“…el peligro’ amenaza tanto la existencia de la tradición como a quienes la reciben. Para unos y para otros consiste en entregarlos como instrumentos a la clase dominante. En cada época es preciso tratar de arrancar nuevamente la tradición al conformismo que quiere apoderarse de ella”.
Walter Benjamin. Tesis VI en Tesis sobre el concepto de historia.
La sociedad argentina se encuentra hoy ante la presencia al frente del aparato del Estado de una fuerza política cuyos dirigentes máximos preconizan posiciones de negación respecto del genocidio cometido durante la última dictadura.
La actual vicepresidenta de la nación, Victoria Villarruel, ha sido durante años una figura central en las campañas por la revaloración de la dictadura y el combate tanto contra quienes se opusieron a ella durante su transcurso y fueron sus víctimas, como a los que llevaron por décadas la bandera del justo castigo de los crímenes cometidos y de la promoción de los derechos humanos. No ha vacilado en calificar a dirigentes de ese campo como “personaje siniestro”.
El presidente Javier Milei no ha dado a ese tema la misma centralidad que le asigna su vice. Lo que no quita que adhiera en público, cada vez que tiene oportunidad, a la política de disculpa a los genocidas y de reinstauración de la “lucha contra la subversión” como una causa justa.
Valgan como ejemplo las palabras que Javier Milei vertió en uno de los debates previos a la elección presidencial: “Durante los 70 hubo una guerra y las fuerzas del Estado cometieron excesos, pero los terroristas del ERP y Montoneros mataron, pusieron bombas y cometieron delitos de lesa humanidad. No estamos de acuerdo con los curros de los derechos humanos” y también “…no fueron 30.000 desaparecidos, sino 8.753”. Asimismo se refirió a una “versión tuerta” de la historia que habría imperado hasta ahora.
Exhibió así la demonización de las organizaciones armadas, redujo a “excesos” lo que fue un plan concebido y ejecutado desde la cúspide y relativizó la envergadura de la matanza. Tres gestos de negación en una sola intervención pública
El retomar los discursos evasivos y negadores de Jorge Rafael Videla o Emilio Eduardo Massera es de por sí muy grave. Allí comenzó la prédica negacionista. Para reinstalarlos hoy se echa mano a interpretaciones torcidas y ocultamientos interesados de aspectos centrales del genocidio.
El binomio presidencial y sus colaboradores recurren a un discurso orientado a “dar vuelta” el sentido común acerca de los crímenes de la última dictadura. El que fue afianzándose a lo largo de los años y tuvo y tiene en los juicios por crímenes de lesa humanidad un componente fundamental. Se busca reponer en el pensamiento colectivo la idea de que en los años dictatoriales se libró una “guerra” contra el “enemigo subversivo”.
Y en ese supuesto conflicto bélico no habría existido un plan criminal de aniquilación, sino una lucha, acertada en lo sustancial, en defensa de valores incuestionables. En cuyo transcurso se habrían cometido “excesos”. Lo que en definitiva sería inevitable en un escenario de enfrentamiento armado en gran escala. Tal choque entre fuerzas de poderío comparable nunca ocurrió, como es sabido.
Respecto a las agrupaciones armadas que actuaron en las décadas de 1960 y 1970 se busca condenarlas como “organizaciones terroristas” cuyo “justo castigo” sigue pendiente. Habrían cometido a su vez, “crímenes de lesa humanidad” y sus integrantes deberían pasar por los tribunales para ser juzgados de una vez.
Habría llegado así la época de la “memoria completa” en reemplazo de la memoria “parcial y desviada” que impulsaron todos estos años los movimientos de derechos humanos. La misma que derivó en los juicios, tramitados en gran número desde la anulación de las leyes de impunidad.
Al mismo tiempo se expanden argumentos para menoscabar las culpas dictatoriales, a comenzar por la negación, reiterada hasta el agotamiento, de que hubo 30.000 víctimas de la represión. Y campean opciones ideológicas más generales, como las acusaciones de ser “comunistas asesinos” a quienes se oponen al dominio pleno del gran capital y al imperialismo, tanto en el pasado reciente como en la actualidad.
En la más rancia tradición del “macartismo” se acusa de profesar el comunismo hasta a fuerzas políticas y personalidades que ni de lejos cuentan alguna forma de socialismo entre sus objetivos
Cabe el interrogante de sí, en una mirada más en profundidad, lo que se busca es no sólo reivindicar a las Fuerzas Armadas sino legitimar los objetivos más amplios, los contenidos de clase, del “Proceso de Reorganización Nacional”. El actual pensamiento ultraliberal mantiene sustanciales puntos de contacto con la política económica de “libre mercado” que llevó adelante la última dictadura. También con la alineación sin fisuras con la causa anticomunista subsumida en el término “Occidente”.
Y asimismo coincide con el propósito de debilitamiento del conjunto de las organizaciones de las clases subalternas y en particular las del movimiento obrero, al que descalifica como “mafia”.
A despecho de los profundos cambios que transcurrieron en más de medio siglo, la lógica de clase de la sociedad argentina sigue siendo similar. La conjunción de grandes grupos económicos locales y empresas trasnacionales continúa como el corazón del capitalismo en el país. Los intereses a los que sirvió la dictadura son, en lo sustancial, semejantes a los que sirve el gobierno de Javier Milei.
Como ha señalado Alejandro Grimson, Milei viene a cerrar con éxito lo que no pudo completarse en la última dictadura. Según él, la situación que algunos caracterizan como “empate hegemónico” sería el estadio a superar por el gobierno que encabeza el nuevo presidente, que se propone “desempatar” por fin a favor de los grandes capitales de un modo definitivo.
Vayamos ahora a una breve mirada a propósito de la última dictadura y cómo ha sido percibida en años más recientes.
La dictadura de 1976 y su consideración posterior.
La represión dictatorial fue un plan sistemático orientado a la desarticulación y aniquilación del auge de masas, en proceso de ascenso y radicalización ideológica que se había desenvuelto en Argentina en los años anteriores a 1976. Su trasfondo fundamental era la necesidad experimentada por el gran capital establecido en el país de erradicar lo que percibían como una seria amenaza a la permanencia y reproducción de su dominación.
