Las consecuencias de la aceleración de los precios recaen sobre los sectores de menores ingresos y erosiona el poder de compra. El Gobierno apunta a los empresarios, las patronales responsabilizan a los aumentos de salarios y a los impuestos, otros sectores ortodoxos hablan de la emisión monetaria. ¿Por qué suben los precios?
La inflación no es un problema nuevo en Argentina. Como tampoco lo es el hecho de que, si bien se presenta como un “círculo vicioso” que afecta a “todos por igual”, en realidad le permite a los grandes empresarios mejorar sus ganancias, puesto que en la competencia son los que más fuerza tienen para imponer los precios por sobre la clase trabajadora, que corre detrás de la inflación en la actualización de los salarios y jubilaciones, siendo incluso, el sector informal el que –por sus propias condiciones– más pierde en su capacidad de compra, como veremos más adelante.
Y aunque desde distintas vertientes políticas e ideológicas se pretenda explicarla mediante una sola causa, en realidad es un fenómeno que no tiene únicamente un origen monetario y de demanda (versión ortodoxa), o solamente de costos o estructural (versión heterodoxa).
Una aproximación a un enfoque integral de la inflación lo podemos encontrar en los planteos del economista Esteban Mercatante en su libro La economía argentina en su laberinto. En el mismo, sostiene que la inflación puede tener su origen en distintos desequilibrios en el ciclo del capital que pueden obedecer a variados motivos, ya que “la producción capitalista es un proceso fundamentalmente contradictorio, a través del cual agentes privados llevan a cabo su actividad desconectados entre sí y expuestos a problemas de mercados, de tecnología y de la explotación de la fuerza de trabajo” [1]. Agrega el economista Guillermo Gigliani que estas contradicciones “son mucho más fuertes en las economías dependientes, que están sujetas a restricciones de oferta muy severas (por ejemplo, la restricción del sector externo)” [2].
El rol del tipo de cambio
Observar la denominada “cuestión cambiaria”, es decir el valor del dólar en términos de pesos, sirve para encontrar un punto de partida en la explicación de la inflación en Argentina. Es a través del tipo de cambio que se ponen de manifiesto las contradicciones estructurales de una economía dependiente, que a diferencia de otras, mantiene una estructura industrial considerable, aunque desde los años 1990 cada vez más desarticulada y con mayor sesgo importador de insumos y maquinarias, y que muestra una productividad rezagada en términos internacionales [3]. Para estos sectores del capital, el tipo de cambio alto, cuando existe, es una forma de compensar su baja productividad ya que reduce el costo de los salarios (medidos en dólares), abarata el precio en dólares de las mercancías, a la vez, que puede encarecer productos importados que compiten con los de origen nacional.
Por ejemplo, la producción de camisas con un costo de producción de $ 600 (siendo, $ 400 materias primas, insumos y gastos varios, $ 100 salarios y $ 100 ganancia), en caso de una devaluación que duplique el tipo de cambio (suponiendo que partimos de una paridad 1 peso igual a 1 dólar), en términos de dólar la camisa costará la mitad. Sin embargo, el tiempo de trabajo para producir la camisa será el mismo que antes de la devaluación dado que no hubo nuevas inversiones que reduzcan los costos de producción, lo cual, redundará en primer término en una baja del salario en dólares (pasará de 100 a 50). En el caso de las camisas importadas el precio en pesos en promedio tenderá a duplicarse, favoreciendo la venta de camisas de fabricación nacional.
Por otro lado, en tanto exista un tipo de cambio alto, el sector que más se beneficia es el exportador y, en particular el agro [4], que es competitivo gracias a una combinación de las ventajas naturales del suelo, la inversión tecnológica, la concentración de tierras y puertos, su poder de lobby, entre otros factores que le otorgan al agro la posibilidad de embolsar ganancias extraordinarias.
Esta causa estructural se liga a la trayectoria monetaria del país, cuya moneda perdió casi todas las funciones del dinero (en especial la de reserva de valor), que son cumplidas por el dólar. Esta especie de “bimonetarismo”, que lleva a que los bienes inmuebles se coticen en dólares o el ahorro se busque hacerlo en esa moneda y no en pesos, se fue produciendo al calor de sucesivos episodios de crisis de cuentas externas y fiscales, que desde mediados de los años 70 se hicieron cada vez más agudas bajo el estrangulamiento de la deuda (pública y mayormente externa) y la salida de capitales.
