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El ensayista Alejandro Horowicz analiza continuidades y rupturas entre las dictaduras militares y la participación civil que les dieron impulso

«La compacta mayoría estuvo de acuerdo con el golpe»

Fuentes: Revista Debate

Acaba de publicar Las dictaduras argentinas. Historia de una frustración nacional, su tesis doctoral convertida en ensayo histórico y político. Con el mismo pulso narrativo y agudeza analítica de Los cuatro peronismos, verdadero clásico de la literatura contemporánea, Alejandro Horowicz reconstruye el entramado político, económico e ideológico que permite pensar de manera integral los golpes […]

Acaba de publicar Las dictaduras argentinas. Historia de una frustración nacional, su tesis doctoral convertida en ensayo histórico y político. Con el mismo pulso narrativo y agudeza analítica de Los cuatro peronismos, verdadero clásico de la literatura contemporánea, Alejandro Horowicz reconstruye el entramado político, económico e ideológico que permite pensar de manera integral los golpes de Estado que caracterizaron al inestable siglo XX argentino. Periodista, editor, historiador y docente universitario, en esta entrevista con Debate, Horowicz evalúa el rol jugado por las distintas fracciones del bloque de poder, disecciona los intereses en juego en cada interrupción constitucional y dimensiona las consecuencias en la vida democrática posterior a 1983, tres grandes temas de su libro.

Se pueden plantear diferencias de actores, circunstancias, alianzas, objetivos y niveles de intensidad en la represión entre cada uno de los golpes militares. Pero, ¿qué tienen en común las dictaduras argentinas, de 1930 a 1976?

En primer lugar, la presencia militar. Pero esta cuestión instrumental, por sí sola, es engañosa, salvo que partamos de una lectura tradicional o liberal. Esas intervenciones militares no eran accidentes institucionales, ni frutos de un problema de cultura política. Sino, básicamente, la incapacidad del bloque de clases dominantes de lograr que el programa del partido del Estado pudiera ser ejecutado por un partido de gobierno de suficiente respaldo electoral. Cuando se les acababa el recurso electoral para ejecutar su política, acudían al expediente del golpe de Estado. Eso no pasó en cualquier momento de la historia argentina, sino en un ciclo muy preciso: de 1930 a 1976. Ni antes ni después hubo golpes de Estado; exitosos, por lo menos.

Usted plantea la incapacidad de las clases dominantes argentinas de convertirse en clase dirigente como factor importante.

Entre 1930 y 1975, el bloque de clases dominantes intentó por distintos caminos, a su modo y bajo distintas alianzas y distintos dispositivos políticos, construir un país industrial. Ese intento se abandona explícitamente en 1975. Hay una fórmula muy precisa de José Alfredo Martínez de Hoz: «el desarrollismo fracasó», dice. A partir de ese diagnóstico, se da un cambio drástico en el programa del partido de Estado, que se ve claramente en la conformación de la deuda externa, en la valorización de los activos financieros, en la transformación del Banco Central en caja de conversión… La discusión actual sobre el Banco Central demuestra hasta qué punto fue una política sistémica y cómo persiste la dificultad estructural para construir un nuevo programa.

En el libro se muestra con insistencia la importancia que tuvo el llamado programa Pinedo, como expresión de una alternativa consistente a la Argentina agroexportadora que había entrado en crisis, precisamente, en 1930.

El libro muestra que los programas no dependen de la capacidad literaria de quien los escribe. De alguna manera, la circunstancia construye la diferencia entre un programa y literatura. Un programa se hace en determinadas condiciones históricas y debe tener la capacidad, además, de sintetizar adecuadamente esa necesidad. El golpe de 1930 se hace, precisamente, porque son conscientes de que así no hay modo de seguir, aunque no sepan cómo reemplazarlo. Por lo tanto, constituyen un gobierno adecuadamente sensible a las necesidades más inmediatas de ese bloque. En ese contexto, Federico Pinedo elabora su programa.

¿Quién era Pinedo? ¿Uno de los personajes más lúcidos de la clase dominante? ¿O un outsider?

