La oposición está en una encrucijada. Si no logra generar iniciativas de enfrentamiento más o menos calientes contra el Gobierno, la inercia de la situación política la llevará a la derrota en las próximas elecciones. Pero si los enfrentamientos consisten en lo que hemos visto estos días en la Cámara de Diputados, la amenaza no […]
La oposición está en una encrucijada. Si no logra generar iniciativas de enfrentamiento más o menos calientes contra el Gobierno, la inercia de la situación política la llevará a la derrota en las próximas elecciones. Pero si los enfrentamientos consisten en lo que hemos visto estos días en la Cámara de Diputados, la amenaza no es la derrota sino el colapso de sus actuales referencias y un largo ostracismo político.
Lo primero que aconsejaría una mirada prudente desde la perspectiva opositora sería poner en cuestión el liderazgo de hecho de la diputada Elisa Carrió sobre sus acciones y la cesión del timón táctico y estratégico de su política a los dictados de las grandes empresas mediáticas. Ese cuestionamiento solamente es posible si los referentes opositores que todavía conservan expectativas para la elección de 2011, modifican el diagnóstico sobre lo que está ocurriendo en la sociedad argentina.
Ese diagnóstico atrasa considerablemente. Presupone que desde hace tiempo -desde el conflicto agrario y sus consecuencias electorales de junio de 2009- vivimos la etapa del poskirchnerismo. Todo lo que vino después habrían sido manotazos de ahogado de un elenco que se resigna a entrar en el ocaso de su historia. La manifiesta recuperación kirchnerista que no dejó de percibirse a partir del fracaso de la «Operación Redrado», a principios de este año, no sería más que un fenómeno fugaz que está más asociado al déficit de liderazgo y de coordinación de la oposición que a méritos del gobierno. Y, para terminar el cuadro, el salto en calidad de esa tendencia operado después de la muerte de Néstor Kirchner y la masividad del homenaje popular a su figura en la Plaza de Mayo, se reduciría a un fenómeno efímero, tributario del impacto que toda muerte trascendente provoca y a la solidaridad con el duro trance espiritual que atraviesa la Presidenta.
La pereza conceptual y la falta de intuición política han reforzado esas pobres claves interpretativas. Nadie, en la oposición, parece en condiciones de someterlas a una crítica que permita orientarse mejor en la actual situación. No se trata solamente, como a veces se dice, de «respetar el duelo». De hecho, algunos precandidatos -claramente Ricardo Alfonsín- exhibieron un decoro personal y político del que otros se abstuvieron en forma drástica. Lo que no logra ningún referente opositor es inscribir el fenómeno del actual crecimiento de la simpatía popular hacia el Gobierno en una tendencia que es anterior a la muerte de Kirchner y que, en consecuencia, reconoce otras fuerzas motrices.
Tampoco la cuestión podría limitarse a los éxitos conseguidos por el Gobierno de Cristina Kirchner en un conjunto de aspectos de muy alta sensibilidad social. La lista de las iniciativas puestas en acción después del retroceso electoral de 2009 es larga y tiene mucha relevancia. Nadie puede negarle importancia a esos factores, entre los que obviamente se destaca la recuperación económica frente a las consecuencias de la crisis económica mundial, sorpresiva por su contundencia y rapidez. Pero el reduccionismo analítico tampoco lleva muy lejos: la situación económica no era peor en los tiempos de la discusión sobre la resolución 125 y, sin embargo, el Gobierno fue acorralado y derrotado en lo que la propia Presidenta llamó la «batalla cultural».
A ese punto, el de la batalla cultural, haríamos bien todos, independientemente de nuestro juicio respecto del Gobierno, en prestar mucha atención. Porque ahí parecen asentarse algunas claves explicativas de los cambios que se están operando. Y esos cambios no afectan exclusivamente a la coyuntura ni se reducen a la evolución, siempre cambiante, del humor colectivo frente a un Gobierno.
