Una sociedad en trance de mayoritario padecimiento, con prolongado declive del nivel de vida, la calidad de la democracia en decadencia se suma al horizonte de degradación.
Ya hace tiempo que en épocas preelectorales se habla sin rubores de la importancia del “aparato” que garantice fiscales suficientes para “cuidar el voto”. El hecho puede parecer una anécdota menor. Sin embargo pone en evidencia que ha quedado desvirtuado el respeto al sufragio popular, el requisito más elemental de las formas democráticas.
En un sistema donde el supuesto gobierno del pueblo se reduce a la emisión periódica del sufragio, ´no hay garantías de que el sentido del voto se respete. Voto que además está condicionado de mil maneras por el poder económico y mediático. Y por los “aparatos” que mencionamos en el párrafo anterior, que someten, desmovilizan y desorganizan. O sólo “mueven” a quienes están bajo su férula cuando conviene a sus propios intereses.
El país “roto”
Claro que hasta se nos podría reprochar que aquí estamos deteniéndonos en exceso en aspectos más bien formales. Vivimos en una sociedad donde no hay proyecto productivo, laboral, educativo, sanitario ni cultural dirigido a la mayoría de la población. Apenas una opción indiscriminada por el extractivismo exportador, las ganancias financieras y una amplia gama de negocios con el Estado o viabilizados por las garantías que el aparato estatal ofrece a los inversores capitalistas a cambio de casi nada.
Ese “modelo de país” es el escenario de un proceso en el que la sociedad argentina ha pasado de cifras de pobreza de un dígito a otras que bordean el 40%. Y de pequeños porcentajes de precariedad laboral a magnitudes siempre crecientes de inestabilidad y pérdida de derechos para trabajadoras y trabajadores.
Para no quedarnos en el terreno de las cifras, vale reproducir un pasaje del cuadro lacerante que pinta Matías Gianfelice en una nota de este mismo medio: “Toda la zona, como la mayoría del conurbano bonaerense (y de las periferias urbanas de todo el país), está saturada de presencias agobiantes: hay pobreza, hay falta de cloacas y red de agua potable, hay barro, hay changa precarizada, hay asalariadxs pobres, hay paternidades borrachas, violentas y ausentes, hay maternidades adolescentes no deseadas, hay pedazos de escuelas rotas y salitas sin vacunas ni pediatras. Hay tanto roto que te cortas a cada respiro.”
Esa “rotura” generalizada, que tiene pálido reflejo en estadísticas de por sí terribles, marca el hecho de que la verdadera libertad le es expropiada a las clases subalternas por medio de una suerte de “carencia planificada” frente a la que partidos, candidaturas, propaganda política, elecciones, son dimensiones lejanas, ajenas e incluso aborrecibles.
El afrontar el desafío cotidiano de una supervivencia cargada de privaciones y amenazas de toda laya, hace que el juego de la política de las elites se torne una obscenidad, una burla cruel en la que los “representantes” ponen en evidencia con sus prácticas un profundo desprecio por sus “representados”.
El discurso vacío en medio del abandono
El discurso sobre la necesidad de “ayudar” a los “más necesitados”, de proteger a los sectores “vulnerables” suena hoy a hueco como nunca antes. Entre muchos ejemplos posibles de la magnitud de la impostura, tenemos al de la ministra de Desarrollo Social, que accedió al cargo bajo un aura de supuesta sensibilidad hacia la problemática popular. Y apenas asumida se lanzó a un destructivo ajuste sobre los planes sociales, a la descalificación de los movimientos piqueteros y hace oídos sordos a los más elementales reclamos para comedores y merenderos.
Y no es una funcionaria “técnica” sino una dirigente política que ha sido diputada y ha hecho campaña llena de promesas en el devastado conurbano bonaerense.
Su actuación marca hoy el tono de una coalición política que gobierna atada a los dictados del Fondo Monetario Internacional, el gobierno de EEUU y el capital trasnacionalizado, tanto de origen local como extranjero. Lo hace en nombre del que aspira a ser el movimiento popular por excelencia; el peronismo.
Los “progresistas” de la alianza gobernante enarbolan las ampliaciones de derechos y mejoras del nivel de vida de los tres períodos presidenciales ejercidos por Néstor y Cristina Kirchner, mientras intentan aportar legitimidad política, “orden” y “gobernabilidad” al ajuste despiadado que encabeza “Sergio” al que a diario le reconocen el “esfuerzo” que realiza.
Mientras culpan en exclusiva al presidente Alberto Fernández, que ha aportado sometimiento a los poderes permanentes y una llamativa ineptitud para gobernar, pero dista de ser el responsable principal.
Entretanto, lo más granado de la gran empresa hace negocios fabulosos, sacando incluso partido del nivel brutal de inflación que expropia la capacidad de consumo de trabajadores y pobres. Y acumula privilegios otorgados por el gobierno, entre los que el “dólar soja” y afines son sólo una muestra de los más arteros e injustificables.
Los empresarios perciben lo anterior apenas como una etapa preparatoria de la ofensiva de máxima contra las clases explotadas y empobrecidas. La que esperan emprender desde diciembre de este año, cualquiera sea el gobierno que asuma. Muchos de ellos apuestan al clima de disolución social y desconcierto político, que se integre a un shock de alta inflación y caos económico que debilite las resistencias frente a políticas destructivas.
Lucha es democracia
En esas condiciones preguntarse por la triste suerte de la democracia argentina puede parecer fuera de lugar. Hasta una relativa trivialidad frente otros padecimientos acuciantes. No lo es, en circunstancias en que las derechas piensan apoyarse en su republicanismo farsesco para sacar ventaja electoral sin privarse de invocar la libertad y la democracia.
Lo hará para dar manto de consenso a la aplicación plena de su programa, mejor si es con el apoyo del peronismo “racional”. El mismo que florecerá con lozanía si el oficialismo sufre una derrota electoral muy severa.
Ante tal perspectiva, la resistencia y la lucha de calles serán también un combate por arribar a una democracia verdadera, que ponga en su base el reclamo de una vida digna para las clases populares.
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