El ciclo del movimiento de masas que puede encuadrarse, de modo aproximado, entre el Cordobazo y la rebelión del movimiento obrero que quedó en la historia con el nombre de Rodrigazo, era algo que, para la mirada de la burguesía argentina, no debía repetirse nunca, para lo cual había que clausurar todo lo que, en la mirada “antisubversiva” hizo posible su ocurrencia.
Los grandes empresarios no sólo dieron su anuencia, sino que asumieron responsabilidades concretas en desapariciones y asesinatos, señalaron a las potenciales víctimas, allegaron recursos para cometer los crímenes, hasta auspiciaron la instalación de centros clandestinos de detención en sus propias plantas.
Fueron partícipes, y a la vez beneficiarios, de una modalidad de represión que, entre otros “blancos” de su accionar buscaba librarlos de presencias incómodas en sus empresas y, más en general, de cuestionadores radicales del orden social que viabilizaba su dominio. Allí están los casos de Ford, Ledesma, Astarsa, Mercedes Benz, Grafa, La Veloz del Norte, y tantos otros.
En cuanto a la política económica dictatorial, la conducía un representante del empresariado más concentrado, miembro del directorio de varias grandes empresas y dirigente del Consejo Empresario Argentino, el núcleo de las compañías de más envergadura que actuaban en el país. En la empresa siderúrgica ACINDAR, de Villa Constitución, en la que el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz era directivo de máximo nivel, la entente militar empresarial hizo uno de los primeros ensayos dirigidos a combinar su acción para masacrar trabajadores combativos.
Los obreros de esa planta fueron detenidos y asesinados por decenas ya en marzo de 1975. Casi justo un año antes de que uno de sus dueños se encaramara en la cartera económica.
El plan represivo dictatorial no tuvo a la acción “antiguerrillera” como su eje exclusivo, sino que la incluyó en un propósito mucho más amplio, de producir una derrota histórica de las organizaciones populares. En especial las de la clase obrera. Por eso la acción criminal se cebó en las direcciones combativas en las fábricas y demás lugares de trabajo. Se secuestró y masacró a miembros de los cuerpos de delegados y las comisiones internas. Eran las manifestaciones de la “anomalía argentina”, que caracterizó Adolfo Gilly en un texto clásico, erigiéndolas en un rasgo de potencia y autonomía distintivo del movimiento obrero de nuestro país.
Querían una clase obrera debilitada y desorganizada, que retrocediera en su nivel de conciencia e incorporara a su sentido común un escarmiento sobrevenido frente a sus acciones más radicales, las del período inmediatamente anterior a la dictadura.
Aún más allá, procuraban una reformulación integral de la sociedad argentina dentro de los parámetros del “libre mercado”, de liberación de todos los obstáculos para la acumulación de capital y de desarticulación de las organizaciones que pudieran ir en contra de los intereses de las grandes empresas.
Tras la vergonzosa retirada del régimen, viabilizada por la conjunción del desastre de Malvinas y la creciente movilización popular, quedó como huella el logro de parte de los objetivos dictatoriales. La clase obrera argentina no volvió a ser la misma y la ausencia de miles de militantes dejó un hueco perceptible por décadas. Y las grandes empresas responsables por los crímenes mantuvieron e incluso aumentaron sus ingentes ganancias.
Ello no obstó para que la herencia dictatorial sufriera luego una derrota política y cultural que impidió la consolidación de sus “triunfos” anteriores. Restituido el sistema constitucional, avanzó el reconocimiento público de sus crímenes y los juicios contra algunas de las figuras destacadas entre las que sostenían haber librado una “guerra sucia” de la que habían salido vencedores. Los ayer derrotados se constituían en pesadilla de los asesinos que se habían deseado impunes para siempre. No responderían sólo “ante Dios y ante la Historia” sino frente a instancias bien concretas.
Tras unos primeros años en que predominó la tergiversada mirada que mostraba a los desaparecidos sobre todo como “víctimas inocentes” se impuso de modo gradual en la sociedad argentina la reivindicación cada vez más abierta y amplia de la militancia de la década de 1970. Y con ella la verdad acerca de que lo sufrido correspondía a la respuesta desde el poder a las acciones populares que habían llevado adelante en los años anteriores a la dictadura o ya bajo su imperio.
Trabajadores combativos y clasistas, estudiantes de izquierda, sacerdotes y monjas identificados con la “opción preferencial por los pobres” y la teología de la liberación, así como artistas, escritores y periodistas cuestionadores del orden social, dejaron de ser vistos como “subversivos” para ser reconocidos en tanto que luchadores sociales y percibidos como combatientes (en el plano material o el simbólico) a favor de la perspectiva revolucionaria de un mundo igualitario y justo.
Es entonces cuando al descrédito sobreviniente de las fuerzas armadas por la masacre cometida se une una mirada más abarcativa, que hace énfasis creciente en las responsabilidades civiles, incluyendo en lugar destacado a empresarios, eclesiásticos, y a la dirigencia política que de un modo u otro acompañó a la dictadura.
Las luchas de las Madres de Plaza de Mayo y todos los organismos, las movilizaciones masivas contra los actos estatales pro-impunidad (desde las marchas contra el punto final y la obediencia debida, a la oposición a los indultos de Menem, hasta la que fue contra el 2×1 de la Corte Suprema de Justicia), junto a las innumerables manifestaciones cotidianas de ejercicio de la memoria, de rescate y resignificación de los centros clandestinos de detención, el recordatorio de los desaparecidos en paredes y baldosas. Todos fueron hechos que expandieron la conciencia de justicia y cimentaron al respeto y la expansión de los derechos humanos como banderas populares de arraigo masivo y proyección en múltiples dimensiones.
Décadas de combate intelectual y moral por un juicio crítico sobre la dictadura, las políticas que impulsó, los beneficiarios de las mismas y el genocidio que las cimentó, transformaron el sentido común de sectores mayoritarios de la sociedad argentina.