Las variaciones del tipo de cambio que pueden ser beneficiosas para algunos sectores del capital por lo general se produjeron en forma caótica, como resultado de estas crisis externas, y solo ocasionalmente se alcanzó un tipo de cambio alto (devaluación) como decisión de política económica para favorecer a estos sectores sin que estuviera mediada por crisis. Por lo general, esto solo ocurrió con los “ajustes moderados” (que se dieron bajo la flotación sucia o crawling peg) como medidas cosméticas para mantener un tipo de cambio competitivo ya logrado. Estos “ajustes moderados”, como el que hoy contempla el ministro Guzmán para seguir aprovechando el “trabajo sucio” de 2018 y 2019, también alimentan la inflación en “cuotas” [5].
Una suba del tipo de cambio (devaluación) con el fin de ganar “competitividad”, como explicamos antes, provocará en primer lugar un golpe al salario, como también una modificación de los precios relativos en el país. Esto es, los precios de los bienes y servicios “transables”, aquellos que pueden exportarse, como por ejemplo soja, maíz, trigo, automóviles y otros bienes industriales tienden a aumentar en relación a los de los “no transables”, aquellos que no se exportan, son para consumo interno, como por ejemplo, alimentos y bebidas, vestimenta, servicios de transporte y comunicaciones, la distribución de electricidad y gas –servicios sobre los que volveremos más adelante–, o muchos de los insumos industriales para la construcción. Si no hubo modificaciones del precio internacional en moneda extranjera de los bienes transables, éstos tienden a encarecerse en moneda nacional de forma proporcional a la devaluación. Un ejemplo. Si la tonelada de soja cotiza a U$S 300, con una devaluación del peso del 100% que lleve el dólar de valer S 1 a valer $ 2, se elevará el precio de la soja a $ 600 si todo lo demás se mantiene igual.
El problema es que los cambios en los precios relativos provocados por la devaluación empujan a continuos ajustes de los precios (y costos) con tal de preservar el margen de ganancia previo. Esteban Mercatante señala en “Las raíces de la inflación en la Argentina. Un análisis desde el marxismo” que “el impacto contradictorio sobre la rentabilidad que tiene la depreciación cambiaria, que dispara ajustes sucesivos en los precios, cada uno de los cuales vuelve a tener también un impacto –también contradictorio– en la rentabilidad creando condiciones para nuevos ajustes para compensar estos impactos sosteniendo el mark up (NdR: margen de ganancia)” [6]. Bajo esta dinámica los efectos positivos sobre la “competitividad” de las empresas, no pueden durar para siempre. A la par de la devaluación comienza una dinámica inflacionaria que presionará por volver al tipo de cambio real previo a la devaluación, o sea, la suba generalizada y sostenida de los “precios nacionales”, que incluirá al salario, retornará a los mismos a niveles en términos del dinero mundial (hoy básicamente el dólar) que había antes de la devaluación. En nuestro ejemplo, la camisa pasaría a costar $ 1.200 (o sea, volvería a costar U$S 600). En realidad, rara vez los ajustes se limitan a “volver” a la situación previa en términos de tipo de cambio real, sino que alimentan una espiralización [7].
Débil inversión, fuerte especulación
Ls problemas de baja productividad del conjunto de la economía argentina se profundizan por la débil acumulación de capital (la formación bruta de capital fijo, lo que se refiere a la inversión y mide el valor de los activos fijos adquiridos o producidos en el país en un período, es un 14 % del PBI, por debajo de los niveles de la región, 17 % y de los países de la OCDE 21 %), que algunos denominan “reticencia inversora”. Lo que ocurre es que los recursos, en vez de destinarse a la inversión que aumente la capacidad productiva y la infraestructura de transporte y comercialización de mercancías, en su mayor volumen se retiran del país. La fuga de capitales es el destino desde finales de los años setenta hasta la actualidad de un porcentaje considerable de la masa de ganancias que se apropia la burguesía argentina [8].
La débil inversión es un limitante para el incremento sostenido de la producción, cuando la demanda mantiene un fuerte ritmo de crecimiento. Esto es lo que ocurrió durante los primeros años de los gobiernos kirchneristas por el ciclo económico internacional favorable y la devaluación durante el gobierno de Duhalde. En esos momentos la baja inversión contribuye a la inercia inflacionaria [9]. Y como explicamos antes, este comportamiento sobre todo el ligado a la fuga de capitales en momentos de escasez de reservas en el BCRA colabora en precipitar la devaluación con los efectos antes descritos sobre la inflación.
