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La Mulata de Córdoba

Fuentes: Rebelión

Historiam cum ira et studio pingendam ese (La historia debe ser escrita con ira y parcialidad)
Hernán Cortés. «Cartas de Relación».


Hace algunos años, no muchos, el gobierno del Estado de Veracruz, me otorgó una beca para realizar un trabajo historiográfico sobre Córdoba, mi ciudad, sin embargo, a la hora de los resultados, sólo había una larga lista de personajes, fechas, algunos aspectos biográficos y varias entrevistas a cordobeses destacados a nivel internacional; al dejar la ciudad en 1992, el origen del trabajo, por alguna razón, se fue conmigo; años después, poco más de veinte, para ser precisos, el trabajo ha tomado otra forma.

Han sido largas horas en bibliotecas como la del Instituto Mora, del Museo de Antropología con increíbles tomos traducidos de los archivos virreinales, especialmente del ramo inquisición, donde encontré una guía que, más tarde, me llevara a lo que fue el Palacio Negro de Lecumberri hoy, Archivo General de la Nación; ahí encontré ciertos documentos que desentrañan una hermosa leyenda.

Para 1503, encontramos funcionando el primer tosco ingenio azucarero en las Antillas; en 1517, una floreciente explotación de la caña de azúcar, alentada por los frailes jerónimos comenzaba a dar cierta importancia a las islas en materia agrícola y producción de azúcar; desde 1511, iniciaron con Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar, los desembarcos españoles en la península de Yucatán.

El 12 de marzo de 1519, se da el primer encuentro armado que registre la historia entre nativos y españoles en la desembocadura del Río Grijalva, Hernán Cortés capitaneaba esa expedición, al hacerse la paz, el capitán español recibe presentes de oro y plata y veinte mujeres, entre ellas, una de origen mexicano nacida en Painallan y que llamaban Tenepal, la cual, por la forma de dirigirse a Cortés –le decía Malitzin, que en castellano quiere decir: Mi señor- apodarían la Malinche.

Ya estaba en tierra firme, recorría el país en busca de alianzas… Y riquezas, comenzando a repartir y encomendar indios entre su gente de confianza, después de 1521, las cosas para España y para México, comenzarían a cambiar drástica, pero no radicalmente… Es hasta 1523, tras el desembarco en San Juan de Ulúa de una docena de franciscanos, encabezados por fray Martín de Valencia, que inicia la verdadera labor de evangelización en un país donde ya podían distinguirse, en tan poco tiempo, tres clases sociales: Españoles peninsulares, nativos y negros.

También, aunque en menor cantidad, se podían distinguir tres sub clases: Criollos, mestizos y mulatos, los criollos eran los españoles nacidos en Nueva España, mestizos, los hijos de español con nativo y mulatos, los descendientes de español con negro, algo que no estaba castigado por la inquisición, porque eran gente que se bautizaba en la fe cristiana y respetaba la ley de Dios, sin embargo, los esclavos negros, sobre los que se estaba fincando toda la agricultura del país, comenzaban a dar cierto temor a sus amos, pues veían en ellos más rebeldía que en los nativos mexicanos.

Ya desde 1517, el Padre Las Casas, tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas y propuso al emperador Carlos V, la importación de negros, para que fueran ellos los que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas, a esta variación de un filántropo debemos infinitos hechos, pero para nuestro fin, sólo relataré uno, por haber sucedido en mi tierra, estar registrado en los archivos de la inquisición y haberse convertido, con el tiempo, en una hermosa leyenda:

“y muchas cosas que no se debían olvidar, se olvidaron…”

Córdoba, es una de las principales ciudades del Estado de Veracruz, está ubicada en la parte sur de la región montañosa del mismo, enclavada en la cordillera de la Sierra Madre Oriental, famosa por su café, la producción de la caña de azúcar y sus derivados, los excelentes rones Potrero y Batey, así como por sus tardes algunas veces envueltas en neblina, además de su gente, alegre y hospitalaria. 

