Del 27 de octubre al 1 de noviembre se llevó a cabo la 19 edición del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), que incluyó una selección de más de 120 trabajos cinematográficos divididos en varios apartados: documental, cortometraje y largometraje mexicano, una selección de realizadores de Michoacán y, por supuesto, un conjunto de estrenos tanto del ámbito nacional como internacional.
Como es costumbre en este tipo de eventos, se dieron cita una considerable cantidad de actores, productores, directores y personas vinculadas a la producción cinematográfica, principalmente del país, quienes presentaron sus trabajos al inicio de cada función.
Cabe señalar que las salas no lucieron abarrotadas y en general se notó un cierto desplazamiento del festival al ámbito de lo privado, “como que se alejan cada vez más del pueblo”, comentó un joven que conocí en los días previos al FICM, cuando nos formamos durante horas para adquirir boletos en taquilla. No era ingenuo su comentario. Las corporaciones del capital privado ligadas a la industria del cine (Cinépolis) prácticamente se adueñaron del festival. En ediciones anteriores, aquellos con más experiencia cuentan que el festival tenía una planeación más orientada a la realización de proyecciones públicas y acercar a la población a un tipo de cine que regularmente no es el producto cultural que patrocinan los medios de masas y las plataformas de streaming.
Aunque no es el objetivo hacer una suerte de balance del FICM o del eurocentrismo al momento de consumir películas por parte de quienes acuden regularmente a esta fiesta del cine: mujeres y hombres jóvenes blanco mestizos de clase media, que circulan entre las élites políticas y empresariales, sí es necesario destacar al menos dos aspectos que permitan mirar más allá de las películas más llamativas comercialmente (la retrospectiva de Léos Carax o el nuevo filme de Wes Anderson) que mucha audiencia esperaba.
El primero es que el FICM se ha convertido en un espacio de disputa para las y los cineastas de los pueblos indígenas, quienes también aportaron sus miradas para plasmar sus historias que conducen a un abanico de experiencias y emociones de su vida cotidiana: la fiesta, el duelo, el trabajo, la migración, el amor, la pobreza o el territorio. Algunos ejemplos relevantes como el trabajo de ficción de Celina Yunuen Manuel Piñón (La Espera), originaria de Santa Fé de La Laguna, el cortometraje de Yunuen Torres Ascensio (Tsihueri, el que fue valiente), habitante de Cherán o el documental de Rosalba López López junto a Daniel Isidoro Morales (Marku irekani [vivir juntos]) de Ihuatzio, muestran que un valioso cine emergente desde los pueblos se está construyendo y enarbola miradas endógenas a los procesos que viven diariamente. Con ello, buscan protagonizar sus propias historias y darle un carácter más original y dinámico a sus vivencias, lejos de cualquier etnocentrismo, como formas de narrar sus experiencias vividas de acuerdo a su cultura y en cómo sentipiensan sus (re)existencias en este mundo globalizado.
El segundo aspecto es que las mujeres cineastas destacan en la escena por su capacidad para narrar los dolores del México profundo desde una posición política clara. Varios trabajos presentados en el FICM, dirigidos por mujeres, ahondaron en la violencia social y sus repercusiones sobre la vida de las personas y comunidades. En ocasiones, los proyectos cinematográficos buscaron retratar dichas violencias desde una perspectiva integral, pero enfatizando en el punto de vista de la niñez en el ámbito rural, como lo hace magistralmente Tatiana Huezo en su primera ficción Noche de Fuego y Diana Cardozo en su obra Estación Catorce, la cual devela los entrecruces entre la violencia criminal y su impacto en el hogar; otras tratan de describir las violencias contra las mujeres en el ámbito comunitario, como lo mostró Ángeles Cruz en su maravilloso trabajo Nudo Mixteco, galardonado con el premio a mejor guion y el del público al mejor largometraje mexicano; desde el formato documental, Teresa Camou retoma la temática en Cruz, un excelente registro de cómo un líder raramurí defensor del territorio y su familia se ven amenazados y desplazados forzadamente por actores armados vinculados a la producción de amapola en la Sierra Tarahumara. Todas estas historias proyectadas en el FICM son piezas que reflejan la complejidad de las violencias producidas a partir de la denominada guerra contra las drogas y su efecto en la sociedad contemporánea.