Emisión monetaria y precios
Los economistas liberales o de derecha suelen apuntar a la emisión de billetes del Banco Central (la llamada “maquinita”) como causante único de la suba de precios con la cual pretenden justificar el ajuste sobre el gasto público. Indirectamente, alientan el financiamiento del Estado mediante el endeudamiento con los buitres financieros, a la vez, que evitan discutir la “estabilidad fiscal”, por medio de atacar el sistema tributario regresivo y subiendo impuestos a los grandes empresarios.
Aunque el ministro Guzmán en los hechos hacia fin del año pasado ha ido pisando la emisión y frenando el gasto social por Covid-19 (IFE, ATP), en el caso de los economistas ligados actualmente al Gobierno nacional más bien tienden a rehuir de asociar a la emisión monetaria del BCRA como responsable de la inflación, argumentando que en realidad el esquema de la ortodoxia económica se aplica a una economía con pleno empleo y en crecimiento que no es el caso de la Argentina desde los últimos años.
Si se analiza la evolución de la emisión (crecimiento de la base monetaria, billetes y monedas del Banco Central) en los últimos años estuvo por detrás del aumento de la inflación [10]. Es decir, no se puede establecer una relación mecánica, pero tampoco se puede desconocer su influencia sobre la evolución del nivel general de precios de la economía.
Rolando Astarita distingue entre la emisión por entrada de divisas (el Banco Central emite para comprar dólares) que no tiene por qué ser inflacionaria en sí misma, y la emisión contra «pagadios» del Tesoro (hace referencia a los títulos emitidos por el Tesoro), que señala que sí es inflacionaria ya que [“constituye un aumento de la base monetaria (encajes de los bancos y billetes en manos del público) que inevitablemente desvaloriza el peso en relación a su respaldo; y por ende, da lugar al aumento de precios” [11].
La circulación de dinero para Marx es un proceso determinado por los múltiples procesos de compra y venta de mercancías, y de cancelación de deudas y obligaciones entre el sector privado y los Estados. La emisión monetaria puede estimular una demanda de bienes y servicios que puede presionar al alza de precios en momentos donde la oferta no cuente ya con los productos disponibles (como puede ocurrir en la actualidad en la construcción con ramas productivas que no logran abastecer la demanda por diversos factores, como en algunos casos las restricciones por Covid-19 o en ciertos bienes importados que el gobierno limita su ingreso al país) para abastecer al mercado; como también puede lanzar un dinero “excedente” que no se traduce en estímulo a la demanda sino que se canaliza activos monetarios y/o financieros como la compra de dólares con motivo de atesoramiento que presiona sobre el tipo de cambio y así sobre la inflación como es cada vez más recurrente en la economía nacional y, más aún, cuando hay expectativas de devaluación. Algo de esto último se vio con los beneficios por Covid-19 (ATP, préstamos subsidiados, desgravaciones impositivas) que dio el oficialismo a las empresas y no pocas de ellas canalizaron a la compra de dólares.
Durante el gobierno de Macri, cuyos funcionarios tenían una visión de que la emisión era la causante de la inflación, pusieron en funcionamiento un mecanismo para absorber los pesos emitidos para comprar los dólares que ingresaron al país para la bicicleta financiera, esto derivó en la “bomba” de Lebacs (títulos de deuda). Los dólares que alimentaron el funcionamiento de la economía en esos años vinieron de los capitales especulativos, quienes supieron aprovechar el diferencial de las elevadas tasas de interés locales para incrementar sus ganancias en poco tiempo y luego los cambiaban a dólares. Se creó un negocio redondo para los bancos, fondos de inversión amigos y otros. Cuando los especuladores perdieron confianza en recibir los dólares a cambio de sus inversiones en pesos se retiraron casi en manada vendiendo las Lebacs (y otros títulos) a cambio de dólares y provocaron un abrupto salto del tipo de cambio, que como toda devaluación, terminó retroalimentado la inercia inflacionaria.
Servicios públicos privatizados y dolarizados
Considerando la gravitación del tipo de cambio sobre la estructura de precios relativos en la economía argentina, un aspecto estructural que incide sobre el nivel general de precios es la dolarización de las tarifas de los servicios públicos. Durante el menemismo con la privatización de los servicios públicos las tarifas de luz y gas se dolarizaron amparadas en los marcos regulatorios y la ley de convertibilidad. Así, las empresas se protegen de la inflación y la devaluación. En tanto, Argentina si bien es productor (producción petrolera), las entregas de petróleo crudo se comercializan a la cotización del precio internacional (petróleo Brent), pero el Estado estableció un precio sostén del petróleo, un “barril criollo”, que fija un valor para el mercado interno que le garantiza a los productores un margen de rentabilidad cuando el precio internacional baja considerablemente como fue el año pasado.