La idea de que se libró una “guerra antisubversiva” quedó refutada y el gobierno dictatorial perdió toda legitimidad retrospectiva en cuanto a los motivos, alcances y propósitos de la represión. El conjunto de sus acciones fue impugnado de cuajo y pasó a ser considerado por millones de argentinas y argentinos como la ejecución de un plan criminal que tuvo al pueblo argentino en la mira.
En el medio sobrevinieron las leyes de impunidad que marcaron un estrepitoso retroceso de la gestión del presidente Raúl Alfonsín y la Unión Cívica Radical. Su anulación se convirtió en bandera de lucha desde los mismos días en que fueron aprobadas. Aún antes, el esfuerzo investigativo de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) se vio relativizado en su potencial esclarecedor por el prólogo de su informe Nunca Más en el que se formulaba “la teoría de los dos demonios”.
De acuerdo a esa “teoría” el grueso de la sociedad argentina habría sido testigo impotente de un choque armado entre dos núcleos armados extremistas, cuya responsabilidad en la violencia y los crímenes sería simétrica. El terrorismo estatal, de derecha, tendría una culpabilidad simétrica a la de los “terroristas” de las organizaciones armadas. Se sentaron así bases conceptuales para el posterior avance de la impunidad.
Las dos presidencias de Carlos Menem marcaron una reasunción por parte del Estado de una parte de los objetivos “procesistas”. Si bien enmarcados en un sistema constitucional con el que no se intentó romper. La línea de continuidad con la dictadura tuvo una manifestación relevante en el hecho de que quien había sido una figura de la política económica dictatorial retornara como protagonista central del proceso de privatizaciones, ajuste regresivo y ataque contra los derechos de los trabajadores que se llevó a cabo en la década de 1990. Nos referimos, claro, a Domingo Cavallo, hoy exaltado por Milei como el mejor ministro de Economía en décadas.
Esas políticas socioeconómicas tuvieron correlato en la tentativa de dejar definitivamente atrás los juicios a los jefes militares y subsumir la mirada antidictatorial en una forzada “reconciliación” sellada por los indultos, destinados a extender el manto de impunidad que ya había avanzado en la forma de las leyes de “punto final” y “obediencia debida”.
Los indultos comprendieron a los altos jefes militares que no estuvieron incluidos en la “obediencia debida”. Hasta llegar, en una segunda tanda a los miembros de las juntas militares, incluidos Videla y Massera. Al mismo tiempo favorecieron a condenados por sus acciones como miembros de organizaciones armadas. Mario Eduardo Firmenich, máximo dirigente montonero, fue comprendido en este “perdón” presidencial.
La estructura normativa venía a abonar en cierto modo la tesis de los “dos demonios”. No más prisión para ninguno de los dos bandos “demoníacos”.
Cabe mencionar el ejemplo ético de Graciela Daleo, quien fuera militante montonera. Tuvo la entereza de rechazar ser “perdonada” en paralelo con militares genocidas. Y arrostró las consecuencias de esa negativa, que comprendieron un nuevo encarcelamiento.
La voluntad “reconciliadora” iba en correlación con la tentativa de dificultar el proceso de recuperación de la memoria en torno al genocidio dictatorial, como fue el proyecto de demoler instalaciones de la ESMA y convertirlas en un espacio público.
De algún modo una contrapartida fue la represión, con uso de la fuerza incluido, del que resultaría el último de los levantamientos militares de los sectores de las fuerzas armadas conocidos como “carapintadas”. Cabe tener en cuenta que, desde la Semana Santa de 1987 en adelante, dichas asonadas tenían como supuesto justificativo que se estaba juzgando a los vencedores de una guerra que en lo sustancial había sido justa.
En el mismo sentido hubo una “lavada de cara democrática” con el nombramiento del general Martín Balza como comandante en jefe del ejército, quien permaneció al mando de la fuerza hasta el final de la segunda presidencia de Menem. Signaron su gestión la supresión del servicio militar obligatorio luego del asesinato de un soldado y la realización de una autocrítica pública de la fuerza, que dejó muchas insatisfacciones pero de cualquier modo señalizaba un cambio de política en la cúspide del ejército respecto a los derechos humanos.
Con todo, el balance de los períodos del presidente riojano indica una reivindicación parcial de la dictadura. Y como indica la figura jurídica del indulto, no se negaban los delitos, pero se excluía el castigo y se proponía el “olvido” al conjunto social.
La “kirchnerización” de las políticas de memoria y sus males.
Se ha escrito acerca de que “La excesiva apropiación de la retórica y los símbolos del movimiento de derechos humanos por el kirchnerismo generaron una reacción subterránea de oposición que cuestionaba la mirada sesgada y reclamaba una ‘memoria completa’ de lo que había sucedido en los años setenta.”
Tal vez resulta en exceso lineal atribuir la aparición del movimiento por la “memoria completa” a ciertas acciones de los gobiernos del matrimonio Kirchner respecto a las cuestiones ligadas a los derechos humanos. Sí es cierto que el kirchnerismo, desarrolló una línea de conducta objetable al respecto, que empañó en cierta proporción sus acciones tendientes al castigo de los crímenes de la dictadura y la construcción de la memoria histórica.
En el lapso 2003-2015 se tomaron medidas de efecto bien concreto, como la anulación de las leyes de impunidad, dando paso a la reanudación de los enjuiciamientos. Amén de otras de gravitación sobre todo simbólica, como el cierre de la ESMA y su conversión en sitio de memoria o la bajada de los retratos de dictadores en el Colegio Militar.
Acerca de la anulación de las leyes de impunidad su punto de partida fue un proyecto de diputados de izquierda como Luis Zamora, Patricia Walsh y Floreal Gorini. El gobierno se “subió” después a esa iniciativa, la anulación se convirtió en ley e instancias superiores del poder judicial le confirieron plena validez.
