Mientras en Argentina regurgitan aún los sabores del accionar cacerolero de hace 10 días y un polarizado debate persiste en el intento de aprehender su significación, se multiplica la utilización de este modo de protesta en el mundo aunque con menos espontaneidad y sorpresa. Si bien no es la única expresión sonora, el próximo sábado […]
Mientras en Argentina regurgitan aún los sabores del accionar cacerolero de hace 10 días y un polarizado debate persiste en el intento de aprehender su significación, se multiplica la utilización de este modo de protesta en el mundo aunque con menos espontaneidad y sorpresa. Si bien no es la única expresión sonora, el próximo sábado 13 de octubre se espera una protesta internacional empujada por el movimiento norteamericano «Occupy Wall Street». Para reforzar el apego cultural estadounidense a los manuales y sus mecanizaciones, en el sitio occupywallst.org puede hallarse la convocatoria al cacerolazo bautizado «#globalNOISE» (traducible como ruido global, aunque todo junto, con numeral y parte de mayúsculas como para ir aspirando a trendic topic de twitter) con un detallado instructivo sobre el uso de las cacerolas y sus características. «Recurra a cualquier cuchara o utensilio y golpee el fondo de un recipiente vacío, una sartén o cualquier objeto de cocina que no sea de vidrio. Nuestra experiencia dice que las cucharas de metal o madera se convierten en los mejores palillos de tambor», aunque no descartan el uso de matracas, vuvuzelas o cualquier otra tecnología ruidosa complementaria. Si bien la invitación es amplia, hay una clara expectativa de impacto y potenciación hacia los docentes de Chicago que están experimentando huelgas en estas fechas, y como expresión de la frustración internacional la mirada se dirige a los «indignados» españoles que llevan un año en las plazas o a los estudiantes canadienses que vienen protagonizando luchas. Apuntan evidentemente a actores perjudicados o excluidos y sobre todo sensibilizados y medianamente organizados. La primera pregunta que esto plantea es si será suficiente, inclusive tan sólo para hacerse oír.
Supongamos por un momento que la convocatoria tenga estridente éxito en Estados Unidos en particular y el mundo entero en general, tal como fervientemente deseo, dada su oposición a las políticas hegemónicas de exclusión y barbarie. El crítico movimiento Occupy, que se autoproclama con la provocativa eficacia expresiva del 99% de la población por oposición a un 1% de bendecidos por la gracia de la especulación financiera, votará más tarde sin embargo, mayoritariamente por Obama, responsable en última instancia de esas políticas objeto de sus protestas y de resguardar particularmente los intereses de la unoporcientocracia. No deja de ser paradójico que la opción política del propio movimiento sea la hoy gobernante, que simultáneamente se comporta simbólicamente como «voto castigo» hacia quien no gobierna aunque aspira a hacerlo, el candidato republicano, ya que no obstante su carácter de simple candidato le permitió exhibir la máxima sensibilidad hacia la exaltación de los privilegios y de defensa de banqueros y millonarios. En consecuencia, el máximo éxito esperable de la protesta para todo el norte (incluyendo aquí a los países europeos) es meramente defensiva y consiste en evitar que la situación de la gran mayoría de las víctimas de los ajustes empeore drásticamente producto de la profundización de las causas de sus penurias. En el mejor de los casos, todo continuará penosamente igual. Según la respuesta fáctica que se encuentre el 13 de octubre, habrá nuevos argumentos para caracterizar a los neocaceroleros, pero quizás también para poder diferenciar a algunas de sus partes constitutivas.
No sólo la naturaleza social y política de las protestas está puesta en cuestión sino también algo del orden de la eficacia práctica de las movilizaciones y luchas para modificar las políticas que las inspiran. Algo que debería comenzar a ponerse más conscientemente en debate, junto con el fenómeno de la reapropiación de los métodos populares de lucha a la que tuve oportunidad de referirme el domingo pasado (ayer mismo en Mérida, Venezuela, la derecha reaccionó con cacerolazos de protesta a la presencia de Hugo Chávez). Algo de ese orden recorre fantasmagóricamente el debate argentino actual sobre la significación de la protesta del 13 de setiembre y no sería inútil que el movimiento internacional pudiera retomarlo, ya que en sus referencias manualezcas omitió la mayor y más profunda experiencia de protesta cacerolera que hasta el momento se ha dado en el mundo entero. Precisamente la argentina de diciembre de 2001, cuya revisión también resulta indispensable para compararla con la experiencia reciente. Su carácter, propósitos y mecánica, parecieran iluminar mucho más que la composición social de los participantes.