Las devaluaciones impactan disminuyendo las ganancias en dólares de las empresas de servicios privatizadas, las cuales, presionan permanentemente para mantener sus beneficios, ya sea actualizando las tarifas al nuevo valor del dólar, o son compensadas por subsidios estatales. Las crecientes dificultades del financiamiento del Estado han llevado a rondas de tarifazos que comenzaron en el último gobierno de Cristina Fernández, una dinámica que será muy difícil de frenar –pese a las declaraciones de intención del Gobierno– considerando las exigencias de ajuste fiscal que demandará el FMI y el conjunto de los acreedores de la deuda pública que buscarán que, más temprano que tarde, la prioridad del gasto del Estado sea saldar sus deudas.
Una carrera que ganan siempre los mismos
En la carrera por preservar los márgenes de rentabilidad, que mencionamos antes, los grupos económicos que cuentan con mayor concentración [12] en la producción y comercialización de las mercancías, llevan las de ganar. Ellos pueden influir en la fijación de los precios y sacar así ventajas.
Lo contrario ocurre en el caso del salario. La clase trabajadora corre claramente en inferioridad de condiciones frente a los formadores de precios que en una economía capitalista son los empresarios y, en particular, aquellos grandes jugadores. Los sucesivos eventos devaluatorios de las últimas décadas (2002, 2014, 2016, 2018, 2019), aunque de distinta proporción cada uno de ellos, tuvieron un objetivo central: disminuir el costo salarial en dólares y en pesos, atacar el poder de compra del salario.
El salario promedio de los asalariados registrados equivale a 450 dólares mientras que a fines de 2017 alcanzaba a casi 1.400 dólares. También hubo un deterioro del poder adquisitivo de los salarios, de manera desigual entre los sectores. Los trabajadores informales y precarios fueron los más vulnerables, y dentro de los trabajadores registrados también hubo bajas más pronunciadas del poder de compra en varios sectores. Según un informe de Cifra, “si bien los salarios reales de los trabajadores registrados en el sector privado sufrieron una reducción promedio de 15,4% entre noviembre de 2015 y el mismo mes de 2020, la mitad de los trabajadores tuvieron caídas superiores al 19%” [13]. El documento analizó varias ramas de actividad donde constató que hubo ramas que registraron caídas superiores al 30%. Para los trabajadores del sector público el desplome del salario real fue del 29% entre noviembre de 2015 y diciembre de 2020.
La política del Gobierno: acuerdo de precios y salarios
La estrategia del Gobierno frente a la inflación es pactar un acuerdo social con los representantes de los trabajadores y los empresarios con el objetivo de alinear precios y salarios. Una arquitectura muy compleja, no solo por el hecho de controlar a los grandes formadores de precios sino que el objetivo de este tipo de política es actuar sobre las consecuencias y no sobre las causas centrales de la inflación.
Por otra parte, estos acuerdos ya se intentaron en otros momentos de la historia nacional y siempre quedaron en la nada. Un ejemplo es el Pacto Social 1973 de Perón y su ministro de economía Gelbard que terminó estallando ante el ascenso obrero y jaqueado por la crisis económica y política. Los empresarios buscan mayor libertad para remarcar los precios, frenar todo lo que puedan el reclamo paritario de los trabajadores, ampliando la brecha entre el precio de las mercaderías que venden y los salarios que pagan, lo cual les permite aumentar sus ganancias a costa de los trabajadores.
La lógica de fondo de este tipo de acuerdos es considerar que una causa de la inflación son las subas desmedidas de salarios, la clásica frase que repiten los empresarios. Sin embargo, en los últimos años los aumentos de salarios estuvieron por detrás de la inflación.
Los salarios del sector privado registrado aumentaron un 30,4 % en 2018 en relación al 2017, mientras que la inflación fue del 47,6 %. En 2019 los salarios del mismo sector subieron un 44,3 %, y la inflación un 53,8 %. En 2020 los salarios del mismo sector tuvieron un alza del 34,4% y los precios treparon un 36,1 %. Los aumentos de los salarios del sector público quedaron por detrás de la inflación en el mismo período analizado. En 2018 los salarios subieron un 30,3 % (los precios 47,6 %), en 2019 los salarios aumentaron un 42,9 % (los precios 53,8 %), y en 2020 un 26,8 % (los precios 36,1 %). Como se detalló antes, hubo una fuerte caída del poder de compra.
