El anuncio de la fórmula Fernández-Fernández produjo una reconfiguración del escenario político que está obligando al resto de los actores a reubicarse. Al cierre de esta edición, Alternativa Federal no lograba salir del pantano de reuniones, declaraciones y operaciones cruzadas tras la decisión de la mayoría de los gobernadores de «apoyar», «saludar» o «dar la […]
El anuncio de la fórmula Fernández-Fernández produjo una reconfiguración del escenario político que está obligando al resto de los actores a reubicarse. Al cierre de esta edición, Alternativa Federal no lograba salir del pantano de reuniones, declaraciones y operaciones cruzadas tras la decisión de la mayoría de los gobernadores de «apoyar», «saludar» o «dar la bienvenida» a la propuesta del kirchnerismo ampliado, en tanto Sergio Massa dudaba entre jugar de un lado u otro y Roberto Lavagna anunciaba una estrategia un día y otra al siguiente. Ni los intentos de Juan Schiaretti lograban poner un poco de orden en un espacio que sigue conservando ciertos niveles de representatividad pero que si no acuerda rápido un camino corre el riesgo de deshilacharse como una camisa vieja.
Pero también en el oficialismo se cocinan sopas espesas. Aunque la primera reacción ante la noticia de que Cristina sería pero no sería candidata fue la que sugiere el manual de Durán Barba, consistente en desdramatizar, afirmar que nada ha cambiado y que los planes se mantienen intactos, lo cierto es que el giro al centro, la propuesta de moderación y las señales de apertura que subyacen a la nominación de Alberto Fernández están obligando al gobierno a revisar su estrategia. La perspectiva luce complicada para el gobierno, sobre todo si la coalición kirchnerista se amplía hasta copar el espacio de Alternativa Federal y Lavagna insiste con una propuesta desperonizada de pretensión más o menos socialdemócrata que seduzca a parte del electorado desencantado con Cambiemos. Este doble movimiento podría ser letal para Macri.
Por eso el gobierno y sus aliados inflan un globo de ensayo tras otro: Plan V (María Eugenia Vidal presidente), Plan H (Horacio Rodríguez Larreta en lugar de Macri), Plan M-V (fórmula Macri-Vidal), Plan M vs. L (abrir las PASO del oficialismo a una competencia con Martín Lousteau), Plan M vs L bis (abrir las PASO a Lavagna). Aunque la mayoría de estas combinaciones oscilan entre el voluntarismo y la fantasía, son las versiones que circulan en las mil mesas de arena de los despachos oficiales, y que en todo caso confirman el desconcierto y la preocupación que imperan en un gobierno cuyos candidatos perdieron todas las elecciones provinciales que se disputaron hasta ahora y al que las encuestas le asignan cada vez menos posibilidades de ganar las generales.
Pero más allá de la creatividad electoral, la posibilidad de que Macri conserve alguna chance depende de su capacidad para garantizar la gobernabilidad hasta octubre, lo que a su vez está atado a dos cuestiones. La primera es la decisión de contener la crisis social y evitar estallidos como los que terminaron anticipadamente con los gobiernos de Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, algo que el macrismo parece tener bastante claro: si el profundo deterioro social de los últimos años no derivó en episodios de violencia más amplios es porque el gobierno entendió que cualquier escena de saqueo que sugiera un clima de descomposición al estilo 89 o 2001 sería peligrosísima: toda la gestión del Ministerio de Desarrollo Social está enfocada en evitar incidentes de este tipo, en una acción coordinada con los movimientos sociales (incluyendo los más opositores) y otras instancias institucionales como los intendentes del Conurbano (incluyendo los más kirchneristas). Si algo aprendió nuestra maltrecha clase política es que el caos no es bueno para nadie.
El otro factor clave para garantizar la sobrevida del gobierno es el apoyo de Estados Unidos, al que dedicamos el dossier central de esta edición de el Dipló. Desde su llegada al poder hace un siglo, Macri le imprimió a la política exterior un giro pro estadounidense que incluyó la visita a Buenos Aires tanto de Trump como de Barack Obama, un vínculo en materia de seguridad casi promiscuo y un alineamiento diplomático total: a diferencia de otros países latinoamericanos como Perú y Chile, Argentina no se sumó a la Iniciativa de la Ruta de la Seda, el faraónico proyecto chino de infraestructura: estaba a punto de hacerlo hasta que una llamada de Trump convenció a Macri de no asistir a la cumbre en Pekín. Aunque esta reedición de las «relaciones carnales» no dio los resultados esperados en cuanto al ingreso de inversión extranjera directa -que se mantuvo en torno al 2 por ciento del PIB, más o menos el mismo porcentaje que durante los últimos años de Cristina- ni produjo un salto en las exportaciones -que pese a la devaluación se encuentran estancadas en alrededor del 16 por ciento-, sí tuvo una consecuencia política bien concreta: el respaldo estadounidense fue crucial para que el FMI aceptara firmar en tiempo récord el fastuoso acuerdo de asistencia financiera, que según las primeras declaraciones oficiales sería simplemente preventivo, y fue lo que permitió que ese acuerdo se renegociara luego dos veces y que finalmente se flexibilizara al punto de habilitar al Banco Central, contra la opinión del staff del Fondo y la letra de su estatuto, a utilizar las reservas para frenar el dólar. Fue el apoyo del secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, a través de su representante en el organismo, David Lipton, el que garantizó un respaldo sin fisuras a pesar de desprolijidades tales como cambiar en medio de la negociación de presidente del Banco Central… dos veces (recordemos que la autonomía del Banco Central es uno de los fetiches del Fondo).