Durante el Virreinato de la Nueva España sucedieron dos importantes hechos, uno de ellos, la creación en 1617, del poblado de Totutla, la nueva y posteriormente, la fundación, en 1618, de la población de San Lorenzo de los Negros, hoy Yanga; la segunda población es la que interesa porque, durante muchos años fue manzana de la discordia para los huatusqueños que veían en el asentamiento prehispánico denominado Lomas de Huilanco o Huilotlan, un paraje propicio para la agricultura, por ser una planicie perfecta para ello, pero al otorgar el virrey la autorización para la fundación de otros poblados, los futuros patrones de la villa se enfurecieron a tal grado, de casi acabar con San Lorenzo.

La villa de Córdoba terminó fundándose, al parecer, con todos los privilegios reales, en 1618 y concluyéndose finalmente en 1619; hay un viejo documento que data su fundación en 1681, porque en ese año se terminó su templo parroquial, pero debieron pasar muchos años para que esta historia se transformara en la maravillosa leyenda que hoy es.
Los españoles, muy dados al gusto por las mujeres hermosas, no dejaban pasar la oportunidad de poseer a nativas o negras, a unas por ser sus encomenderos y guardianes y de las otras, por ser sus amos; uno de los fundadores de la Villa de Córdoba, amonestado por el arzobispo de la Puebla por vivir amancebado con negra de nombre Juana Cocinera, y que fue el padre de Juana de la Merced, mulata, mujer que, con el tiempo, llegó a ser de una belleza excepcional.

Los archivos de la inquisición registran, para el año de 1650, la encarcelación de una bruja mulata, de aproximadamente 20 años de edad, de nombre Juana de la Merced, oriunda de Córdoba y que el tribunal del Santo Oficio mandó arrestar por practicar la hechicería y la magia negra, (en realidad, era una curandera y partera tradicional) al ser encontrada culpable, se le traslado al castillo de San Juan de Ulúa en donde encontraría la muerte si antes no se arrepentía de sus pecados.

La historia se transformó en mito y el mito en leyenda y entonces, se dice que…

“Sepan cuantos…” Corría el año de 1645 cuando, en Córdoba, vivía una hermosa mujer cuya procedencia nadie conocía. No se sabe el sitio exacto donde estaba su casa aunque los viejos relatos aseguran que estuvo en la hacienda de la Trinidad Chica, que en aquellos años era propiedad de los Marqueses de Sierra Nevada; otros cuentan que en una vetusta casona que abría sus puertas sobre el antiguo Callejón de Pichocalco, rumbo al arroyo Pedregos mas tarde llamado Río de San Antonio y su recuerdo llegó hasta nosotros a través del tiempo envuelto en el misterio y la leyenda, sólo con el romántico nombre de la Mulata.

Según los datos antiguos, era tan hermosa que todos los hijos dalgos del lugar estaban prendados de su belleza, era hija de una mujer negra de quién heredó su porte gallardo y de un caballero español y por lo mismo, la Mulata de Córdoba era orgullosa y altiva. Por el color de su piel y su condición de raza, vivía ajena a todo trato social, extraña a las rancias costumbres de la época y alejada de los círculos donde, entre linajudas Señoras, su presencia hubiera sido considerada como un escándalo y una herejía.

Siempre sola, los ancianos de la ciudad la evocan recorriendo a pie las polvorientas calles de la Villa camino al Templo o por senderos y veredas buscando las cabañas de los esclavos a quienes ayudaba y curaba, pues parece que era muy entendida en el Arte de la Medicina. También curaba a los campesinos que la solicitaban por los rumbos de San Miguel, Amatlán, el Zopilote y San José. Continuamente se le veía caminando bajo el ardiente sol del medio día y subiendo y bajando lomas, acompañada por algún enviado de las personas que solicitaban sus servicios, los que generalmente eran humildes campesinos.

Pero también había algunas familias de alto rango que secretamente solicitaban sus servicios. A la luz de la luna, bajo el silencio de las estrellas, cruzaría la desierta Plaza Mayor escoltada por el Mayordomo de alguna casa rica donde, con toda discreción, la esperaba con impaciencia alguna orgullosa señora o un altivo hidalgo que deseaban consultar los horóscopos, saber su buena fortuna, algún remedio para el amor o la cura para una enfermedad.