La creciente inflación y la carestía de vida vuelven urgente la movilización por medidas de emergencia para evitar que la suba de precios se devore el salario. Un salario equivalente a la canasta familiar y la incorporación de cláusulas gatillo que actualice el salario mes a mes según la inflación es una medida defensiva urgente. Las recientes luchas que se extienden en el país dan cuentan que la clase trabajadora ya no quiere volver a perder.
Sin embargo, los justos reclamos de recomposición salarial que buscan resarcir la pérdida provocada por la inflación que erosionó los salarios, van a encontrar a la clase capitalista, cuando se vea obligada a pagar mayores salarios, a compensarse aumentando los precios. Es así que no puede decirse que sean los salarios los «causantes» de la inflación; sino el intento de los capitalistas por no resignar ninguna cuota de ganancia. Esta «puja distributiva» solo llega a expresarse en inflación cuando hay otras causas, como las que analizamos, que dan lugar al fenómeno.
Por eso, al momento de analizar qué medidas pueden poner un freno a la inflación, un requisito fundamental es que las mismas estén orientadas a atacar sus causas. Como ya explicamos, se trata de desarticular los nudos de una economía atrasada y dependiente que presiona por resolver sus contradicciones en el proceso de valorización de los capitales en el ámbito nacional e internacional, a través de violentas devaluaciones. Entonces, medidas como la nacionalización de los servicios públicos, bajo control, administración y gestión de trabajadores y control de los usuarios populares, para acceder a tarifas bajas, en un camino hacia el abaratamiento de los costos energéticos en base al desarrollo productivo. La expropiación de los 4.000 principales terratenientes, los puertos en manos privadas y los complejos cerealeros, permitiría ganar soberanía en la producción de alimentos e insumos para la alimentación del ganado, y reorientar la producción hacia el mercado interno, en primer lugar, evitando así la presión permanente a fijar precios internos de acuerdo a los precios internacionales que es una lógica propia de la rentabilidad capitalista.
Otro tanto ocurre con la nacionalización del sistema financiero, creando un banco único estatal, desde el cual poner un freno a la salida de capitales (dólares), la denominada fuga que se opera a través de los bancos. Esto, en momentos de escasez de dólares, es algo crucial para desactivar uno de los fusibles que dispara la devaluación. Además, y con la centralidad que tiene el comercio exterior y en especial el grupo de 10 multinacionales que concentra el 60 % del ingreso de dólares de las exportaciones (cereales y subproductos), sobre la determinación del tipo de cambio, medidas como establecer el monopolio del comercio exterior permitiría ampliar los márgenes del control de los dólares que salen y entran al país. Esto puede facilitar el manejo del tipo de cambio, evitando bruscas devaluaciones, como también reorientar el crédito interno junto con la banca nacionalizada hacia la inversión en actividades industriales y de los servicios e infraestructura que apunten a incrementar la productividad del conjunto de la economía.
Medidas de este carácter, no pueden ser tomadas por los grandes empresarios, banqueros y terratenientes, y sus gobiernos, que como explicamos se terminan beneficiando de la inflación. Son medidas para que implemente otra clase, las y los trabajadores, buscando el apoyo de los pequeños comerciantes y productores, en definitiva una respuesta de los agobiados por la inflación y las crisis permanentes que los distintos gobiernos descargan sobre sus espaldas.
Notas
[1] Esteban Mercatante, La economía argentina en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2015, p. 226.
[2] Guillermo Gigliani, “La inflación en el capitalismo dependiente”, consultado el 02/03/2021 en https://marxismocritico.files.wordpress.com/2012/04/la-inflacic3b3n-en-el-capitalismo-dependiente.pdf .
[3] Esto implica que producir un bien manufacturado en el país es en la mayoría de las ramas más costoso respecto de otros países, en especial los que alcanzaron una mayor productividad. Por ejemplo, el costo promedio de un bien en Argentina es tres veces mayor respecto de Estados Unidos. Esta brecha de productividad que se ha ido profundizando en las últimas décadas genera condiciones estructurales para la devaluación del peso, de la cual sacan mayor provecho los sectores vinculados con el mercado mundial como lo es el campo.
