Alguien podría decir que considerar a las elecciones en la provincia de Buenos Aires como la «madre de todas las batallas» es una exageración que la misma realidad se ha encargado de desmentir. ¿O, acaso, Néstor Kirchner no perdió las elecciones legislativas del año pasado, acompañado en la lista por la flor y nata oficialista, […]
Alguien podría decir que considerar a las elecciones en la provincia de Buenos Aires como la «madre de todas las batallas» es una exageración que la misma realidad se ha encargado de desmentir. ¿O, acaso, Néstor Kirchner no perdió las elecciones legislativas del año pasado, acompañado en la lista por la flor y nata oficialista, y, sin embargo, al poco tiempo, el Gobierno se recuperaba al sacar a relucir su energía proverbial para enfrentar a un Congreso en el cual, al menos en Diputados, perdió la mayoría efectiva?
Sin embargo, es evidente que una cosa es el resultado de elecciones legislativas, con renovación parcial y con un Congreso en el que los opositores compiten entre sí y suman contradicciones frente a un Poder Ejecutivo que no se resigna a perder su iniciativa, y otra es la relevancia del distrito bonaerense en las elecciones presidenciales.
Con el reemplazo propiciado por la reforma constitucional de 1994 del anticuado Colegio Electoral, que compensaba en algo las asimetrías poblacionales entre las provincias, por el voto directo para elegir Presidente, la provincia de Buenos Aires ha pasado a representar la enormidad de casi el 40 por ciento de los electores totales del país. Si a esto le sumamos la densidad y las características demográficas del conurbano, con sus cordones de intendencias con capacidad de movilización electoral de los sectores populares, entonces queda completamente habilitada la utilización de la denominación «a la Sadam» del acto electoral bonaerense como la madre de todas las batallas. O, por lo menos, cuando se trata de elecciones presidenciales.
Ciertamente, el kirchnerismo podría conformarse con el exitismo reinante en sus filas y autoconvencerse de que éstas serán elecciones presidenciales, con mucho más en juego que las legislativas, por lo que habrá más concentración y mayor responsabilidad en el voto. O que los efectos de la asignación universal sobre los sectores más pobres, en el segundo cordón, inclinará finalmente la balanza a su favor para alcanzar los 40 puntos en primera vuelta frente a una oposición fragmentada. O que los sectores medios del primer cordón, más allá de la «cháchara institucionalista», privilegiarán el crecimiento económico y votarán conservadoramente (vaya paradoja) por el kirchnerismo.
Pero si hay alguien desconfiado en este mundo, su nombre es Néstor Kirchner, quien no cree ni en lo que le susurran al oído sus aduladores (parece que su frase de cabecera es «la política no es un club de amigos», aunque quizás no sepa que quien la acuñó fue ¡José Stalin!) ni tampoco cree, como Moscú, en lágrimas. Y es por esta razón que ha desatado contrarreloj una serie de cambios que pretenden transformar -nada más y nada menos- la arquitectura del poder del conurbano bonaerense. Movidas que, por lo que se pone en juego y quienes juegan, adquieren un carácter dramático, pese a que hasta ahora sólo han aflorado a la superficie algunas astillas de los primeros choques.
Una arquitectura del poder que, en el conurbano, emerge a partir del debilitamiento de las estructuras nacionales partidarias, y así como en lo provincial lleva a la autonomía de los gobernadores, que hace que se ofrezcan como subgerentes del gobierno nacional si éste no se mete con sus hegemonías políticas (tal como lo explica Ricardo Sidicaro en su reciente libro Los tres peronismos), en el ámbito de lo local llevó con el duhaldismo a la autonomía relativa de los intendentes bonaerenses. Autonomía cimentada, luego, por el trato directo, económico y político, que Néstor Kirchner prodigó a los intendentes durante su presidencia, y luego como jefe del PJ, por encima y por abajo del gobernador (cosa que no habían hecho los anteriores presidentes de la democracia).
Dos grandes motivos llevan a Kirchner a encarar esta tarea de demolición. Por un lado, está la necesidad de asegurar que los intendentes traccionen votos únicamente para la lista oficial del Frente para la Victoria, y que no pase como en 2009 cuando algunos intendentes, pese a estar incluso encabezando como testimoniales la lista de concejales, habilitaron otras en apoyo a la lista de diputados de Unión-PRO, de Francisco de Narváez, conformadas por amigos, parientes y demás deudos.