Fue la concepción de la relación entre representación y ciudadanía la que el 19 y 20 de diciembre comenzó a resquebrajarse. Una nueva semántica de la ciudad pasó entonces a emerger abruptamente: fue dejando de ser expulsiva y la televisión fue perdiendo atractivo. Esta forma de «demoesclerosis» que transforma al ciudadano en una suerte de encuestado y televidente colapsó conjuntamente con el sistema económico. El ciudadano atrapado dentro de una igualdad jurídico-abstracta que le ofrece una cancelación imaginaria de las divisiones sociales reales comenzó a querer hacerse dueño de la ciudad y, por tanto, a intentar construir la ciudadanía por sí mismo. A diferencia de la posición subjetiva ciudadana actual (en Argentina y en el mundo) en aquella oportunidad la ciudadanía movilizada no salió a pedir mejores ofertas, sean electorales o de supermercado, sino a intentar construirlas por sí misma. Aquellos cacerolazos fueron un primer paso en esa dirección. Si bien su disparador inmediato fue la expropiación de la que fue objeto buena parte de la población, es decir una resistencia en el plano de la eficacia de las políticas económicas, inmediatamente viró hacia la crítica de la esfera de la legitimidad.
El movimiento original del 2001, si bien se estructuró contra la expropiación de empleos, salarios y ahorros, colocó en primer plano el agotamiento ciudadano, algo que particularmente los progresismos en el poder tendrían que considerar seriamente porque deben nutrirse más vastamente de la legitimidad. Se trata del agotamiento del simple votante aherrojado por la sola opción entre dirigentes cuyas políticas diferían en última instancia en matices, encapsulados en la estructura corporativa de los aparatos políticos. Aquel homo videns, según la denominación de Sartori, que da cuenta de la construcción de la video política, dio paso en 2001 a un repentino -y lamentablemente transitorio e inestable- homo politicus, un hombre de la polis que crea en la acción una suerte de paideia cívica, rebasando el sentido de realidad (y en este caso debiéramos decir también impotencia) que confiere una pantalla televisiva. Y se introduce en ella al modo de los personajes de «La Rosa púrpura de El Cairo» en la genial concepción de Woody Allen: van y vienen de la escena a la ciudad, de la ficción a la realidad, y viceversa. Se rompió en aquel caso con la ácida aseveración de Bauman de que «…es poco lo que podemos cambiar -individualmente, en grupos, o todos juntos- del decurso de los asuntos del mundo, o de la manera en que son manejados (…) las únicas reivindicaciones ventiladas en público son manojos de angustias y sufrimientos privados que, sin embargo, no se convierten en temas públicos por el sólo hecho de su enunciación pública». Entre ese homo videns y el homo politicus no hubo reconciliación posible porque ambos se adscriben a lógicas incompatibles. Lo político requiere de un sujeto pensante, con capacidad de análisis y síntesis, con respeto por la palabra y comprometido con lo social. De forma tal que sobre el medio no puede operarse un oportunismo fetichista, en el sentido de que su contenido cambiaría radicalmente en otras manos ideológicas; de la misma manera que, en idénticas circunstancias, el poder o el Estado no modificarán su carácter opresivo si no se transforma raigalmente en prácticas de nuevo tipo. El vacío conceptual que sobre estos aspectos ha reinado en las izquierdas ha sido eclipsado por una concepción instrumental y positivista, que consuela al sujeto con una readaptación del objeto por su simple posesión.
Su primer resultado fue el ejercicio fáctico de un instituto inexistente para la arquitectura política local: el de revocación. Ejerció en la práctica una revocación que de hecho terminó también con dos de los consuelos electorales (tan ineficaces como el neoliberalismo). El primero, llamado «voto castigo», en el mejor de los casos expresaba el repudio por el personaje o partido en cuestión pero dejaba intacto el sistema en que se producían y reproducían. El segundo, votar a «políticos honestos». Ambos seguían desplazando el verdadero problema: la no intervención del ciudadano en la toma de decisiones y en el control de los que las toman. Fue un llamado a la revocación que no llegó a plantear un principio institucional de revocabilidad, aunque sí transitoriamente a instar a la (re)vocación de la política desde la protesta, como el modo de intervenir eficazmente en el rumbo de los propios destinos.
Las características señaladas, no explican la totalidad de esa experiencia histórica, la más importante que vivió Argentina desde el 17 de octubre del ´45, pero sí el hecho de que menemistas, duhaldistas y UCD se hayan reciclado como seudoprogresistas y hasta implementado varias medidas contrarias a las recetas neoliberales. Algo muy distante cualitativamente y en el tiempo de las actuales protestas locales e internacionales. Los resultados de las luchas sociales, aún profundas y potentes, no son necesariamente los esperados y planificados por ellas. Pero de allí no se sigue que resulten neutras y menos aún inútiles.
La eficacia de los cacerolazos reclama ciudadanos más activos. Los que no requieren instrucciones para la elección de sus cucharas.
Emilio Cafassi es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. [email protected]
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