Las explicaciones dadas por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en particular; y por sus personeros, en general; sobre el video en el que se observa a su hermano recibiendo bolsas de dinero para financiar al movimiento (Morena) en 2015, cuando el movimiento ya no era tal, sino que más bien ya gozaba del estatuto de partido político (lo cual, en legislación electoral, supone una personalidad jurídica distinta), no son suficientes y de ninguna manera son aceptables para justificar los actos que ahí se observan, en materia de financiamiento ilícito a partidos políticos o cualquier otro tipo penal electoral que de ello derive. Menos aún lo son de cara al escándalo de corrupción evidenciado por esos otros videos (en los que los embarrados son el priísmo y el panismo, a menudo apuestas políticas siamesas) y la denuncia de hechos realizada por Emilio Lozoya Austin, sobre el saqueo a la nación cometido por el calderonismo que por el peñanietismo.
En uno y otro caso, lo que se observa son prácticas similares, o en todo caso análogas, en las que el tema de fondo sigue siendo el sometimiento y la dependencia estructural de la política formal respecto del financiamiento de privados, más allá de los recursos públicos que se destinan para el funcionamiento del sistema de partidos (supuestamente para prevenir las disparidades en el acceso a recursos, en donde estos se calculan en proporción al éxito obtenido en cada elección; y para evitar que intereses empresariales capturen a los partidos en favor de sus agendas propias). Y por eso, porque en uno y otro caso el fondo de la materia es el mismo, argumentar en defensa de uno y en condena del otro que las cantidades y la procedencia no son las mismas no pasa de ser un intento (por lo demás patético) de legitimar para sí lo que en la experiencia análoga de la oposición se califica como la mayor muestra de la degradación moral del servicio público.
Pero además, si para los opositores a la plataforma de gobierno encabezada por López Obrador el vídeo escándalo protagonizado por su hermano supone un acto de hipocresía por parte del presidente —toda vez que su bandera política más recurrente es la del combate a la corrupción—, que en última instancia tendría que conducir a hacer notar a la población que Morena no es distinto de nada que no se haya experimentado ya en la historia del sistema de partidos mexicano; argumentar (como lo hacen panistas y priístas), a su vez, que los videos de Pío López Obrador justifican que no se diga más sobre el caso de Lozoya, que no se siga con el proceso y que se deslegitime a todo intento de llamar a cuentas a los señalados por el exdirector de Pemex —porque el gobierno que encabeza dicho esfuerzo está marcado por el mismo pecado original, tendría que ser tomado desde la sociedad como lo que es: el argumento hipócrita equivalente a la hipocresía que se señala en López Obrador. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: reducir al opositor (en este caso, al gobierno de la 4T) por parte del priísmo, el panismo y sus rémoras a la misma condición o calidad moral de Lozoya Austin no ataja el problema de raíz: la lógica sistémica del sometimiento de la política a las finanzas empresariales.
De ahí que la insistencia de priístas y panistas por desmarcarse a sí y a sus respectivos partidos de toda proximidad y nexo con Lozoya y cualquiera de los involucrados en el caso de corrupción en el que se halla inmerso implique poner en juego una estrategia discursivo-ideológica en la que el priísmo y el panismo reconocen para sí que la corrupción es un fenómeno personalísimo, en el que las grandes estructuras institucionales no tienen mucho que ver, siendo ellas las victimas de desviaciones morales de individuos aislados (como si los montos financieros, los botines políticos, los beneficios políticos y los reclamos empresariales fuesen tan insignificantes como para pasar inadvertidos); mientras que para el morenismo el mismo fenómeno lo reconocen como un rasgo de identidad, que se mueve a través de empujes sistémicos, con fundamentos estructurales y de carácter irrenunciable: la 4T es ella —sentencian—, de origen, corrupta, esa es su naturaleza irrenunciable, inmodificable, pues no es cosa de unos cuantos, sino de la totalidad del movimiento, partido y gobierno.