Por el otro lado, está la sed de venganza. Y quienes conocen bien a Kirchner no saben cuál de los dos motivos es más importante que el otro. Y lo más interesante, contradictorio y conflictivo de toda esta movida es que el ariete de todo este cataclismo no es ni puede ser otro que Hugo Moyano.
Y dado que, como reza el refrán, «el que se quema con leche, sopla hasta el yogurt», Kirchner se ha decidido por cancelar la autonomía político-electoral de los intendentes, «asociándose» con Hugo Moyano en esta tarea de disciplinamiento. Asociación es el término correcto ya que, a la capacidad política de Kirchner de imponer estos cambios se agrega la capacidad organizativa de Moyano para consolidarlos. Transformar la supremacía política en construcción política ha sido siempre la gran falencia del kirchnerismo, que ahora viene a suplir la estructura organizada y monolítica del sindicalismo, que ya pugna por hacerse de la organización del Partido Justicialista bonaerense, una vez ganada su presidencia por Moyano. Como dice un damnificado por los cambios, «es que Hugo se conduce en política como buen camionero que es: primero mete la trompa, y después todo el mionca.»
Algunos aviesos conocedores del peronismo sostienen que el líder de la CGT iba a dar el zarpazo al PJ provincial de todos modos, pero hubiera sido muy difícil hacerlo contra Kirchner. Otros advierten el peligro que puede representar para Kirchner la sindicalización del peronismo (lo que sería un reflujo de lo ocurrido en los noventa, según el politólogo de Harvard, Steven Levitsky, en su libro La transformación del justicialismo. Del partido sindical al partido clientelista, 1983-1999). Pero, para un empecinado táctico como lo es el ex Presidente, primero hay que saber ganar, y luego se verá.
El disciplinamiento de los intendentes pretende invertir lo que ellos le hicieron a Kirchner en el 2009, y obligarlos a no ir en las boletas de otras candidaturas presidenciales ni a propiciar el corte de boleta; y, además, que acepten en sus listas de concejales a aquellos propuestos por el tándem Kirchner/Moyano. A esto hay que sumarle que el ex Presidente estaría impulsando a rivales políticos de los intendentes, con tal de que lo acompañen como «colectoras» apoyando su candidatura. O sea, una enorme aspiradora para atraer votos presidenciales, sin importar la suerte de los intendentes que, así, verían dividido el voto peronista.
La cuestión no se queda en el nivel local sino que llega a la discusión por la candidatura oficial a gobernador de la provincia. Es dentro de toda la movida de cambio en la arquitectura del PJ bonaerense, como hay que entender los estridentes sordos ruidos que sonaron entre Néstor Kirchner y Daniel Scioli en los últimos días. Y que, como no podía ser de otra manera, desataron toda una suerte de especulaciones sobre rupturas y negociaciones. Y también acerca de los intentos de Scioli para hacer «caja» y tapar el rojo financiero.
Es evidente que, si Kirchner impulsara a diferentes candidatos a la gobernación para que tributen todos a su candidatura presidencial, maximizaría, en algunos puntos quizás decisivos, sus chances para ganar en primera vuelta (se hablaba de Martín Sabbattela y hasta de Sergio Massa; este último se desmarcó del tema, mientras Olivos también lo hacía a un costado). Claro que esta dispersión en el oficialismo podría significar el triunfo del candidato opositor, digamos un Francisco de Narváez, ya que las elecciones a gobernador provincial se ganan por mayoría simple, o sea, el que tiene más votos.
El punto de equilibrio en la negociación parece bastante sencillo de estipular: Scioli queda como único candidato por el kirchnerismo y hace intensa campaña a favor de la candidatura presidencial kirchnerista, sumándose él también al «disciplinamiento» de los intendentes.
Pero, claro, pequeño punto: hay que ver si esto satisface las necesidades de Kirchner de garantizar su triunfo, cuando otra vez, y tal su costumbre, se juega el todo por el todo.
Fuente original: http://www.revistadebate.com.