El año electoral en Argentina hace que las facciones más reaccionarias se dediquen a conspirar. Jueces cómplices con los victimarios, bandas criminales que pretenden crear zozobra. Aun faltan más de seis meses para las elecciones presidenciales pero los sectores más reaccionarios de Argentina ya lanzaron su estrategia conspirativa y de provocaciones. Son elementos sin representatividad […]
El año electoral en Argentina hace que las facciones más reaccionarias se dediquen a conspirar. Jueces cómplices con los victimarios, bandas criminales que pretenden crear zozobra.
Aun faltan más de seis meses para las elecciones presidenciales pero los sectores más reaccionarios de Argentina ya lanzaron su estrategia conspirativa y de provocaciones. Son elementos sin representatividad social pero tienen el respaldo de corporaciones tan tradicionales como conocidas por haber apoyado golpes de Estado y dictaduras.
En ese enjambre se ubican políticos que hacen lo imposible para desdibujar su pasado, elementos fascistas enquistados en altas esferas del Poder Judicial, y casi la totalidad de los grandes medios de comunicación, como por ejemplo el diario La Nación, un verdadero mascarón de proa de esa nave con nostálgicos de la tortura y del autoritarismo.
Tampoco faltan operadores económicos y financieros ligados al lobby de la embajada de Estados Unidos y bandas policiales y parapoliciales que, pertenecientes al aparato represivo aun no desmantelado, operan con camarillas de militares y ex militares.
El 24 de marzo pasado, durante los actos por el aniversario del golpe de Estado de 1976, y desde una tribuna levantada donde durante la dictadura funcionó uno de los tantos campos clandestinos de concentración, el presidente Néstor Kirchner puso en su boca un reclamo que proviene del conjunto de la sociedad: transparencia y celeridad en los juicios a los militares y represores en general, que aún permanecen impunes.
Dirigió sus demandas a la Cámara de Casación (el máximo tribunal penal del país), que en forma ostentosa alberga a jueces de confesada admiración por los torturadores e incurre en irritantes demoras en el trámite de las causas.
Al día siguiente, el presidente de ese tribunal, Alfredo Bisordi, acusó al presidente de interferir en las funciones del Poder Judicial y el miércoles último, la Corte Suprema, aunque con medias palabras en sus dichos, respaldó a la Cámara de Casación.
Más allá del legítimo derecho -y la obligación constitucional- que tiene el presidente de alertar sobre las imperfecciones del Estado y promover las correcciones que sean necesarias, en 2005 el juez Bisordi fue apercibido por el Consejo de la Magistratura por haberse referido a una de las víctimas de la represión ilegal de la dictadura como «delincuente terrorista».
En cualquiera de los sistemas penales y judiciales implantados a partir de la Revolución Francesa, todo magistrado autor de manifestaciones de ese tipo queda ética y legalmente inhabilitado para impartir justicia en casos en los cuales, a priori y para él, las víctimas son «delincuentes».
Sin embargo, más allá de los esfuerzos realizados por la actual Administración para reformar al menos el funcionamiento de la Corte Suprema viciada de complicidad con los actos ilegítimos que cometió el Estado durante la década del ´90 – los años de plomo del modelo neoliberal -, parecería ser que, en términos generales, la corporación judicial argentina no se enteró de la Revolución Francesa.
Estos pataleos de la ultraderecha encontraron rápidos amplificadores en las páginas, pantallas y emisoras de los grandes medios de comunicación. Los mismos que se encargaron de saludar al paso de dictadores y genocidas, en la actualidad pretenden erigirse en «custodios de las instituciones», instituciones que bajo ningún aspecto fueron lesionadas por los reclamos presidenciales.
El presidente le recordó a la Corte Suprema que «gracias a su desmesura» -de desmesuradas había calificado el máximo tribunal a las quejas del jefe de Estado- fue posible modificar la composición de esa Corte después de una década de connivencia de la misma con las políticas que llevaron al país a una de las crisis económicas, sociales más severas de su historia.
Al día siguiente, y reforzando lo que viene haciendo sistemáticamente sea cual fuere el tema que trate, el diario La Nación -el ya mencionado mascarón de proa de las camarillas fascistas- lanzó toda su batería de tergiversaciones en páginas noticiosas y de opinión, con el propósito de describir un supuesto «conflicto de poderes», que sólo existe en los planes conspirativos de quienes no encuentran la forma de revertir un hecho que se anuncia como irrefutable: el casi seguro aluvión de votos que recogerá en la próximas elecciones generales la fórmula gubernamental.