No cabe disminuir los efectos de esas acciones, en particular las que permitieron el desarrollo de los juicios llamados “de lesa humanidad”. Según cifras oficiales hubo, desde que se retomaron los procesamientos en 2006 hasta hoy 319 juicios con sentencia. Y en total fueron condenadas 1146 personas (Datos de abril de 2023, en Argentina.gob.ar)
Con esa base real, los gobiernos del Frente para la Victoria hicieron de la causa de los derechos humanos una de sus principales banderas. A partir de allí aplicaron en ese terreno, como en tantos otros, su política de imposición “desde arriba” de procesos de pretensión transformadora. El aparato estatal avanzó con fuerza, creando espacios dentro de la esfera de la administración pública dedicados a objetivos de memoria, verdad y justicia.
Incorporó como funcionarios o como legisladores a militantes de la causa y a familiares de víctimas. Junto a esos comportamientos el oficialismo de la época acudió a su táctica habitual de “estatalización” de organizaciones originadas y desenvueltas durante años en ámbitos de la sociedad civil. Las mismas que desenvolvieron sus luchas desde los peores años de la dictadura.
Esa asimilación al Estado tuvo entre sus efectos el sometimiento de movimientos de creación autónoma a un orden de conducción vertical, con poco lugar para la discusión. Y en el que la movilización se produjo sobre todo a instancias de los “jefes”, sea para aclamar sus decisiones o para el ataque contra enemigos reales o supuestos, señalados desde la cúspide.
Luchadoras y luchadores cuya acción se había desenvuelto hasta entonces sobre todo en los espacios públicos y en las calles, pasaron a tener un lugar en los despachos oficiales y a operar sobre todo desde esos puestos. Un movimiento caracterizado al principio por la independencia y la intransigencia se convirtió en parte en una herramienta importante de política gubernamental y alineamiento partidario.
Quedó así abierta una brecha para los diversos actores de la prédica antikirchnerista constante, hecha desde la derecha. Éstos desarrollaron un ataque cada vez más sonoro y más insistente a toda la causa de DDHH y al conjunto de los organismos, con lugar destacado para la Asociación Madres de Plaza de Mayo. Se procuraba infundir la idea de que todo lo que presentaba el kirchnerismo como políticas justas y democratizadoras encubría un falseamiento, y por lo tanto también debía ser falsa e hipócrita su política de DDHH.
Con la aparición a la luz pública, a partir de 2011 de las irregularidades que afectaron al plan de vivienda Sueños Compartidos, se facilitó una amplia campaña de vinculación del movimiento de derechos humanos con la “corrupción K”. Ya no sólo se los tachaba de ser parte del aparato “K”, sino que se los inculpaba por mezclar oscuros intereses materiales con una causa presentada como idealista, lo que sería pura duplicidad.
Aún hoy, este y otros casos de menor resonancia son puestos como ejemplo de que la causa de los DDHH puede ser, al menos en parte, un “curro”. Los enfoques “fiscalistas” colocados tan en boga por los economistas neoliberales se solazan en señalar el supuesto despilfarro de recursos públicos, de “los impuestos pagados por los ciudadanos”, al amparo de la reivindicación de las víctimas del terrorismo de Estado.
En una línea similar atacan el cobro de algunas indemnizaciones a familiares de desaparecidos u otras víctimas de la dictadura, en base a presuntas superposiciones o irregularidades. Artículos periodísticos e incluso libros completos han tomado ese camino de la denuncia moralista o “fiscalista” respecto al “gasto” indebido del Estado en la materia.
Con esa argumentación, se incrementa la facilidad para desenvolver una impugnación global de la lucha contra los efectos de la dictadura, que se solapa con el extendido sentimiento “anticorrupción” de amplios sectores de la sociedad. El mismo que orienta la acusación hacia “los políticos”, empleado el término con un alcance que abarca de modo indiscriminado desde funcionarios de elevada jerarquía a militantes de base.
Su real o presunta instrumentalización partidista invalidaría la justicia misma de la causa. Las políticas de memoria, verdad y justicia son presentadas como una de las múltiples dimensiones de la indeseable intervención estatal, asignadora siempre indebida de premios y castigos al margen de los sacrosantos mecanismos de mercado.
El consenso progresista asociado al ciclo 2003-2015 comenzó a ser “perforado” en sus últimos años y el trabajo de zapa continuó hasta encontrar eco en vastos sectores sociales que absorbieron de modo paulatino esa estigmatización.
Los mismos que en la actualidad se muestran hastiados del movimiento de derechos humanos y su fuerte presencia pública. La amplia mayoría de los integrantes de esos grupos votaron en 2023 bien por la extrema derecha, bien por quienes ya habían abandonado la bandera de una “centroderecha democrática”. Para convertirse en émulos de la lógica reivindicatoria de la última dictadura, con una candidata, Patricia Bullrich, cada vez más sesgada hacia la derecha extrema. Las semillas habían germinado.
¿Por qué y cómo el gobierno encabezado por Javier Milei reivindica a la dictadura?
El partido advenido hace poco al poder, “La Libertad Avanza” no puede sino sentirse identificado con los objetivos centrales de la última dictadura cívico militar y empresaria, como ya adelantáramos al comienzo. Las políticas sociales, económicas, políticas y culturales que pretende llevar a cabo, anunciadas desde la campaña electoral, tienen finalidades similares a los de aquélla. Y el campo de los beneficiarios y los perjudicados sigue una divisoria de clases coincidente con la que cultivaron los “señores de la guerra” de 1976.
En la mirada de la extrema derecha actual subyace una lectura de la historia de largo alcance. La última dictadura habría servido para librar al país de la “amenaza” subversiva que jaquea hasta hoy a todo Occidente. Y para instaurar la mirada de “libre mercado” en detrimento de un campo ideológico en el que, hasta 1976, desde los aparatos del Estado prosperaban los detestados enfoques “keynesianos”. Y en la sociedad civil florecían las ideas socialistas.