En esta forma y con el correr de los días, la fama de la bella Mulata se fue extendiendo poco a poco en el poblado. Bajo el largo y pesado chal donde ocultaba el rostro y la figura, no falto quien adivinara al pasar, los hermosos ojos grandes y llenos de misterio y la boca sensual y roja. Pero en vano fue cortejada por los hidalgos del pueblo, las puertas de su casa permanecieron siempre cerradas para los enamorados galanes y los caballeros mejor nacidos de la Villa que se vieron rechazados teniendo que aceptar humillados su derrota.

Estas razones que en damas de más condición hubieran sido vistas como virtudes, en la Mulata se consideraban de obscuro origen y como además vivía rodeada de enigmas, dieron lugar a que se tejiera a su alrededor toda clase de relatos.

En aquellos años de epidemias y calamidades, cuentan que valiéndose únicamente de las muchas hierbas que conocía, empezó a realizar curaciones que parecían maravillosas, a conjurar tormentas y a predecir eclipses, pronto la superstición se encargó de decir que la hermosa mulata tenía pacto con el Diablo. En varias ocasiones fue vista simultáneamente en distintos rumbos de la Villa, pues poseía también el don de la ubicuidad.

Como vivía sola y se ignoraba el origen del oro que gastaba y la procedencia de los costosos vestidos que lucía, que a pesar de ser de diseño sencillo, estaban hechos de finísimas sedas; y viendo que no admitía la protección de ninguno de aquellos opulentos hidalgos que la cortejaban, se dio por sentado que la joven había otorgado sus favores al Maligno quien a su vez la llenaba de mágicos poderes.

Decían que por las noches en la casa donde vivía se escuchaban extraños lamentos; también veían salir llamas de las cerradas puertas y cuando alguna persona siguiéndole los pasos la espiaba por obscuros callejones y atajos, la veía convertida en una horrible alimaña que atacaba al curioso, perdiéndose después en las sombres de la noche sin dejar rastro.

Se llegó a decir de ella, incluso, que había sido sorprendida al entrar a su vivienda volando sobre los tejados, con la negra cabellera flotando en el aire y envuelta en mágicos resplandores.

Que la Mulata, sabía fabricar filtros de amor, que tenía poderes para curar o hacer el mal de ojo y su belleza que aumentaba día a día seguía siendo atribuida a sus malos tratos con el señor de las tinieblas.

Todas estas creencias llegaron pronto a oídos del tribunal de la Santa Inquisición, muy severo en aquellos años con los adivinos y brujos a quienes castigaban duramente en los famosos Autos de Fe para escarmentar a los embusteros y charlatanes. 

En ellos no hacían distinción de clases o personas, lo que no se sabe es si la Mulata fue sorprendida practicando la magia o si fue acusada por alguna mujer celosa de su belleza o por un hidalgo rechazado; pero los viejos testimonios del ramo inquisitorial afirman que, después de juzgada fue conducida, primero al Tribunal del Santo Oficio en la Ciudad de México y después, al Puerto de la Vera Cruz donde se le hizo encarcelar en el Castillo de San Juan de Ulúa para cumplir la pena de muerte por hechicera.

En aquella vetusta fortaleza, cuyos muros de diez metros de espesor fueron empezados a construir en 1582, acusaban gran horror los prisioneros que pasaban las horas tras los pesados barrotes de su lóbrega celda llena de salitre, húmeda de agua que no se podía beber y custodiados por un carcelero que no los dejaba dormir.

Un día –según los viejos relatos que siguen circulando de boca a oído-  la hermosa joven, quien a base de buenos tratos se había ganado la estimación de su guardián, le rogó amablemente que le consiguiera un pedazo de carbón. Extrañado al principio por tan raro antojo pero deseoso de servir a su bella prisionera, el hombre llevó a la celda lo que se le pedía.
La Mulata entonces dibujó sobre las sombrías paredes una ligera nave, un barco hermoso que parecía mecerse sobre las olas que proyectaba la luz sobre la pared al reflejarse en el agua del mar.

-Buen día, carcelero. ¿Podrías decirme qué le falta a este navío? 

– ¡Desgraciada mujer! -contestó el carcelero-. Si te arrepintieras de tus faltas no estarías a punto de morir.

-Anda, dime, ¿qué le falta a este navío? -insistió la Mulata. -Le falta el mástil – contestó el guardia.

-Si eso le falta, eso tendrá -respondió enigmáticamente la Mulata. 