Una de las películas que llamaron mi atención fue La Civil, largometraje dirigido por Teodora Ana Mihai y protagonizado por la espectacular actriz Arcelia Ramírez. Originalmente planeada como un documental sobre los impactos de la violencia criminal en adolescentes y jóvenes en el norte de México, la directora optó por cambiar la idea original y la perspectiva para contar ahora una historia de búsqueda de justicia desde la voz de una madre. En su investigación para complejizar el desarrollo del proyecto cinematográfico, Teodora se entrevistó con varias madres que buscan a sus familiares desaparecidos, recopiló testimonios y trato de documentar el fenómeno del secuestro y la victimización. En ese caminar se encontró con Miriam Rodríguez, una mujer originaria de Tamaulipas a quien le habían secuestrado a su hija Karen en 2014. Su historia impactó a la directora, pues durante tres años, Miriam emprendió una compleja investigación por su propia cuenta para dar con el paradero de su hija: pago rescate a los secuestradores, indagó información en redes sociales, recolectó pistas de sus ubicaciones y empleos, localizó y entrego a las autoridades a varias personas vinculadas al crimen, etcétera. Una verdadera historia de heroísmo y amor de una madre en búsqueda de justicia que terminó de manera trágica el 10 de mayo del 2017 cuando un comando armado asesino a la defensora de derechos humanos frente a su casa.[1]
En La Civil, Teodora recupera algunos elementos de la historia de Miriam para plantear una problemática más general: la desaparición de personas y la impunidad para alcanzar la justicia en un país institucionalmente podrido. El desarrollo de la película tiene varios méritos que vale la pena destacar: un guión bien desarrollado, la actuación de la protagonista que implementa un arco de interpretación sublime, una investigación de trasfondo que devela el entendimiento de la problemática y un trabajo de producción bastante fino. No es casualidad que durante su estreno en la edición anual de Cannes, La Civil recibió una ovación por el público de casi ocho minutos. Su pertinencia en este momento histórico y su forma de denunciar la violencia criminal es buen ejemplo del actual cine mexicano, así como lo mostró de manera brillante el largometraje Sin Señas Particulares, dirigido por Fernanda Valadez y elaborado en su totalidad por mujeres, quienes con una producción más modesta, reflejaron de forma única el dolor y la persistencia de una madre en busca de su hijo desaparecido.
Durante la premiere de La Civil en el marco del FICM, donde tuve la oportunidad de asistir, la directora señaló que tomó la decisión de que fuera una ficción por una cuestión estratégica: este formato permite a una película de esta naturaleza llegar a un público mucho más amplio que un documental. Es cierto que todo documental es un proyecto que trae consigo una posición política, muchas veces para denunciar una problemática concreta o posicionar voces que son frecuentemente invisibilizadas por las estructuras de poder, pero las películas también pueden cumplir un rol similar. La Civil aporta su granito de arena para escudriñar lo que produce el fenómeno del secuestro y la desaparición en una familia y particularmente en una madre que no permanece de brazos cruzados ante tal atrocidad. El espíritu incansable de Cielo, personaje principal de la película que busca a su hija Laura que fue secuestrada, representa un homenaje a las madres que hacen hasta lo impensable para dar con el paradero de sus familiares en este país donde existen más de 90 mil personas desaparecidas y de las cuales casi la cuarta parte son mujeres. Cada uno de los personajes que rodean a Cielo (su esposo, la burocracia estatal, los cuerpos de seguridad y los victimarios) permiten mostrar al espectador el viacrucis por el que transita una madre que busca a su hija, los distintos obstáculos institucionales, el manejo de la pérdida, la revictimización, el silencio de los testigos, las represalias y el casi nulo apoyo por parte de las autoridades.