Argumentos similares, por ejemplo, se encuentran velados en los discursos de intelectuales orgánicos del panismo y el priísmo para quienes el tema de la corrupción es un fenómeno de pesos y contrapesos partidistas, de estímulos (pecuniarios) de conductas honorables y de castigos (carcelarios) de comportamientos deshonestos y reprobables; y no un tema que en el fondo se trate de una cultura política (y en general de una lógica cultural con diferentes mediaciones o especificidades de conformidad con los círculos y las dinámicas sociales, políticas y económicas en las que se participe) en la que también se premia a la corrupción y a la falta de ética.
No hace falta seguir tan de fondo a ambos argumentos aquí señalados para observar que, en el caso del primero, lo interesante es que en él se pone en tela de juicio al principio mismo sobre el cual está edificada la totalidad de la arquitectónica de los sistemas de justicia occidentales (y el mexicano entre ellos): el rol de la confesión de parte; pues, si, como los políticos involucrados y sus intelectuales a modo argumentan, la palabra de un criminal no vale nada porque ésta lo único que expresa es la voluntad del individuo de decir lo que sea para salvar su libertad, implicando o acusando a otras personas que nada tuvieron que ver con los hechos, la pregunta que queda al final del día es, entonces, ¿con base en qué elementos habría de sustentarse la presunción de inocencia, por un lado; y el peso que tendría la confesión de los hechos en voz de un imputado, por el otro? Y es que, en efecto —y al margen del reconocimiento de que así como un imputado es capaz de decir cualquier cosa para salvar su libertad, un acusado por ese imputado es capaz de decir cualquier cosa para evitar encontrarse en la misma situación que ese aquel—, si las declaraciones de los acusados son nulas por el hecho mismo de ser acusados o criminales confesos, ¿qué fundamento sustenta toda la historia del sistema penal mexicano, las sentencias dictadas, la naturaleza misma del juicio, la función de la exposición de los hechos, la declaración de las víctimas, la confesión de los victimarios, etc.? La respuesta es: ninguna. He ahí el peligro de la defensa política emprendida por los acusados por Lozoya.
En el caso del segundo argumento, por el otro lado, lo que resulta interesante y es importante no pasar por alto es que en la negación absoluta de que los fenómenos de corrupción sean reflejo de normas de convivencia, en particular; y de todo un sistema cultural compartido por una colectividad, en general; privilegiando una comprensión de los mismos a partir de la pura retribución financiera y el castigo carcelario, lo que se omite es, en principio, que los mayores fenómenos de corrupción de los que da cuenta la historia de este país tienen por actores privilegiados a grandes complejos empresariales, a corporaciones transnacionales, a personalidades de riquezas enormes cuyo éxito en la corrupción de aparatos gubernamentales (en parte o por entero), se debe a que se premia sistemáticamente con grandes sumas de dinero dichos actos; en segundo lugar, que, por parte del gobierno (en teoría los entes corrompidos, aunque la realidad es que son eso, pero también corruptores), lo que se premia es la obtención de favores políticos que ayudan a afianzar la posición que se juega en un sistema político dado y, con ello, el acumulado de riqueza patrimonial para sí o para miembros del círculo cercano (familiares y amigos); y, en tercer lugar, que las instituciones no son, de ninguna manera, entidades en condición de exterioridad respecto de los individuos que las hacen funcionar, como si una institución fuese una entidad etérea con lógica propia que actúa por encima de las personas que la echan a andar, y que por esa misma razón tiene la capacidad de corregir las desviaciones que se cometen en su seno.
Al final, pues, de este tipo de crítica al culturalismo en el diagnóstico de la corrupción, lo que no se entiende es que la corrupción es tal porque su fundamento está en la posibilidad de obtener beneficios pecuniarios; es decir, opera únicamente ahí en donde culturalmente es aceptable y aceptado el premiar el ascenso social, político, profesional, económico, etc., a través de la erogación y la obtención de recursos financieros, monetarios y en especie; favores políticos y empresariales que redunden en una acumulación mayor de patrimonio y riqueza personal y/ o colectiva (de un grupo político), y sus similares y derivaciones.