¿Por qué las mismas personas que se estremecían de esperanza o de miedo por las profecías apocalípticas de Carrió parecen no prestarle hoy la más mínima atención? ¿Por qué el supuesto escándalo de los sobornos en el Congreso (que después devinieron «presiones») no duró más que unos pocos días, a pesar de la obsesiva insistencia de los medios concentrados en mantenerlo en el centro de la atención? ¿Por qué las tapas de Clarín ya no están en condiciones de desestabilizar y/o someter a los gobiernos?
Hay una crisis en la Argentina. No es la crisis de un elenco opositor ni de un puñado de comunicadores y editorialistas. Podría pensarse que es la crisis de la matriz en la que se desarrolló nuestra vida democrática a partir de 1983, o tal vez más precisamente a partir de 1987, cuando Raúl Alfonsín fue obligado a amnistiar a los militares sublevados en Semana Santa. Esa matriz es la de un sistemático sometimiento de la política democrática -la que se legitima con los votos, la que se expresa a través de los partidos y los líderes socialmente reconocidos- a la presión y al chantaje de los poderes fácticos. Nada expresa mejor esa matriz que el frustrado apriete del CEO de La Nación, José Escribano a un recientemente elegido presidente Kirchner. Escribano le explicó entonces a Kirchner que la sociedad iba a apoyarlo siempre que se cumplieran ciertas condiciones. ¿Qué significaba «la sociedad»? Ni más ni menos que el conjunto de poderes económicos, políticos y espirituales que se reservan, al margen y frecuentemente en contra de la política democrática, el derecho de conducir a la nación.
Esa constelación de actores fácticamente poderosos ha construido un centro coordinador y articulador de sus políticas: son las grandes empresas que disponen de posiciones dominantes en el mercado de la comunicación. La influencia de este segmento del poder económico creció con las concesiones de los poderes de turno, la más infausta de las cuales, la de la dictadura y Papel Prensa, es objeto actualmente de una querella judicial. Pero alcanzó su máximo nivel de desarrollo cuando el colapso de diciembre de 2001 (que paradójicamente fue el colapso del milagroso modelo que los poderes económicos prohijaron) rompió los lazos más elementales de confianza política en el país. A partir de entonces, se desarrolló lo que puede llamarse la matriz política mediático-dependiente. Una matriz que no se limita a erigir a los medios como arena principal de la competencia política; esto es más bien un fenómeno bastante generalizado en el mundo. La especificidad argentina es que los medios, mejor dicho las empresas mediáticas, no son solamente escena principal: son constructores principales de discursos con pretensión hegemónica. Por eso, la manifiesta pérdida de credibilidad de los medios -a la que este Gobierno ha dado un aporte histórico- plantea un cimbronazo muy fuerte en la modalidad democrática a la que los argentinos nos habíamos adaptado.
Volviendo al principio: las oposiciones están encerradas en un laberinto. En el laberinto que permitió sus propios y notorios avances entre octubre de 2007 y junio de 2009. En el que fogoneó, por ejemplo, la conversión de una lamentable figura política como la de Julio Cobos en el nuevo estadista democrático emergente. Las oposiciones no han desarrollado recursos ni liderazgos para moverse de otra manera. Toda su apuesta consiste en la posibilidad de que alguna de las operaciones mediático-parlamentarias produzca una herida definitiva en el Gobierno. Y en que surja alguna candidatura alternativa milagrosa, lo que equivocadamente se confunde con la emergencia de un liderazgo.
Esta semana ha sido muy importante en este tránsito. Casi seguramente, el país se quedó sin Presupuesto aprobado por el Congreso, lo que más allá de las herramientas de las que disponga el Gobierno para suplantar su ausencia significa una fuerte señal de negación de legitimidad por parte de la oposición. Se acaba de inaugurar una práctica de deslealtad política inédita en los años de democracia posteriores a 1983. Y se ha cubierto la, de por sí, desdichada decisión táctica con el manto de una escandalosa operación que empezó presentándose como la estocada final contra el Gobierno y terminó con el más alto nivel de desprestigio opositor en mucho tiempo. Si siguen obedeciendo a Carrió y a las grandes empresas mediáticas, hablando en términos futboleros, la oposición permanecerá «en zona de descenso directo».
Fuente original: http://www.revistadebate.com.