En las últimas elecciones, la izquierda radical argentina, como ya ha ocurrido con sus similares en otros países, ha obtenido porcentajes irrisorios. Las causas de esta debacle les son atribuidas, en general, a la atomización, y a la incapacidad casi genética de ponerse de acuerdo para presentar al electorado un frente común. Es perfectamente cierto […]
Tal vez el problema principal tenga que ver con la comprensión de la época. La izquierda radical nació bajo el influjo de la Revolución Cubana, con la firme voluntad de luchar por el poder y, una vez conseguido éste, tratar de poner en practica las transformaciones que le dieran a la sociedad un carácter socialista. La coyuntura internacional, marcada esencialmente por la existencia del llamado campo socialista, era favorable al desarrollo de esos proyectos revolucionarios. Desde el punto de vista de la situación interior de nuestros países, esas condiciones favorables se daban también, debido, en particular, a la irrupción masiva del campesinado en los ya ancestrales conflictos sociales. En este contexto, donde el poder parecía estar al alcance de la mano, plantearse los grandes objetivos para terminar con el capitalismo era legitimo y necesario: socializar los medios de producción, grandes y pequeños, remodelar la estructura agraria, nacionalizar los recursos naturales, romper con los organismos financieros internacionales, etc.etc., todo lo que es necesario para que la liberación nacional y social de nuestros países se haga efectiva.
La izquierda radical, en efecto, parece no darse cuenta que esa coyuntura favorable a los cambios revolucionarios, ya no existe. No solo porque el campo socialista terminó desmoronándose, poniendo punto final a la bi-polaridad, sino también por el desarrollo impetuoso de la globalización y del neoliberalismo que, aparte de crearle problemas económico-sociales a todos los países, en particular a los mas pobres, ha forjado una nueva subjetividad marcada en alguna medida por la resignación y la desesperanza. La gente, aun la que puntualmente puede reaccionar con una cierta virulencia, como ha ocurrido en varios países latinoamericanos recientemente, y que ha conseguido expulsar a varios presidentes, ya no cree en las grandes transformaciones sociales, como las que sigue pregonando la izquierda radical. Esto se verifica, cada vez, en los raquíticos resultados electorales que obtiene.
Lo que la izquierda radical no quiere entender tampoco, y que por lo tanto resulta evidente para todos, es que, la perspectiva de grandes transformaciones, como las que conllevarían la destrucción del sistema capitalista, solo puede estar asociada a un cambio brusco de poder, producto de algunas de las manifestaciones de la violencia revolucionaria (insurrección popular, guerra de guerrillas, etc.). Justamente, al escenario que aparece hoy como imposible. No solo porque se ha cambiado de época, sino también porque la violencia, aunque se dijera revolucionaria, y se hiciera en nombre del socialismo, solo podría provocar un rechazo masivo de todas las categorías sociales, en cualquiera de nuestros países. Lo que no fue el caso, en los años 60 o 70, cuando esa violencia estaba encarnada por el legendario Che Guevara.
Es esta inadecuación a la realidad contemporánea lo que ha hecho de la izquierda radical, anticapitalista, un conjunto heteróclito de sectas mesiánicas, sin ninguna audiencia en las clases populares -que pretende por lo tanto representar- y sin ninguna influencia en la vida política de nuestros países. Esta izquierda grupuscular, que se ha resignado a participar en las elecciones, ni siquiera se ha tomado el trabajo de tratar de entender la lógica de ese sistema. Ella va a las elecciones con la fraseología de siempre, con la parafernalia ideológica que le es propia, tratando de dirigirse, en principio, a la famosa «clase obrera» y a los estamentos más pobres de la sociedad, con la vana esperanza de ser reconocida como «la vanguardia» de estos sectores sociales.
Esta izquierda no se ha dado cuenta que el sistema electoral, por su propia naturaleza, tiende a generar mayorías. En una elección presidencial no basta con proponer resolver los problemas de los mas pobres y de los excluidos (con eso difícilmente se genera una mayoría), sino que es necesario también mostrar que se tiene la capacidad de gestionar, de manera responsable, la vida de un país, en un contexto internacional -por otra parte- cada vez mas difícil. Eso es lo que le falta a la izquierda, una cierta solvencia, una cierta capacidad para asumir, como se dice, los destinos de una nación. Es de ahí que no consiga obtener la adhesión de sectores significativos del electorado.
Esta izquierda es, en cambio, erudita en materia de clásicos marxistas, y de procesos revolucionarios históricos. Sus dirigentes y cuadros medios son todos «eminentes políticos». Sin embargo, conocen mucho menos de economía y, en general, de problemas específicos de la sociedad, como la educación, la salud, la vivienda, el desarrollo industrial, las relaciones internacionales, la investigación científica, etc.etc. Son estas limitaciones que tienen que ver con el conocimiento concreto de la realidad, y con una reflexión serena sobre lo que es posible hacer en las nuevas condiciones históricas, lo que le impiden por ahora convertirse en una alternativa.