Era un outsider, sin dudas. Viene del linaje socialista, del partido de Juan B. Justo. Y saca algunas conclusiones muy significativas, en términos políticos, pero, sobre todo, en términos programáticos. Primero, promueve las juntas nacionales de carnes y de granos; y el Banco Central, durante el gobierno de Agustín P. Justo. Luego, en 1940, presenta formalmente su programa. Pinedo es un hombre capaz de pensar, con herramientas propias, una crisis global, cosa que podían pensar muy poquitos en el mundo.

John Maynard Keynes, por ejemplo.

Claro, Keynes es otro que pensaba en términos parecidos. Pero conviene recordar que Keynes, lo que escribe en 1936 se ejecuta después, en condiciones propicias para que el libro dejase de ser buena literatura y pasara a ser el manual del nuevo ciclo del capitalismo. La comprensión que Pinedo tiene, en 1940, de la resolución de la Segunda Guerra Mundial, de cómo Gran Bretaña iba perdiendo lugar y cómo Estados Unidos se perfilaba para ocupar el nuevo cetro, no la tiene, por ejemplo, Theodor Adorno. Si se lo compara con las cartas que envía a sus padres, se puede advertir que Adorno, una de las principales cabezas del siglo XX, no entiende lo que sí entiende Pinedo, en el mismo contexto. Y eso que, para esa época, Adorno ya vivía en Estados Unidos… Eso prueba, por otra parte, que ni los grandes hombres juegan bien en todas las canchas.

Existía un programa que se aplicaba a tientas. La aparición del peronismo «complica» más las cosas, ¿no?

Pinedo es brillante en la comprensión de las transformaciones económicas. Lo que no comprende es que estas transformaciones económicas van a arrojar una nueva forma de hacer política. Eso fue el peronismo. En la lógica del plan Pinedo, la clase obrera debía tener una demanda solvente, exigente y significativa. Pero se olvida de que este cambio de programa estructural supone un nuevo orden político necesario. Claro, o que el radicalismo aceptara como propio ese programa. Como el radicalismo no lo acepta como propio, queda ahí… Es más, cuando Pinedo lo presenta, el radicalismo tenía mayoría en las dos Cámaras. Y, sin embargo, no lo vota; lo deja encajonado.

¿Por qué no lo acepta?

Fundamentalmente, porque el radicalismo no hace nada que no sea expresión explícita del bloque de clase dominante. La idea de que un burgués, por el solo hecho de serlo, sabe lo que le conviene, es ridícula. Acá y en cualquier lado.

Cuando el golpe de Estado de 1955 derroca al peronismo se repite esta incapacidad. Pero la elite dominante sigue pensando en términos preperonistas. Ésa es otra problemática que plantea el libro.

Exacto. Y pensar en términos pre-peronistas es no pensar en términos políticos. Cuando piensan de esa manera se convierten en clase dominante que no alcanza a ser clase dirigente. ¿Por qué? Porque no tiene un programa para el conjunto de la sociedad. La idea de que se puede poner al margen a veinte millones de personas resulta disparatada. Sin embargo, estuvo presente durante mucho tiempo.

De ahí, también, la necesidad de pensar los golpes militares a partir de la responsabilidad de los partidos del sistema político.

Claro. Éste es otro fenómeno que hay que considerar. Alejandro Agustín Lanusse, en un libro que se llama Confesiones de un general, plantea que la conformación de grupos de tareas destruyó la cadena de mandos y descompuso a las Fuerzas Armadas. Eso ya estaba explícito en el hecho de dar cumplimiento a las órdenes inconstitucionales de Isabel Martínez de Perón e Ítalo Argentino Luder. Videla, en una entrevista reciente, no dice más que la verdad: las órdenes impartidas eran ésas. Es decir, no fue un simple golpe militar. Fue un golpe cívico-militar, de amplia coalición política y social. El conjunto de los partidos del arco parlamentario lo sostuvo. Por eso, cuando Raúl Alfonsín da la orden a la Conadep de investigar lo sucedido, fija como fecha límite el 24 de marzo de 1976, para que quede muy claro que lo anterior es «democrático». Democrático, de ninguna manera. La posibilidad de una intervención militar a una provincia no puede hacerse sin la decisión del Congreso. Por eso el Operativo Independencia, en Tucumán, es inconstitucional e ilegal. Sin embargo, en el juicio a las Juntas se lo dejó de lado. Se quiso negar y no reconocer que esas órdenes fueron impartidas, que la responsabilidad política existió y no es sólo de las Fuerzas Armadas. Es también del bloque de clases dominantes y su sistema de partidos. Hubo víctimas y victimarios, y beneficiarios de la política de destrucción que construyó esa dictadura.