No se trata sólo del acentuado “occidentalismo” en clave anticomunista, compartido entre el actual gobierno y el “”Proceso de Reorganización Nacional”. El objetivo que se percibe, hoy como durante el “Proceso” es la búsqueda de una reestructuración regresiva de la sociedad argentina y el incremento del poder del capital sobre el trabajo. También el avance radical contra cualquier rol estatal en materia de políticas sociales o de bienestar. Y el combate abierto contra los sindicatos y otras organizaciones populares. El conjunto de esas concepciones emparenta al gobierno libertario con la dictadura.
Más allá del discurso público, los actuales gobernantes no pueden dejar de ser conscientes de que sus objetivos se asemejan a los de 1976 y tienen beneficiarios (y adversarios) de clase similares. La persistencia de un sentido común antidictatorial le quitaría consistencia a la posibilidad de obtener consenso para sus políticas económicas y sociales. Les resulta urgente revertir esas percepciones y trastrocar los términos del “pacto democrático”, en cuyo carácter definitivo muchos creyeron, con un dejo de ingenuidad, o llevados por sus finalidades conciliadoras.
Un propósito central de la reivindicación de la dictadura es la legitimación de la represión, no hacia el pasado sino en dirección al porvenir. Para procurar un asentimiento social amplio hacia las acciones represivas que hoy requiere el avance en el programa “ultraliberal”, se necesita despejar el desprestigio que le atrajo la utilización de la violencia en vasta escala a las instituciones armadas del Estado.
Hacia el futuro proponen reformas en el código penal y en los “protocolos” de actuación de las fuerzas que las protejan de cuestionamientos judiciales. Y afectación de las fuerzas militares a la “seguridad interior”, entre otras medidas. Hacia el pasado, levantamiento de la censura social sobre los actos contra el “enemigo subversivo”.
Vale la pena reproducir la posición al respecto de Marina Franco: “… todos los discursos revisionistas sobre la dictadura y el terrorismo de Estado no hablan del pasado, sino del presente y el futuro. Es decir, relativizar el número de desaparecidos, decir que el terrorismo de Estado fue una guerra o pedir algún tipo de reconocimiento para las ‘víctimas de la subversión’ es, en realidad, una manera de reivindicar la represión por diversas vías. Esos discursos están invocando una sociedad en la que la violencia represiva tenga legitimidad. Reivindicar el terrorismo de Estado es demandar formas de violencia, represión y orden autoritario.”
Tofo esto no se circunscribe a la “teoría de los dos demonios”. Va mucho más allá, hacia la reivindicación del accionar dictatorial en los mismos términos que lo hacía la dirigencia del “Proceso”: Sólo hubo excesos y errores en una guerra sustancialmente justa, que habría salvado a Argentina de la disgregación nacional. Las manifestaciones “libertarianas” acerca de estas cuestiones han sido múltiples.
Así Milei, poco antes de llegar al gobierno, se refirió a las víctimas del terrorismo de Estado como «terroristas que estaban haciendo desastres y que no pelearon acorde a las reglas militares sino que pelearon sucio».
Victoria Villarruel llamó “museo de la desmemoria, un lugar donde se cuenta la mitad de la historia” al Museo Sitio de Memoria Esma.
Habían sido precedidos en este camino por Mauricio Macri. Si bien éste no asumió la defensa abierta de la dictadura, eludió dar la discusión en torno al número de los desaparecidos, que tomó visibilidad creciente a poco de que asumiera la presidencia. Dijo entonces: “Es un debate en el que no voy a entrar, si son 9.000 o 30.000, si son los que están anotados en un muro (en alusión al monumento a las víctimas del terrorismo de Estado en el Parque de la Memoria de Ciudad de Buenos Aires) o si son mucho más. Es una discusión que no tiene sentido” Por la misma época definió al terrorismo de Estado como una “guerra sucia”, el término utilizado hasta la saciedad por la dictadura para autojustificarse.
Esas manifestaciones elusivas mal encubrían el desprecio por los detenidos-desaparecidos, sus familiares, los sobrevivientes y los luchadores por los derechos humanos en general. En última instancia iban contra el conjunto de la sociedad argentina que fue sometida a la experiencia genocida y a múltiples padecimientos que afectaron su devenir posterior y la extensión misma de la democracia, en cuarto menguante desde sus inicios hasta el presente.
Si bien, como ya escribimos, la cúspide del gobierno, en cabeza del presidente Macri no adoptó un pleno posicionamiento prodictatorial, en niveles inferiores hubo gestos oficiales concretos. Como cuando el Secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, recibió a miembros del CELTYV (Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas), una organización que además de reclamar por sus muertos (las “víctimas del terrorismo”) relativiza el concepto de terrorismo de Estado, niega la existencia de un plan sistemático y presta diverso tipo de asistencia a condenados y procesados por crímenes de lesa humanidad, para los que pide, como mínimo, mejores condiciones de detención. Ya por entonces la actual vicepresidenta estaba al mando de dicha entidad.
Esas oscilaciones desde el aparato estatal acerca de los propósitos de negación y restauración, siquiera parcial, de la impunidad favorecieron el despuntar de una visibilidad para el tipo de posiciones que, en un libro publicado en 2018, Daniel Feierstein denominó “Los dos demonios (recargados)”
La mirada sobre la historia.
Cabe explorar, aunque sea a mano alzada, las concepciones de interpretación de la historia nacional sustentadas por los “negacionistas” del pasado y el presente.
La última dictadura portaba una apelación refundacional, como la tienen los gobernantes de estos días. La que venía a cortar con un largo ciclo de “subversión” pero también de “decadencia”. Ese enfoque buscaba entroncar con los años “dorados” de Julio Argentino Roca y la “generación del 80”. La mirada sobre la historia argentina, con la reivindicación de un pasado de “libre mercado”, “orden” y liberalismo sin democracia anterior a 1916, es patrimonio compartido del régimen iniciado en marzo de 1976 y del gobierno asumido en 2023 dentro de los marcos constitucionales.
