Con una creciente presencia en casi todos los países, la tendencia a la judicialización de la política -la interferencia de los jueces en cada vez más áreas de la vida pública- tiene su origen en la construcción de los Estados de Bienestar de las socialdemocracias europeas y los populismos latinoamericanos de la posguerra, que sumaron […]
Con una creciente presencia en casi todos los países, la tendencia a la judicialización de la política -la interferencia de los jueces en cada vez más áreas de la vida pública- tiene su origen en la construcción de los Estados de Bienestar de las socialdemocracias europeas y los populismos latinoamericanos de la posguerra, que sumaron al clásico menú liberal de protección de la libertad en sentido negativo (libertad individual y propiedad privada) un conjunto de nuevos derechos, denominados sociales, incorporados a los códigos legales e incluso, como sucedió en Argentina con la reforma de 1949 y el Artículo 14 bis (en 1957), a las constituciones. Este nuevo catálogo habilitó litigios y demandas vinculados a una amplia variedad de temas y abrió la oportunidad para un nuevo protagonismo de los tribunales.
Como sostiene el sociólogo Javier Couso (1), esta tendencia general adquirió especial intensidad en los países de la tercera ola de democratización. Luego de años y en algunos casos -como España, Portugal y, más entrecortadamente, Argentina- décadas de dictaduras, la sociedad depositaba en los jueces la esperanza de una rápida corrección de los desbordes autoritarios del pasado. En Argentina, la refundación democrática de 1983 le dio al Poder Judicial, que a diferencia de otros poderes del Estado conservaba intactos sus recursos institucionales, el impulso necesario para, amparado en esta nueva «cultura de derechos», ampliar su radio de acción hasta niveles inéditos.
Aunque hoy lamentemos esta deriva, al inicio produjo efectos interesantes: un caso claro de activismo judicial positivo fue el Juicio a las Juntas y el desmadre posterior, cuando un conjunto de fiscales y jueces empoderados desbordaron los tres niveles de responsabilidad establecidos por Raúl Alfonsín y comenzaron a descender en el escalafón militar, lo que llevó al gobierno a intentar frenar el afán justiciero de los magistrados mediante las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
El protagonismo de los jueces se acentuó en países con diseños institucionales que propenden a dispersar el poder, por ejemplo con sistemas federales como el nuestro, o que incorporaron nuevos mecanismos legales, como el amparo elevado a rango constitucional en la reforma del 94. Y, más decisivamente, en aquellos países que cuentan con sociedades civiles capaces de organizar movilizaciones legales «desde abajo» gracias al impulso de estructuras especializadas de apoyo, ya sea en clave progresista (como, digamos, el CELS) o conservadora (como, digamos, el Colegio de Abogados de la Capital Federal).
Una simple revisión de la historia reciente confirma la relevancia del fenómeno. De hecho, muchas de las grandes reformas emprendidas desde la recuperación de la democracia, adoptadas por gobiernos democráticos con el apoyo de amplias mayorías legislativas pluripartidistas, como el Tratado del Beagle durante el alfonsinismo, las privatizaciones durante el menemismo y la Ley de Medios durante el kirchnerismo, terminaron definiéndose, en algunos casos por penales, en la Corte Suprema. Y en este sentido resulta interesante señalar que la impugnación judicial partió de los partidos que habían perdido el debate parlamentario o las elecciones, lo que confirma que los principales responsables de la judicialización de la política muchas veces son… los políticos.
Pero lo más grave de esta tendencia es su lado B. Si los jueces se vuelven cada vez más poderosos, si cada vez más cuestiones decisivas de la vida democrática terminan resolviéndose en los tribunales, entonces es lógico que los políticos intenten incidir en ellos. La contracara inevitable de la judicialización de la política es la politización de la justicia, el intento del gobierno -y de las agencias que dependen de él, en particular los servicios de inteligencia- de condicionar las resoluciones y los fallos. Y esto, se mire por donde se mire, es claramente un problema.
Tribunales SA
Aunque es difícil situar el origen, el punto exacto en el que se inició, todo sugiere que la justicia argentina comenzó a contaminarse a comienzos de los 90, cuando Carlos Menem ordenó una ampliación del número de integrantes de la Corte Suprema para garantizar una mayoría que funcionara como reaseguro de última instancia de su programa de reformas, y cuando su entonces secretario Legal y Técnico, Carlos Corach, decidió ampliar la cantidad de juzgados federales, aquellos que investigan temas sensibles como corrupción, narcotráfico y cualquier cuestión que involucre fronteras o terceros países, a los doce actuales, lo que le permitió nombrar a una serie de magistrados que años más tarde anotaría en la célebre servilleta, y controlarlos vía la SIDE de Hugo Anzorreguy. Nacía Comodoro Py.
Los gobiernos que siguieron -todos ellos- usufructuaron esta creación menemista. Ya totalmente consolidado, el «sistema Comodoro Py» operó a pleno durante el kirchnerismo, con todos sus Oyarbides, y se sumó a otras iniciativas tendientes a fortalecer la influencia del Ejecutivo en los tribunales, como la ley de conjueces, las modificaciones en la composición del Consejo de la Magistratura y finalmente el proyecto de reforma de la justicia, frustrado por decisión de la Corte.
Siguiendo entonces un camino previamente trazado, el macrismo avanzó un paso más. La novedad actual es la docena de ex funcionarios detenidos con prisión preventiva. Por supuesto, ya existían antecedentes de dirigentes presos por causas de corrupción, en algunos casos por su participación directa y probada (María Julia Alsogaray estuvo dos años tras las rejas sin condena firme y Erman González siete) y en otros por una responsabilidad que en el mejor de los casos fue política (Domingo Cavallo, por ejemplo, estuvo ocho meses detenido por la causa de la venta de armas, la misma por la que Martín Balza pasó seis meses en prisión).