Puestas así las cosas, dicho sea de paso, sin duda este es el punto que se halla de fondo en los videos de Lozoya Austin y de Pío López Obrador. Y es indudable, asimismo, que el momento en que se decidió librar la grabación del hermano del presidente tiene el objeto de deslegitimar cualquier cosa que se diga sobre el caso en el que los principales señalados son tres expresidentes (Carlos Salinas, Felipe Calderón y Enrique Peña) y algunos de sus secretarios de Estado más cercanos (como Luis Videgaray). La reacción de la sociedad, no obstante, tendría que ser la contraria: proceder en contra de los involucrados en ambos casos y avanzar bajo la misma lógica en uno y otro, pues sólo así se podría saber, con algún grado de certeza, que lo que se muestra en los videos de una y otra parte no son excepcionalidades que rompan alguna norma de cultura política ajena al financiamiento privado y por fuera de los canales públicos definidos, sino que son, antes bien, la norma del funcionamiento de la política en este país y en el resto del mundo en donde se ensaya la política a la manera occidental. Ser consecuentes con esa postura y en esa demanda, además, también tendría que derivar en el ser intransigentes con todos los casos presentes y, sobre todo, pasados, en los que se ha documentado, señalado, investigado y/o comprobado financiamiento irregular a campañas electorales, a partidos políticos, a gobiernos en funciones, a servidores públicos y demás.
Y es que, en efecto, pedir la actual crucifixión de la 4T, olvidando, por ejemplo, a los amigos de Fox, en la campaña presidencial de Vicente Fox; al Pemexgate, por parte del priísmo a principios del siglo; al Monexgate, que llevó a la presidencia a Peña Nieto; y tantos otros casos en los que se puso de manifiesto que una mayor erogación de recursos financieros por parte de los partidos suele redituar en un mejor posicionamiento electoral y, en segunda instancia, en una trama de mayores favores y prebendas cuando se ejercen las funciones del cargo público (grandes contratos públicos, adjudicaciones de obras, construcciones faraónicas, licitaciones sin competencia, etc.); no hace sino confirmar la hipocresía de aquellos y aquellas que hoy se rasgan la voz y se dan golpes de pecho de adalides de la ética en la política cuando lo que tendrían que estar pidiendo es que en esos otros casos, no por ser cosa del pasado, se proceda a investigarlos y emitir un veredicto sobre los actos que ahí se cometieron.
Hacerlo así en el presente, por ejemplo, redundaría, como efecto simbólico, de importancia mnemotécnica específica, en sancionar lo que desde entonces es un secreto a voces en la cultura política de la sociedad civil mexicana: que somos, en el presente, producto de esa historia y de esos actos de corrupción; que las cosas pudieron haber sido distintas (porque el hubiera, en política, sí existe) y que las injusticias que se cometieron en contra de la sociedad mexicana, producto de esos resultados ilegítimos, deben ser reconocidas, reparadas y garantizadas frente a cualquier posible repetición. Es un absurdo que en medio de tanta indignación por los videoescándalos actuales, los casos pasados de corrupción sigan siendo tomados apenas como material periodístico sin mayor trascendencia institucional (o moral), como puras anécdotas que jamás pasaron de ser especulaciones nunca confirmadas (y por lo tanto siempre presupuestas como inexistentes) y que los involucrados y las involucradas en esas situaciones no únicamente sigan rotándose en cargos de elección popular en los tres poderes del Estado, en sus tres niveles de gobierno; sino que, además, y lo que es peor, nunca llegasen a ser siquiera investigados e investigadas por los señalamientos hechos en su contra.
A estas alturas, de ser consecuentes con la indignación presente, el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción Nacional y sus rémoras (como el PRD) ya deberían de haber perdido en varias ocasiones sus registros como partidos políticos; y sus miembros más destacados, inhabilitados para ejercer cualquier cargo público.
Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México,
@r_zco