar que cualquier desaceleramiento de las economías centrales conlleva, casi necesariamente, una caída significativa en la demanda de ciertos productos e insumos -concretamente, materias primas, alimentos y petróleo-. Dado que la economía argentina es exportadora de algunos de estos bienes, es factible pensar que una reducción de los márgenes de precios de, por ejemplo, la soja, el maíz, y los hidrocarburos, ha de impactar en las cuentas de la balanza comercial, y a través de los mecanismos de transmisión del sistema tributario, en las cuentas fiscales y en la balanza de pagos.

Esta consideración nos permitiría comprender los sucesivos gestos del gobierno hacia los sectores financieros como un intento, posiblemente inútil, de reducir los costos relativos de las operaciones financieras. Y es un gesto de eficacia discutible, no sólo porque la crisis presente, al desencadenarse en los países centrales, va a encarecer el crédito en general. Tampoco por el hecho, aún más evidente, de que la recesión económica afecta primero la confianza en las economías emergentes. Antes bien, el dato elemental que nos permite caracterizar el gesto como poco eficaz reside en que los tenedores de títulos van a seguir presionando hasta que obtengan lo que realmente les importa: la normalización del INDEC, y con ello, la reactivación de los mecanismos de indexación de la deuda en pesos. No me agrada ser insistente, pero no hay reestructuración posible de la situación externa del país sin normalización del INDEC.

Asimismo, el pago al Club de París podría verse, en esta línea, como una propuesta de resolución de los temas pendientes con Estados que han amparado a la Argentina en los foros internacionales y en los organismos multilaterales, en años en que, como 2002 – 2003, el país no contaba con crédito a tasa alguna. Esta sí ha sido una medida inteligente, y el resultado puede verse en el inmediato desbloqueo de fondos por cifras similares a las que han de abonarse, para los próximos tres años. Al fin y al cabo, pagar al contado es sólo una forma de desendeudarse, la más tosca, vale agregar. La forma más efectiva de reducir el impacto de la deuda sobre la economía y las finanzas reside en el impulso que la política económica le brinde al crecimiento del producto.

El otro aspecto de la crisis que ha de afectarnos, paradójicamente, ya ha sido mencionado: es el casi seguro encarecimiento del crédito en los mercados financieros internacionales. ¿Por qué decimos esto, cuando la Argentina no forma parte del circuito financiero? La Argentina no, pero muchos de sus clientes sí. Un enfriamiento del crecimiento en Brasil, India y China implicaría, nuevamente, una demanda menor en el sector exportador, y una presión mayor sobre la balanza comercial.

Muchos analistas barajan como contrapeso el eventual fin del imperio americano, y el surgimiento de economías de relevo. Es sabido que el ascenso de los Estados Unidos, y el consiguiente declive de Gran Bretaña, fue un golpe duro para la Argentina de los años treinta. Con Gran Bretaña, en el período 1880 – 1930, existía de parte de Argentina una fuerte complementación económica: nuestro país abastecía de alimentos y materias primas al principal inversor y abastecedor de productos manufacturados. Es cierto que esta relación virtuosa no estuvo exenta de asimetrías y distorsiones, fruto de la política imperial británica, como del predominio, en estos pagos, de una oligarquía terrateniente fuertemente refractaria a la reconversión de la economía. Pero esos defectos sólo pudieron verse cuando la fractura del comercio internacional, debida a la crisis de 1930, abrió paso a la necesidad de un desarrollo de tipo endógeno, que fue resistido por los sectores dirigentes rioplatenses.

La hegemonía norteamericana, en cambio, representó para nuestro país un constante problema: se trataba de economías competitivas, no complementarias. Estados Unidos, como productor y exportador de materias primas y alimentos propios de un país de clima templado, condición que se sumaba a su pujante economía industrial, no permitía un acople inmediato como el que fue característico de nuestro país en los años del orden conservador. Las exportaciones agropecuarias argentinas han tenido dificultades históricas para ingresar al mercado del país del Norte, debido al veto de los productores del «Farm Bloc» del Centro – Oeste, que desearon evitar a toda costa la competencia de la producción rural nacional.

Quienes piensan en el «declive americano», entonces, esperan que, con el ascenso de potencias de relevo, como China, por ejemplo, esta dificultad se vea resuelta. Sin embargo, esta perspectiva confunde los cambios de mediano y largo plazo con las expectativas del corto plazo. Es posible que, a mediano o largo plazo, la economía norteamericana deje de ser una referencia preponderante en el mundo: de hecho, este proceso puede rastrearse, por etapas, en los cambios en el orden mundial de los últimos quince años. Pero eso no resuelve necesariamente el debate en torno a las dificultades que puede plantear el crack norteamericano a los países emergentes en lo inmediato.

En todo caso, queda a la vista que los años que vienen serán más difíciles, que el tiempo del crecimiento a tasas «chinas» no parece que vaya a perdurar, y que sería deseable encontrar apoyos estratégicos en la región, fortaleciendo el comercio y el desarrollo dentro de los países que conforman UNASUR. También parece necesario volver a plantear la conflictiva relación secular entre un crecimiento orientado hacia fuera y un mayor desarrollo del mercado interno. La única ventaja real del país en relación con crisis anteriores puede hallarse en el plano regional. Tal vez sea el momento de profundizar aún más la integración, buscando en el desarrollo de un mercado común sudamericano la síntesis precisa de las diversas orientaciones económicas que conforman nuestra historia.