Pero la gran innovación de esta época -lo que explica la cantidad de políticos tras las rejas- es el uso arbitrario de recursos procesales controvertidos recientemente incorporados a nuestra legislación, como el imputado colaborador (o arrepentido). En combinación con la utilización abusiva de la prisión preventiva, conforman una tenaza judicial con la que los jueces pueden apretar a los acusados prácticamente sin control. Como a menudo estas operaciones se producen tras las puertas cerradas de los juzgados y las fiscalías (Carlos Stornelli y Claudio Bonadio se han ocupado de que, contra lo que indican los procedimientos, no quede registro en video de las declaraciones), el resultado es una ampliación de los márgenes de arbitrariedad que permite arrancar «testimonios» y obtener «pruebas» bajo evidente coerción. Ese es el verdadero plus de época.
Que no es, por otra parte, un invento argentino. El Mani Pulite italiano, la megacausa liderada por el fiscal Antonio Di Pietro que terminó con el derrumbe del sistema político construido desde la posguerra, fue el antecedente que inspiró al juez brasilero Sergio Moro para su Lava Jato. Cuestionados por su ostensible arbitrariedad y direccionamiento político, ambos procesos produjeron un cambio radical de la escena política que abrió las puertas al ascenso de líderes como Silvio Berlusconi y Jair Bolsonaro.
Ambos casos remiten al viejo chiste mexicano sobre servicios de inteligencia. Cuenta la historia que se celebraba un concurso destinado a premiar la eficacia de los espías de diferentes países, a los que se les encarga la prueba de encontrar y capturar, en el lapso de tres días, el conejo más grande del mundo. Comienzan los agentes de la KGB, que suben a un helicóptero MI-26 y, tras recorrer los bosques siberianos en vuelo rasante, regresan con un conejo de 10 kilos. Sigue la CIA, que recurre a sus aliados de la OTAN para detectar, mediante un complejo sistema de censores, un conejo de 12 kilos escondido en una cueva de Yorkshire, Inglaterra. Finalmente llega el turno de los agentes mexicanos del CISEN, que salen velozmente en una camioneta sin patente con ametralladoras y lanzagranadas y regresan apenas dos horas más tarde, arrastrando de un cable de acero a un elefante lastimado, con el ojo morado, la trompa rota y los dientes destruidos. Pero que afirma: «Soy un conejo, soy un conejo».
No todos nuestros conejos son elefantes. El problema es que no lo sabemos. Las consecuencias de la creciente arbitrariedad de la justicia y de la influencia del poder político sobre ella son tres. Desde un punto de vista individual, afecta los derechos de personas que con suerte recuperarán su libertad recién años más tarde. En una mirada más general, una justicia que no logra establecer claramente responsabilidades -o que lo hace mal- extiende un velo de sospecha sobre todos, justos y pecadores, lo que redunda en una pérdida de legitimidad global del sistema: una encuesta de Opinaia sostiene que, con el 78 por ciento de opinión algo o muy negativa, el Poder Judicial es el peor conceptuado de los poderes del Estado; un sondeo de Managment & Fit indica que el 82 por ciento de la sociedad confía poco o nada en los magistrados (2). No hace falta ser un especialista en Durkheim para entender que esto induce la transgresión y la anomia.
El tercer efecto, el menos visible pero quizás el más grave, es una degradación del juego democrático. La explicación es simple: la democracia exige un piso de convivencia entre las diferentes fuerzas políticas y una perspectiva cierta de alternancia. Si estas condiciones no se verifican, los actores pueden verse tentados a romper las reglas y explorar comportamientos anti-sistema, por ejemplo si los políticos sienten que en la próxima elección no solo se juegan su permanencia en el gobierno o una banca en el Congreso sino también su prestigio, su libertad ambulatoria o incluso la de su familia. Si las cosas son así, la dinámica política adquiere otro dramatismo y es posible que algunos dirigentes estén dispuestos a hacer más cosas que antes para retener el poder. No hace falta viajar muy lejos para comprobarlo: uno de los nudos que impiden destrabar la crisis política venezolana es la percepción por parte de la cúpula del chavismo de que, luego de años de perseguir opositores hasta en algunos casos llegar al asesinato, su salida del gobierno no supondría una mudanza pacífica a la oposición, sino la obligación de elegir entre la cárcel o el exilio en Cuba, y por eso quienes creen verdaderamente en una solución negociada saben que necesariamente debe incluir algún tipo de amnistía.
Felizmente, Argentina está lejos de este tipo de escenarios extremos: nuestra clase política conserva todavía instancias de cooperación y acuerdo, en particular en algunos lugares (el Senado) y en ciertos momentos (las elecciones). Pese a ello, la doble tendencia a la judicialización de la política y la politización de la justicia se viene profundizando y ya ha adquirido una dinámica propia que trasciende a los gobiernos: un modo de funcionamiento permanente que constituye uno de los grandes desafíos de nuestra trabajosa construcción democrática.
Notas:
1. «Consolidación democrática y Poder Judicial: los riesgos de la judicialización de la política», Revista de Ciencia Política de la Universidad Diego Portales, Vol. XXIV, Nº 2, Santiago de Chile, 2004.
2. http://www.lanacion.com.ar/politica/la-justicia-aparece-como-el-poder-con-peor-imagen-nid2070544
Fuente: http://www.eldiplo.org/242-la-pesada-herencia-del-macrismo/la-justicia-y-los-elefantes/