La negación del genocidio indígena de las últimas décadas del siglo XIX va en la misma tesitura de identificación con los objetivos de clase de la época. El exterminio y la consecuente apropiación de tierras, la “conquista de 15.000 leguas” de la que escribió Estanislao Zeballos, dieron un impulso importante a la producción agraria para la exportación y afianzaron el poderío de los terratenientes en proceso de diversificación. Los “conquistadores del desierto” merecen por lo tanto el tratamiento de “héroes” de la construcción de la primigenia “Argentina liberal” Sus actos habrían estado guiados por el “patriotismo”, carecen de toda implicación criminal y su reivindicación es indispensable para instaurar una apreciación “nueva” del pasado nacional.
Los “hacedores del país próspero” bajo la égida de Julio Argentino Roca y los demás hombres de la “generación del ochenta”, construyeron una supuesta “potencia mundial” allí donde antes existía un “país de bárbaros” (ambas frases son dichos textuales del presidente Milei). Consideración de esa época que coincide en todo con la que esgrimió el “Proceso” con motivo del centenario de la “Conquista del Desierto” y de la generación considerada “gloriosa”.
La visión “decadentista” ya mencionada se remontaría a más de un siglo atrás. La asunción de la presidencia por Hipólito Yrigoyen marcaría el inicio de un declive que tuvo alternativas pero nunca se pudo revertir por completo. No sólo subyace en el sustento de esta línea interpretativa oposición a la “democratización”, sino sentido de clase. Todo lo que haya beneficiado a los trabajadores así sea en mínima proporción es repudiado. Aquello que apuntaló el dominio capitalista es objeto de exaltación.
Acompaña a estos argumentos la presentación de sucesivas encarnaciones del peronismo (con rotunda exclusión de las dos presidencias de Menem) como un período signado por una noción que consideran injusta, dañina y de sustancia contraria a la propiedad privada: La de justicia social.
También es visto con antipatía el establecimiento y ampliación del derecho del trabajo y todo lo ligado al reconocimiento de la acción colectiva de los trabajadores, sea en forma de sindicatos o a través de partidos políticos que de una manera u otra procuraron representar los intereses de la clase obrera y otros sectores populares. La inclusión de las relaciones laborales dentro de figuras del derecho civil como la locación de servicios, sería un valor a reconquistar, en búsqueda del predominio de contratos falsamente igualitarios. Y, va de suyo, del libérrimo ejercicio de la propiedad privada.
A partir de ese aparato conceptual la evaluación en líneas generales favorable de los golpes de Estado se torna inevitable y hasta necesaria. Lo era para la dictadura y lo es para el gobierno de La Libertad Avanza. Y abarca por lo menos desde el pronunciamiento de septiembre de 1930 que derrocó a Yrigoyen durante su segunda presidencia, al de 1955, que dio por tierra con la segunda presidencia de Perón y la “odiosa e ilegítima” Constitución de 1949. Ambos se convierten casi en epopeyas patrióticas enfiladas a terminar con excesos y tropelías signadas por una demagogia “socializante”. Sus atropellos represivos son apreciados, a lo sumo, como el precio a pagar por el sustento del “orden”.
La usurpación del poder de 1976 queda casi “naturalmente” ubicada en esa línea histórica. Eso por más que el gobierno constitucional depuesto en esa oportunidad hubiera tomado la vía de políticas económicas neoliberales e iniciado con perseverancia las acciones “antisubversivas”. Las que ya comprendían el objetivo de la “aniquilación” del considerado como enemigo interno, lo que se plasmó en normas emanadas del Estado nacional. Y en el lanzamiento del “Operativo Independencia” en Tucumán, que ya recurrió a centros clandestinos de detención y a las desapariciones forzadas en la primera mitad de 1975.
La operación “memoria completa” y sus instrumentos.
En la visión de los reivindicadores de la última dictadura existiría una “memoria completa” que recuperar frente a la visión sesgada (“hemipléjica” dicen algunos) de un Estado colonizado por el “marxismo cultural”. Allí converge el libertarianismo genérico con el afluente particular que representa la vicepresidenta Victoria Villarruel. Ella es portadora del énfasis específico sobre la reivindicación dictatorial, a la que Milei no ha dejado de adherir con entusiasmo.
Para la actual presidenta del Senado, la defensa de las “víctimas del terrorismo” ha sido su vehículo de entrada en la vida pública y en la política. Su trayectoria fue haciéndose notoria a través de su liderazgo sobre el CELTIV. Es de notar que, en su propia denominación, se pone el acento en que esta entidad es un espejo (en cuanto a imagen invertida) del Centro de Estudios Legales y Sociales, de vasta actuación en la lucha contra la impunidad.
Para el presidente, es necesaria la reinterpretación del genocidio como una “guerra” sobre la que se han afirmado miradas tendenciosas cuyos efectos hay que disipar. Quienes fueron cruzados por “Occidente” e incluso del liberalismo económico merecen ser integrados a un combate histórico que mantiene fuertes puntos de contacto con el que hoy libra La Libertad Avanza.
Milei+Villarruel configuran un tándem que converge sobre la retórica “anti-derechos”. De la cual el negacionismo hacia los derechos humanos es un componente central que se complementa con otros, como la común convicción a favor de la supresión del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo o el odio compartido hacia todo lo que denuestan como “perspectiva de género”.
La perspectiva es invertir la evaluación histórica, política, jurídica y cultural acerca del lapso 1976-1983. Junto al CELTIV existen otras organizaciones dedicadas a esos objetivos. Así las de orientación hacia el enfoque jurídico, como la Asociación de Abogados para la Justicia y la Concordia, fundada en 2009 con la participación de profesionales que tuvieron altos cargos durante el PRN, como Alberto Rodríguez Varela, ministro de Justicia. Y también familiares directos de represores. Cuentan con la restricción de que, a diferencia del centro liderado por Villarruel, con importante componente juvenil, esta liga de abogados agrupa sobre todo a integrantes de generaciones mayores.
También se han creado entidades integradas por personal de la Fuerzas Armadas, como la Unión de Personal Militar Asociación Civil, fundada ya en 2002 y cada vez más activa en la búsqueda de la reversión de toda la política de derechos humanos.