Los motivos por los que Estados Unidos apoya de manera tan decidida al gobierno de Macri van desde la intención de evitar un regreso del populismo kirchnerista hasta la relación personal con Donald Trump y la disputa geopolítica con China, que encuentra en Argentina uno de sus tantos campos de batalla. Como explica Esteban Actis en esta edición, hay que considerar además como factor central la voluntad del Departamento del Tesoro de evitar una crisis argentina que arrastre a otras economías emergentes en un contexto de ralentización del crecimiento global y guerra comercial abierta.
Hay otra explicación, menos analizada pero relevante y complementaria de las anteriores. Hoy uno de los canales más relevantes de «transmisión de influencia» de Estados Unidos en América Latina es el novedoso canal judicial. A través de iniciativas como Justicia en Cambio, que procura estrechar contactos entre funcionarios judiciales de ambos países, de las frecuentes invitaciones a jueces y fiscales argentinos a conocer el funcionamiento del sistema norteamericano y de una serie de programas de cooperación firmados por diversas dependencias del Estado, como el Ministerio de Seguridad y la Unidad de Información Financiera, Estados Unidos ha incrementado su presencia en los tribunales locales (1). Al mismo tiempo, la legislación argentina ha ido incorporando figuras procesales tomadas de los códigos estadounidenses, como la del «imputado colaborador», que justamente por esa influencia seguimos llamando «arrepentido», y que es lo que ha permitido a un puñado de jueces y fiscales, en peligrosa combinación con el uso abusivo de la prisión preventiva, avanzar en las causas de corrupción contra el kirchnerismo. Sin entrar en el terreno viscoso de las acusaciones, los juicios y las pruebas, parece evidente que el creciente protagonismo de la justicia local cuenta con una inspiración estadounidense que es al menos doctrinaria.
Estos nuevos recursos resultaron clave para avanzar en megaprocesos como la causa de los cuadernos en Argentina y el Lava Jato brasilero. Y aunque aún es pronto para extraer conclusiones contundentes, cuando el resultado es un cambio económico que termina beneficiando a empresas estadounidenses no hace falta ser James Petras para imaginar alguna conexión. Esta secuencia, que apenas se insinúa en Argentina, sí ocurrió en Brasil. En efecto, tras el estallido del Lava Jato y el impeachment a Dilma Rousseff el gobierno de Michel Temer modificó la ley sancionada por el PT que garantizaba el monopolio operativo de Petrobras en las reservas estratégicas del Presal y eliminó la cláusula que estipulaba que la empresa nacional brasilera debía retener un 30 por ciento de la participación en operaciones mixtas autorizadas (2). Se comprobó, por otro lado, una creciente participación de compañías extranjeras como contratistas de Petrobras: por ejemplo, las 30 firmas que participaron de la licitación para la construcción de la estratégica Unidad de Procesamiento de Gas de COMPERJ en Río de Janeiro fueron todas extranjeras, ya que las empresas brasileras que contaban con la capacidad técnica y el capital estaban inhabilitadas por su participación en la trama de corrupción (3). Los especialistas coinciden en que movimientos similares hacia una desnacionalización de compañías brasileras se están registrando en ramas como la construcción y la producción de carne, en las que Brasil es un jugador global.
Este tipo de episodios confirman que la influencia estadounidense en la región sigue presente, aunque es diferente a la del pasado. Por ejemplo, Estados Unidos ya no puede invadir un país latinoamericano sino a un costo demasiado alto, como demuestra la mil veces proclamada pero nunca concretada intervención en Venezuela, un delirio geopolítico que generaría un Vietnam a la enésima. Del mismo modo, Washington puede intentar torcer los resultados electorales pero es difícil que lo consiga, a juzgar por sus dificultades para evitar la llegada al poder de líderes como Evo Morales, Hugo Chávez o Lula. Puede, como antes, apoyar golpes de Estado, pero carece de la fuerza suficiente para garantizar su éxito (Nicolás Maduro sigue ahí). En fin, conserva la capacidad de incidir en la política y la economía de la región pero esa capacidad está lejos de ser total, y en este sentido la izquierda latinoamericana se debe un examen más preciso, más sofisticado, acerca de los mecanismos concretos a través de los cuales fluye ese poder y los límites que encuentra.
En este marco, Estados Unidos parece decidido a sostener al gobierno de Macri, luego de un segundo mandato de Cristina marcado por una relación bilateral tormentosa, ensombrecida por la demora del avión militar estadounidense en Ezeiza y la muerte del fiscal Alberto Nisman y tras una década de política exterior autónoma y latinoamericanista. Con estos antecedentes, Barack Obama primero y Trump después decidieron apostar abiertamente por Macri. El apoyo es diplomático y político, porque los inversores y los mercados ya han demostrado que se mueven con independencia de los intereses geopolíticos, pero es suficiente para forzar al FMI a estirar plazos y condiciones y contener el precio de dólar, la única variable que el Presidente mira más que las encuestas: en ella se cifra la clave de la gobernabilidad y las posibilidades de sobrevida en los largos meses que restan hasta las elecciones de octubre.
Notas:
2. https://www.celag.org/el-impacto-del-lava-jato-en-el-capitalismo-brasileno/
Fuente: http://www.eldiplo.org/240-el-ultimo-sosten-de-macri/la-mano-invisible-del-imperio/