Ahí Martínez de Hoz aparece como la personificación de este nuevo esquema. Presidente de una de las empresas líderes del país, miembro de la Sociedad Rural, de Apege, del Consejo Empresario…

El programa de Martínez de Hoz, en realidad, es el del ingeniero Celestino Rodrigo, una figura oscura de nuestra historia.

Y de Ricardo Zinn.

Sí, que es su dador de sangre intelectual. Aquí lo que hay que tener en cuenta es que la misma base social empresaria que sostuvo el Plan Gelbard define la suerte del plan de Rodrigo. Y el hombre que sintetiza políticamente este programa es Martínez de Hoz, quien, nada casualmente, había jugado al fracaso del programa de Gelbard. Tampoco hay que olvidarse de que Zinn fue el numen de la privatización de Entel durante el menemismo, comienzo-piloto de toda la lógica que se impuso después. Lo que demuestra, una vez más, que la lógica entre un período y otro es la misma y el personal, en cierta medida, también. Más allá, claro, de que el mecanismo institucional fuera otro.

En algún pasaje del libro usted plantea la importancia de «quitar la bruma» para que el peso de los muertos deje de «atormentar a los sobrevivientes» y los paralice.

Es que la sociedad argentina, en su infinita actitud de fuga hacia ninguna parte, suele esquivar el hecho de que el golpe contó con un respaldo absolutamente mayoritario. Alfonsín podía aplaudir el golpe de Estado desde la revista Propuesta y control e integrar la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos sin ninguna clase de conflictos. Esto nos dice, además, qué era lo que pensaban aquéllos que estaban a favor de defender el estado de derecho, aunque eso no significase gran cosa, porque ya no se respetaba desde, por lo menos, febrero de 1975. En esas condiciones queda claro que la subjetividad de cada uno es parte del terreno de la disputa. Es más, hay una regla de las Ciencias Sociales que dice que «nada de lo que la compacta mayoría no desee, sucede». Esto se puede probar empíricamente. Acá «sucedió» porque la compacta mayoría estaba de acuerdo y deseaba que sucediera. Leyendo las cartas de lectores de los diarios en aquellos días, por ejemplo, queda absolutamente claro que la sociedad argentina sabía todo. Está registrado como si fuesen esquirlas discursivas.

Aun cuando se diga que nada se sabía, en la relectura que se hace, en democracia, de aquel período…

Decir lo contrario es una muestra más de la infinita fuga hacia adelante del travestismo nacional, de la mayoría amorfa. Si se mira el comportamiento sistémico, que es el más educativo de todos (es decir, lo que sucede a pesar de), se advierte que la protección y la impunidad fueron moneda corriente desde 1975 hasta 2001, inclusive. Si algo faltaba para validar esta interpretación, el general Videla tuvo la «amabilidad» de volver a recordarnos que fue así.

¿Por dónde pasa el nudo explicativo del comportamiento de esa mayoría?

Por la enorme dificultad para percibir la realidad. Es una mayoría que alucina. Se dio de manera parecida en el conflicto campero, salvando las distancias. Que un señor que tiene diez millones de dólares en la Pampa Húmeda defienda la eliminación de las retenciones, me parece razonable. Ahora, que un señor que no tiene ni una maceta razone igual me parece un despropósito… Pero esto no es eterno, como se está viendo. Cuando alguien está derrotado, su propia experiencia no es fuente de conocimiento legítimo, porque no confía en ella, ni le resulta generalizable. Ahora, cuando se restablece la relación entre los delitos y las penas, entre las palabras y las cosas en la estructura de significación lingüística que hace posible la diferencia y, por lo tanto, la política, se recupera la aptitud para volver a contarse cada uno su propio relato. Y, sobre todo, para detectar los relatos que no encajan con esa experiencia que vive y así darse cuenta de que le están haciendo trampas. Ese debate es posible hoy; no lo era hasta muy poco.

La política como administración de lo dado fue uno de esos nuevos datos de la realidad política posdictadura. De alguna manera, la democracia nace con un considerable nivel de impotencia. Ésa es otra idea fuerte del libro.