Con un abordaje que consideran “histórico” y no jurídico, existen agrupaciones que nuclean a individuos de las nuevas generaciones. Reclutan adherentes entre jóvenes universitarios y hasta del nivel secundario, aglutinados por el propósito de construir un relato diferente del “oficial”. En paralelo denuncian la indiferencia o, más aún, la hostilidad por parte del aparato estatal y el esfuerzo militante con el que sostienen su actuación. En ese espectro juega papel destacado Agustín Laje, “teórico” de todo el espacio libertario. Y se despliegan organizaciones como “Movimiento por la Verdadera Historia” y “Jóvenes por la Verdad”.
Como es conocido, esas agrupaciones y otras de parecidas inclinaciones lograron una verdadera explosión en las redes sociales. El propio Laje se convirtió en un youtuber de primer línea y en una referencia de alto impacto en la red Instagram. Todo tipo de iniciativas de difusión de lo “políticamente incorrecto” fueron llevadas adelante en simultáneo. Desde misas en honor a las “víctimas del terrorismo” hasta coloquios de sesgo académico y presentaciones de libros, algunos del propio Milei, que alcanzaron asistencia multitudinaria, todos fueron ámbitos en los que predicar la “buena nueva” contra los “mitos setentistas” como reza el título del primer libro del joven escritor libertario.
Antes de la asunción del nuevo presidente estas organizaciones procuraron permear desde abajo a la sociedad a favor de su interpretación, e hicieron campaña de negacionismo abierto y de presentación de los criminales de lesa humanidad como desgraciadas víctimas del aparato estatal que los condenó y los mantiene encerrados.
Se desplegó la confusión intencionada al equiparar el accionar del aparato estatal con el de civiles, de acuerdo a lo cual los guerrilleros “violaban derechos humanos”. Eso los colocaría en una culpabilidad similar a la de los genocidas.
Siempre con la decisiva diferencia de que, en la mirada de la extrema derecha, mientras los represores luchaban, mal o bien, por los “valores occidentales”, los “terroristas” buscaban su destrucción. Más allá de las cuestiones jurídicas, la opción valorativa de los “libertarios” arrastra si no a la identificación al menos a la lenidad para con los perpetradores de secuestros, torturas y asesinatos con el impulso y respaldo de la maquinaria dictatorial
La reivindicación de las fuerzas armadas y de seguridad y el correlativo cuestionamiento de los derechos humanos como causa universal y argentina en particular, se conecta con el propósito de desplegar una visión en extremo punitivista de la defensa de un “orden” vulnerado en el presente. El poder armado del Estado, en sus múltiples manifestaciones, debería poder desplegarse en las calles, arropado por un amplio consentimiento social, para vaciar el espacio público de “intrusos”. Esto necesitaría implantarse con fuerza definitoria y sustentable en el mediano y largo plazo.
Cincuenta años después, los militares herederos de los “triunfadores contra la subversión” merecerían para La Libertad Avanza y sus aliados recuperar el lugar de guardianes de la “seguridad interior” contra quienes vuelven a amenazarla, ahora desde las trincheras del “marxismo cultural”. Una exitosa “toma de control” militar del conflicto social y, más en general, de las acciones colectivas de cuestionamiento al orden existente revertiría lo que esos sectores consideran una indigna paradoja, que es que el “bando subversivo” haya perdido en términos bélicos, pero luego triunfado en los aspectos políticos y culturales.
El actor militar debería ser un protagonista más del combate de la “nueva derecha”, que invoca la vindicación de la vida, la familia, la patria, la propiedad y la libertad, para lanzarse al triunfo en la “batalla cultural”. Y alcanzar así el regreso a un cauce favorable para ellos de la visión societal acerca del pasado reciente.
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En síntesis el discurso negacionista y sus variantes fueron ganando espacio a lo largo de años. Tenían como base las reservas reaccionarias albergadas en los círculos de poder. Y conquistaron un nuevo campo de acción cuando en 2015 asumió por primera vez un gobierno de derecha. El mismo que, pese a ciertas ínfulas de ser una “nueva derecha democrática” mantenía un núcleo firme de afinidad con los propósitos y hasta con los métodos de la última dictadura.
En esa línea se inscribieron una mirada amistosa hacia el accionar dictatorial y el cuestionamiento de los juicios de lesa humanidad, formulándole entre otras tachas la de ser acciones de “venganza”. La impugnación de que las víctimas hayan sido 30.000, la puesta en cuestión de los movimientos de derechos humanos, su orientación política y su ética; el reproche de “adoctrinamiento” hacia la enseñanza histórica acerca del genocidio, la defensa de un mejor tratamiento de los presos por crímenes de lesa humanidad, todo se aunó en la misma dirección.
Con la asunción de la presidencia por Milei en diciembre de 2023 toda esta argumentación tomó nuevos bríos, se desplazó hacia el centro de la agenda social y va asumiendo la pretensión de convertirse en “política de Estado”.
Las actitudes del presidente en la campaña electoral, que reseñamos más arriba, y en los primeros meses de gobierno apunta en ese mismo sentido. Ocurre que en su concepción hipermercantilista de toda la vida social no hay lugar para los derechos humanos. La defensa irrestricta de la propiedad privada se convierte en el eje de su mirada sobre los derechos. No por casualidad la inviolabilidad de la propiedad ocupa el primer lugar entre los diez principios que articularían el “pacto de Mayo” que acaba de proponer a gobernadores, parlamentarios y dirigentes de otros partidos. Otros derechos menos ligados a la economía caen también la guadaña de un conservadurismo radical que, aquí y en otras latitudes se acompasa con el ultraliberalismo en el plano económico.
A modo de conclusión.
Como ya se explicó, los actuales “libertarios” comparten los objetivos económico-sociales de la dictadura. Y con respecto a sus finalidades político-militares, sólo dicen discrepar con la exacerbación de sus métodos, no en la meta que se planteó alcanzar. Nos referimos al exterminio de una multiforme “subversión” cuya persecución expandió en las más variadas direcciones.