El carcelero, sin comprender lo que pasaba, se retiró con el corazón confundido.

Al mediodía, el carcelero volvió a entrar en el calabozo de la Mulata y contempló maravillado el barco dibujado en la pared.

-Carcelero, ¿qué le falta a este navío? -preguntó la Mulata.

-Infortunada mujer -replicó el desconcertado carcelero-. Si quisieras salvar tu alma de las llamas del infierno, le ahorrarías a la Santa Inquisición que te juzgara. ¿Qué pretendes?… A ese navío le faltan las velas.

-Si eso le falta, eso tendrá -respondió la Mulata. Y el carcelero se retiró, intrigado de que aquella misteriosa mujer pasara sus últimas horas dibujando, sin temor de la muerte.

A la hora del crepúsculo, que era el tiempo fijado para la ejecución, el carcelero entró por tercera vez en el calabozo de la Mulata, y ella, sonriente, le preguntó:

– ¿Qué le falta a mi navío?…

-Desdichada mujer -respondió el carcelero-, pon tu alma en las manos de Dios Nuestro Señor y arrepiéntete de tus pecados. ¡A ese barco lo único que le falta es que navegue! ¡Es perfecto!

-Pues si vuestra merced lo quiere, si en ello se empeña, navegará, y muy lejos…

-¿Cómo, lo hará? -preguntó el guardia extrañado-, así -dijo la Mulata, y ligera como el viento, saltó al barco; éste, despacio al principio y después a toda vela, desapareció con la hermosa mujer por uno de los rincones del calabozo, sobre el reflejo del agua a la luz del sol del crepúsculo.

Todavía se volvió para despedirse de sus captores con un suave gesto de la mano indicando su adiós, mientras desaparecía ante los desorbitados ojos del guardia.

Nadie volvió a saber nada de la Mulata. 

Cuando el mágico relato que pasa de boca a oído y llenando de asombro a los habitantes de la Villa Rica llega a oídos de Don Pedro Nuño, un viejo pero acomedido personaje de la historia de la hidalguía cordobesa pero venido, como todos los apócrifos caballeros de esa villa, a menos, decidió visitar el Castillo de San Juan de Ulúa con el deseo de interrogar al extraño carcelero, dándose cuenta que el infeliz hombre había perdido la razón.
Abrazado a lo herrumbrosos barrotes de aquélla vacía y cerrada celda repetía como un estribillo el mismo maravilloso episodio, saludando con la mano a su bella prisionera a quien veía perderse a lo lejos, libre y hermosa sobre la blanca espuma del mar.

No me agrada aquí destruir la magia de la leyenda y la mulata que escapa en su barquito de velas, pero en el Archivo General de la Nación, bajo el ramo inquisición, se encuentra un caso muy particular, el de Juana de la Merced, mulata, acusada de hechicería por Gonzalo de Córdoba, a quien entonces encontramos como uno de los mayordomos de la hacienda de El Encero, parte de la hacienda de Los Marqueses del valle de Oaxaca y cuyo principal administrador es, uno de los hijos bastardos de Hernán Cortés.
A este muchacho, le atrajo tanto la belleza de Juana de la Merced y a su padre le importaba tanto la pureza de la sangre para conservar sus propiedades que le pidió a gente de su confianza que denunciara a la mujer por hechicería.

El Santo Oficio se encargó de dar los demás datos: Juana de la Merced, hija de Primo García de Arévalo y Juana de la Merced Cocinera; vecino de Tecamachalco y fundador de la villa de Córdoba, amonestado en 1620 por el arzobispo Mota y Escobar, por vivir amancebado con negra en una estancia para ganado menor en Iztayuca, urgiéndole pronto a casarse para ser perdonado por sus pecados carnales.

No sabemos que sucedió después, pero podemos imaginarnos algo que hoy está muy en boga: suponemos que, movido por algún sentimiento hacia el hijo del patrón o enviado por éste, el mayordomo llegó al castillo de San Juan de Ulúa a liberar a la prisionera a quién, sin duda, habrá ofrecido un buen dinero en oro para dejar esas tierras y no volver jamás, así lo creemos porque, al final, la leyenda dice que: “Mucho tiempo ha, un marinero contó verla, en su barquito de velas, cerca de las islas Filipinas.”