Así es: la democracia de la derrota. Y esa administración de lo dado, para poder sobrevivir, construye su mayoría amorfa. Una mayoría que defiende lo dado como lo único posible. Para decirlo en términos de «relato», defiende que el único camino imaginable es el que nos llevó al estallido de 2001. Si algún otro relato hubiera calado, habría sido posible evitar eso. Y no caló porque el sistema de significación no tenía esa actitud, porque se había roto la relación entre las palabras y las cosas. Cuando alguien roba un estéreo y cumple su condena en la cárcel de Batán, mientras el curita Von Wernick o Etchecolatz caminan libres por la calle, queda claro el mensaje… Bastó que estos juicios empezaran a funcionar para que los alumnos de un colegio primario del sur de la Argentina escucharan un discurso de una vicedirectora a favor de la dictadura, lo grabaran y, con la grabación en la mano, las autoridades la destituyeran. Eso vale mucho más que cien horas de derecho cívico e instrucción democrática. No es un cuentito que se cuenta y que se contrapone a otro. No. La experiencia ya es otra. La ley es asumida como tal porque tiene la punición.

¿Hasta qué punto este nuevo ciclo supone la aplicación de un programa económico-político alternativo al que parió la dictadura?

La democracia de la derrota tuvo una codirección, de hecho, entre el radicalismo y el peronismo. Y la reforma constitucional de 1994 es uno de sus símbolos máximos. Para esa política, el gorilismo ya no funcionaba. Por esa misma razón Fernando de la Rúa no cambió nada cuando llegó al gobierno, por más que ya entonces se advirtiese que todo se derrumbaba. ¿Por qué? Porque nadie estaba dispuesto a cambiar algo. Hasta 2001, por lo menos.

¿Cuál es la novedad, entonces, que trae el kirchnerismo?

La novedad es la recuperación de la relación entre los delitos y las penas. Acá se confunde esto con política de derechos humanos. Es también eso, pero es mucho más que eso. Es ni más ni menos que el restablecimiento de un estado de derecho. La Argentina, hasta 2001, no tenía estado de derecho, sino estado de excepción. Si alguien violaba con las charreteras puestas lo hacía como una causa patriótica, no como un delito. La presuposición de todo orden jurídico posible es la igualdad ante la ley. Cuando uno rompe esta regla, rompe el orden jurídico. Lo que se hizo aquí es restablecer la igualdad ante la ley.

El legado de León

León Rozitchner, como tutor de su tesis doctoral, tuvo mucho que ver con este libro. A menos de un año de su muerte, ¿cuál cree que fue su principal contribución para la cultura argentina?

León tuvo una sola tragedia: ser argentino. Si hubiera sido, por lo menos, español, lo habrían traducido a casi todas las lenguas. Si se hubiera quedado en Francia, por ejemplo, Gilles Deleuze habría sido un error de imprenta. No estoy chicaneando, porque tengo mucho respeto por Deleuze. Su trabajo en Antiedipo es una de mis lecturas inevitables. Sin embargo, Deleuze se detiene en un punto donde León no lo hace. León pensaba con su cabeza, no le pedía permiso a nadie y no formaba parte de ninguna estructura. Pero, como digo, tenía el capitis diminutio de ser sudamericano y no tener un aparato detrás. Por lo tanto, su Freud y los límites del individualismo burgués, que escribe mucho antes de que existiese el posestructuralismo en filosofía o que el feminismo hiciese sus aportes, no tuvo la repercusión que hubiera merecido.

¿La tendrá en algún momento?

La circulación de ideas tiene mucho que ver con la necesidad que una sociedad tiene de utilizarlas. Mientras estas ideas no fueron sentidas como necesarias ni por la sociedad argentina, al principio, ni por la sociedad sudamericana, el lugar de León se vio muy constreñido. Pero acá viene la novedad: de ahora en más, la visibilidad de Sudamérica va a ser la más alta de la historia del capitalismo. Y León va a volver a ser leído en otras condiciones. Estas nuevas condiciones van a permitir que su fenomenal cabeza, que funcionó hasta el día antes de su muerte, siga funcionando como un eco colectivo. Las puntas vivas del León muerto, como diría Freud, siguen en nosotros y están vivas.

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar//2012/03/23/5216.php