[4] Además, en las coyunturas donde los precios internacionales de las materias primas agropecuarias aumentan, considerando que constituyen el grueso de las exportaciones del país y que se concentran en un puñado de grupos trasnacionales, esto actúa como un factor adicional inflacionario, ya que empujan los precios internos (en pesos) para que se acerquen a los internacionales. Por otro lado, la monopolización de suelos y puertos, la ampliación de la frontera sojera, el uso de agrotóxicos sin límites, todos los beneficios que tienen los grandes actores del agro porque son un factor de poder, a pesar de todo lo que “lloran”, son sectores mucho más depredatorios que «inversores tecnológicos».
[5] En 2020 el dólar aumentó un 38 %, y la inflación alcanzó el 36,1 % en el mismo año. El Banco Central realizó durante el año minidevaluaciones permanentes mensuales del tipo de cambio, es decir fue subiendo levemente el dólar. Guzmán anunció que espera un dólar a 102 pesos a fin de este año, o sea que la devaluación “programada” en 2021 sería del 25 %.
[6] Esteban Mercatante, “Las raíces de la inflación en la Argentina. Un análisis desde el marxismo”, Blog del IPS, consultado el 01/03/2021 en https://www.ips.org.ar/?p=6612 .
[7] En el mismo sentido, Julio Olivera introduce un aspecto adicional cuando explica la inflación estructural. Allí sostiene que “cualquier cambio de las razones de precios se reflejará sobre el nivel de precios, mientras la rigidez de la estructura de oferta, derivada de la lentitud de los movimientos de los factores, magnificará la amplitud de las variaciones de los precios relativos”. Ver Julio H.G. Olivera, “La inflación estructural y el estructuralismo latinoamericano”, consultado el 04/03/2021 en https://revistas.uns.edu.ar/ee/article/view/1001/633.
[8] Para un análisis de este proceso y sus causas en la Argentina reciente, ver Esteban Mercatante, La economía…, ob. cit., capítulo 6.
[9] Anwar Shaikh comprueba por qué lo determinante para comprender la inflación es la relación entre la evolución de la tasa de ganancia y la tasa de acumulación, es decir la proporción de la ganancia que es reinvertida. Ver Anwar Shaikh en “La explicación de la inflación y el desempleo: una alternativa a la teoría económica neoliberal”, en Razón y Revolución N.º 7, verano de 2001.
[10] En 2017 la base monetaria en términos nominales creció 30% mientras la inflación (Indec) fue del 25 %; en 2018 la relación fue 33 % versus 48 %, en 2019 fue 23 % contra 54 %, y en 2020 fue 40 % contra 36 %.
[11] Rolando Astarita, “Papel moneda, oro y la teoría monetaria de Marx”, consultado el 06/03/2021 en https://rolandoastarita.blog/2016/08/15/papel-moneda-oro-y-la-teoria-monetaria-de-marx-2/ .
[12] Por su parte, la concentración en las esferas de la producción y comercialización es un factor que amplifica la suba acelerada de precios que se manifestó en los últimos años. Pablo Manzanelli y Martín Schorr, advierten sobre el peso de la concentración económica en la industria que se profundizó en la posconvertibilidad, y que aprovechan su capacidad para fijar precios. Según la Encuesta Nacional a Grandes Empresas (Enge) del Indec, en 2019 de las 500 grandes empresas, 270 corresponden a la industria manufacturera (54 %), y 100 corresponden a empresas industriales de alimentos y bebidas (un 20 %). Un ejemplo es el caso de la empresa Ledesma, que tiene una posición líder en la producción y comercialización de azúcar -controlando el 40 % de este último sector-. El kilo de azúcar según el precio mayorista sería de $ 36,4, mientras que el gobierno nacional acordó según el programa “precios cuidados” un valor de $ 62 por kilo. Se trata de una diferencia de precio del azúcar en puerta del ingenio y en la góndola del 70 %. Pero hay muchos otros ejemplos de empresas con fuerte poder de mercado en el ámbito de la producción de productos esenciales. A esto se agrega la conducta remarcadora de intermediarios y grandes cadenas de supermercados minoristas y mayoristas.
[13] Pablo Manzanelli y Cecilia Garriga, “El descenso del salario real tras las dos pandemias, y sus asimetrías”, en http://www.centrocifra.org.ar/docs/El%20descenso%20del%20salario%20real.pdf .
Mónica Arancibia, es economista. Miembro del Partido de los Trabajadores Socialistas desde 2008. Coedita la sección de Economía de La Izquierda Diario. Gastón Remy, economista, docente en la Facultad Ciencias Económicas, Universidad de Jujuy.