Asimismo, en La Civil podemos observar cómo la búsqueda de Cielo se desplaza por varios ejes: las contradicciones de la denuncia formal ante el ministerio público, la búsqueda en los servicios médicos forenses para el reconocimiento de cadáveres, el encuentro con testigos recluidos en centros penitenciarios, el trabajo directo en las fosas clandestinas y en ocasiones hasta la negociación con informantes y actores vinculados a actividades ilegales. En México, por ejemplo, la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas ha realizado un trabajo metodológico vital en torno al tema y ha desarrollado una serie de estrategias muy interesantes a través de varias dimensiones donde operan las acciones de los colectivos: búsqueda en campo, identificación forense y fosas clandestinas; sensibilización en distintas parroquias y comunidades de fe; búsqueda en vida, que incorpora la labor en penales y centros de rehabilitación; capacitación en escuelas públicas y con distintas autoridades municipales y estatales. En este sentido, la película acierta al reflejar estos distintos ámbitos de la búsqueda que se tienen que explorar cuando se emprende una búsqueda por propia cuenta ante la sistemática omisión de las autoridades que supuestamente se dedican a realizar la investigación judicial.
No obstante, ninguna película es perfecta y La Civil no es la excepción. A mi modo de ver, se pueden anotar dos cuestiones. La primera es el papel idealizado que se le asigna a las fuerzas armadas en la película. La narrativa oficial que promueve el Estado se ha empeñado en impostar la idea de que el Ejército Mexicano es la institución menos corruptible en la guerra contra las drogas, que constituye un actor que heroicamente enfrenta al sicariato y que su labor, a pesar de que viole derechos humanos, es por el bien del pueblo. Dicha narrativa no es cuestionada en el largometraje. En cambio, lo que se sugiere es que gracias a que Cielo establece una alianza al margen de la ley con un comandante asignado a este contexto, es posible realizar las detenciones de los supuestos culpables y lograr ciertos avances en la investigación, a pesar de que estas acciones por parte del cuerpo castrense operen por fuera de la normatividad oficial, lo que da pie a que la película muestre ejecuciones extrajudiciales con un extraño sabor a justicia. Aunque me parece interesante la idea de que las fuerzas armadas son una institución heterogénea y que depende mucho de quien se encuentre al mando de las operaciones en el terreno, está bien documentado cómo los militares tienen una larga historia de crímenes que se mantienen en la impunidad, así como una estrecha vinculación con actores armados ilegales y muchas veces son ellos mismos los que perpetran masacres y delitos ligados al circuito del narcotráfico.
La segunda cuestión tiene que ver con que la protagonista de la película se mantiene siempre en una lucha individual. No dudo que eso pueda pasar, pero el propio caminar de las víctimas en México, al menos desde el año 2011 que inició el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, nos ha demostrado que el entrelazamiento de los dolores de las familias, ya sea en organizaciones de la sociedad civil o en colectivos a través de enlaces nacionales como actualmente funcionan, son fundamentales para alcanzar los procesos de justicia y hacer evidente que la lucha es colectiva. Son estos vínculos sociales, políticos y afectivos de las madres, tías, hermanas, abuelas, primas, amigas que buscan a sus familiares desaparecidos las que robustecen la esperanza y generan aún más posibilidades de acceder a la verdad.
Sin duda alguna, La Civil es una película inscrita en esta nueva etapa del cine mexicano preocupada por mostrar de manera más seria la cruda realidad del México contemporáneo y las secuelas de un conflicto regional que parece no tener fin. Es probable que muchas familias que han sido víctimas directas o indirectas de esta disputa por los mercados ilegales se reflejen en la película y ojalá sea útil para producir mayor empatía en la sociedad para volver real la consigna: ¡No están solxs!
Nota:
[1] Véase el artículo de investigación publicado en el New York Times que describe toda la travesía de Miriam Rodríguez en busca de justicia. Disponible en: https://www.nytimes.com/es/2020/12/13/espanol/tamaulipas-desaparecidos-miriam-rodriguez.html
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