La eximición o al menos la atenuación de responsabilidades por el genocidio es casi forzosa para las posturas ultraliberales. Lo contrario sería abjurar del período en que se desenvolvieron las políticas más cercanas a sus ideales. Lo mismo que, más atrás en el tiempo, necesitan exaltar al “orden conservador” desenvuelto desde 1880 a 1916, en tanto que fue el régimen económico y político en el que se sentaron las bases del ordenamiento de clase al que sirven.
El sostenimiento de la lucha contra la impunidad, la defensa y expansión de la memoria histórica acerca del genocidio, la conciencia crítica sobre la profunda interrelación entre el poder económico y la masacre de miles de argentinos no son sólo un tema de derechos humanos o una fuente de reclamos dirigidos al poder judicial. Es más bien un episodio central de la lucha de clases en nuestro país.
La creencia extendida en un inasible “pacto democrático” que impediría por su sola existencia la reapertura de cualquier defensa de la dictadura ha quedado desvirtuada. Que un candidato a presidente haya sobrepasado el 56% de los votos a despecho de sus posturas negacionistas es un hecho de importancia insoslayable. Seguro entre quienes los votaron estuvieron los que no comparten esa posición, pero de cualquier modo optaron por sufragar por él. Y así respaldarla en la práctica.
La lectura colectiva del pasado, el presente y el futuro cercano ha quedado abierta a una discusión activa, ante la realidad de un gobierno que necesita modificarla para consolidar un cemento ideológico para sus posiciones.
Hoy es temprano para prever hasta dónde puede conducir una política de “rectificación” de la valoración de la última dictadura. Lo seguro es que el presente gobierno ya ha comenzado a desplegarla, desde el accionar estatal, y también en los diferentes ámbitos de debate público.
Será un frente más de la “batalla cultural” que proclaman. Incluso ya hubo resoluciones concretas, como el nombramiento de militares en cargos expectables en el Ministerio de Defensa y la Agencia Federal de Investigaciones, entre otros organismos públicos. Amén del Senado regido por Villarruel, donde reaparecieron personajes alejados por décadas de la mirada pública, como el periodista Nicolás Kasanzew, vocero de la dictadura en la “gesta de Malvinas”.
En violación de normas vigentes, militares con condenas en juicio por delitos de lesa humanidad han recibido honores en unidades del ejército. Horacio Losito, ex coronel dado de baja, condenado a cadena perpetua y puesto en libertad condicional en diciembre pasado, fue objeto de una fastuosa recepción en un regimiento asentado en la provincia de Misiones.
En otro plano pero con tendencia convergente, el Instituto Nacional contra la Discriminación (INADI) está en vías de supresión. Qué importa la discriminación, en una sociedad de mercado en buen funcionamiento sólo afecta a los “perdedores”. Merecedores de menosprecio por su falta de aptitudes para actividades mercantiles, su escasez de astucia o su insuficiente laboriosidad.
En una disposición de elevado peso simbólico, se suma el flamante nombramiento de un militar a cargo del museo nacional dedicado a las Islas Malvinas. Ese museo tiene su sede en el predio de la ex Esma. Un uniformado pasará a cumplir funciones en un ámbito en el que priman actividades de derechos humanos. Y que constituye el asiento físico del Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos por excelencia. La organización ilícita denominada por nuestra legislación “Ejército Argentino” ha puesto un pie en el más visitado de los espacios de memoria.
Hoy derrotar el esfuerzo “liberal libertario” en ese terreno no es sólo un imperativo para contrarrestar retrocesos en las políticas de memoria histórica y de castigo a los culpables. Es asimismo un modo de apuntar contra la legitimación retrospectiva de las políticas de los sectores más concentrados del gran capital. Legitimidad que se busca proyectar hacia el presente, en nombre de la “gente de bien”, “la patria”, “la nación”, los valores de “Occidente”, “las fuerzas del cielo”. Y de la concepción de una sociedad basada en los impulsos egoístas y la competencia despiadada.
Las tradiciones de la democracia desde abajo, la impugnación del poder económico no ya por sus “abusos” sino por su misma existencia, la emancipación respecto de todas las formas de explotación y opresión, se deben articular de manera inescindible con la necesidad de dar una respuesta plural y multiforme a la agresión contra la concepción de la memoria histórica y el imperio de los derechos humanos. Ésta que amplios sectores populares hicieron propia en su momento y hoy es impugnada bajo el amparo del voto mayoritario en la segunda vuelta de noviembre de 2023.
Se necesitará hacerlo desde el entendimiento de que el contraataque de la ultraderecha y expresiones afines a la misma contra el mandato de memoria, verdad y justicia, forma parte de una ofensiva en toda la línea contra las clases populares. Y un ataque consciente y planificado contra cualquier forma de representación popular, aún las tan insuficientes como las que funcionan en la actual Argentina.
Ataque que abarca además una batalla explícita contra el feminismo, las diversidades, cualquier agenda ambiental, los migrantes y toda manifestación religiosa que intente ponerse del lado de los pobres y explotados.
Y que para ello cuenta con fuertes apoyos locales e internacionales. Parcializar la lucha es debilitarla, divorciar los objetivos de transformación social respecto de la política radical en el campo de los derechos humanos, equivale a perder la batalla de antemano.
El 1 de marzo pasado, en ocasión de la inauguración de las sesiones del Congreso Nacional, el presidente deslizó al pasar, en medio de la referencia a las víctimas de la pandemia, que “deberían haber sido 30.000 muertos…de verdad”. Con esa pretensión irónica, en un espacio de máxima solemnidad institucional, Milei introdujo una vez más esa pieza central en la relativización de los crímenes dictatoriales; la minusvaloración de la cifra de víctimas.
Ante esa manifestación sólo cabe repetir, y sostener en la lucha cotidiana que “Son 30.000, fue genocidio”. Como todos los 24 de marzo, en lo posible en un número nunca visto, quienes se identifican con memoria, verdad y justicia gritarán en las calles su repudio del pasado criminal. Lo extenderán a quienes pretenden desvirtuarlo y hasta invertirlo en el presente. Acompañado por la denuncia de que su propósito último es darle cobertura a una nueva ofensiva de clase, asentada en arteras acciones represivas.
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