Por supuesto que esos mismos voceros de la reacción más concentrada sistematizan su campaña contra la decida estrategia de integración que trazaron los presidente Kirchner y Hugo Chávez de Venezuela y vociferaron hasta el cansancio ese reciente despropósito diplomático y legal -por lo inadmisible desde el punto de vista del derecho internacional- que fueron las críticas de un alto funcionario del Departamento de Estado al acto realizado hace dos semanas en Buenos Aires, con Chávez como orador.
Pero los dinosaurios no se conforman con operaciones mediáticas y están haciendo uso de la no tan secreta asociación que existe entre policías, parapoliciales y elementos del crimen organizado, para provocar zozobra entre las capas medias de la población, protagonizando una ola de robos y otros delitos contra «ricos y famosos», hechos que por supuesto tienen una inmediata repercusión en los medios de la corporación periodística.
Corporación ésta que asocia la defensa de sus intereses económicos con el sostén a las posturas políticas más reaccionarias. En el libro «Periodistas y Magnates» (Prometeo, Buenos Aires, 2006), los investigadores Guillermo Mastrini y Martín Becerra señalan que ya en el año 2000, «el sector infocomunicacional en Argentina presentaba un importante nivel de desarrollo, desarrollo que se ve opacado por un nivel de concentración importante».
«Si bien en casi todos los mercados (con excepción de la telefonía básica y móvil) hay una importante diversidad de operadores, la mayoría de los mismos sólo alcanza una presencia testimonial, tanto económicamente como por la cantidad de abonados y audiencia. El primer operador recauda en promedio el 31,64 por ciento de la facturación de los mercados (TV abierta y de pago, telefonía básica y móvil, Internet) y reúne al 32,39 por ciento del público o clientes (prensa, radio, TV abierta y de pago, telefonía básica y móvil). Si se considera a los primeros cuatro operadores, el nivel de concentración alcanza al 73,68 por ciento de la facturación y al 77,15 por ciento de la audiencia abonados», añaden los autores de «Periodistas y Magnates».
Esa es la libertad de prensa y la democracia que defienden las corporaciones periodísticas argentinas y a las que apela, por ejemplo, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), cada vez que lanza sus andanadas contra el gobierno, gobierno que por cierto tiene que tomar medidas concretas para democratizar los espacios comunicacionales en una dirección opuesta a la reclamada por la derecha. Para ello el Estado debe encarar claras iniciativas de apoyo a la auténtica comunicación comunitaria y de los movimientos sociales.
Para que su enfrentamiento con los sectores más reaccionarios del sistema de poder sea efectivo y su renovada toma de posición en favor de un rápido esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad tenga la eficacia que debe tener, el gobierno tendrá que profundizar su aun insuficiente política en materia de distribución de ingresos y poner en tensión todas su capacidad de movilización para desmantelar los aparatos represivos que se mueven en las tinieblas, elementos que, entre otras cosas, secuestraron y mantienen desaparecido a Julio López, testigo clave para la condena a uno de los muy pocos ex represores que fueron efectivamente sometidos a la justicia.
Si la memoria alcanza su máximo sentido toda vez que se convierte en presente, la superación del estado de impunidad demanda ponerle fin a los sistemáticos abusos policiales, que los ciudadanos privados de su libertad conforme a Derecho puedan hacer pleno ejercicio de su condición humana, y que las políticas macro y microeconómicas apunten al establecimiento de un paradigma de sustentabilidad y justicia social.
También que impere el principio de soberanía alimentaria – y el mismo es incompatible con el diseño de monocultivo que consagra la República de la Soja -, que no haya niños sin escuela ni atención médica, que la pobreza sea erradicada y el desempleo y el empleo informal por fin desciendan en proporciones definitivas. Que las corporaciones más reaccionarias pierdan el control del aparato cultural y que el proceso de integración latinoamericana abandone para siempre su matriz neoliberal.
No se trata de una agenda sencilla pero sí de cumplimiento imprescindible para derrotar a los dinosaurios peligrosos, que no tienen base de sustentación social pero cuentan con recursos y corporaciones afectas a la conspiración antidemocrática.