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Ganarse la vida con lo que otros tiran

La otra cara de Corrientes

Fuentes: La República de Corrientes

Claudia se levantó, como todos los días, a las 5. Se vistió sin hacer ruido para evitar que sus hijos se despierten. Juntó algunas cosas, su bolso, su mochila, abrigó a sus cinco hijos y salió. Poco más de una hora después estaba junto con otras cientos de personas esperando que el camión llegue al […]

Claudia se levantó, como todos los días, a las 5. Se vistió sin hacer ruido para evitar que sus hijos se despierten. Juntó algunas cosas, su bolso, su mochila, abrigó a sus cinco hijos y salió. Poco más de una hora después estaba junto con otras cientos de personas esperando que el camión llegue al basural municipal para saber qué comería hoy su familia.
Claudia es todos, pero también es nadie. Es todos, junto con ella, quienes trabajan en la basura para poder vivir. Es nadie, porque su pobreza, aunque digna, le niega hasta la identidad. «Nunca me anotaron -dice-. Claudia me decía mi mamá».

La historia de esta mujer se cruza con las de otras miles de personas. Hoy, con un frío que se siente al rato de estar a la intemperie y con un sol que no calienta, espera paciente tras las tiras de tela que demarcan la zona de descarga del camión que trae los desperdicios de un hipermercado de Corrientes.

El basural municipal de la ciudad de Corrientes se encuentra ubicado en el barrio Parque Cadenas Sur, a unos 11 kilómetros del centro de la ciudad. Sin embargo, y a pesar de lo que pueda pensarse, la zona no está contaminada con olores nauseabundos. La caminata desde la ruta 5 hasta la zona del basural también es larga, unos 3 kilómetros campo adentro por camino consolidado a fuerza de pies, bicicletas y carros que lo recorren diariamente hace décadas, conocido como «la Cañada». El camino oficial, el que transitan los camiones que transportan la basura, es más directo, pero está vedado a la gente hace por lo menos tres años. Hace cerca de tres años la empresa que tiene la concesión de la recolección de desperdicios y el manejo de este enorme basural impide a la gente ingresar a su propiedad.

Esta vez, dos de las personas que concurren al lugar habitualmente, Pedro Corbo y Aníbal Gómez, van acompañados por promotores territoriales del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. «Nos llamaron porque cundió el rumor de que el municipio quiere trasladar el basural a San Luis del Palmar. Ellos quieren que lo dejen, o que les garanticen otros modos de subsistencia»,  explicó a La República Sonia López, una de las promotoras.

Diariamente, unas 400 personas llegan al basural a esperar un solo camión, el único que todavía les permite hurgar en su carga. La gente va llegando desde las 7, algunos traen carritos, otros vienen en bicicleta trayendo bolsas grandes, con la esperanza de llevarlas llenas de vuelta a sus casas.

Fuera del corralito la gente espera. Es una multitud compuesta por gente de 8 a 72 años, incluso mujeres embarazadas. Cuando el camión empieza a ingresar al corralito, la ordenada multitud se desbanda, y prácticamente se meten dentro del contenedor y comienzan a revolver entre las bolsas antes de que toquen el suelo. En un espectáculo descorazonador, la muchedumbre lucha por lo que, para otros, sólo son desperdicios. El camión retrocede lentamente y el grupo prácticamente se le tira encima y lucha por las bolsas. Las cosas que no sirven son dejadas en el suelo, pero la mayoría de las veces pasan volando sobre los cuerpos que se disputan, en el suelo, alguna cosa útil.

Para tener las manos libres y revolver mejor y más rápido, la mayoría tiene armados unos cinturones de los que cuelgan bolsas de papas. sin embargo, hoy el camión trajo pocas cosas. Hay mayoría de caras largas cuando en el suelo quedan sólo los restos que no tienen ninguna utilidad, en su mayoría bolsas plásticas. Una recorrida entre los integrantes del grupo permite ver que, si bien restos, las cosas que se llevan no están podridas o vencidas. «Yo tengo una torta y facturas, y ella consiguió algo de verdura», dice una joven de 20 años. Tiene una hijita de 3 que, según cuenta, la recibe despierta todos los días. «Lo primero que hace cuando llego es venir corriendo y preguntarme qué traje», dice. «Los días que consigo bastante cosas muchas veces guardo algo, porque hay veces que no hay nada y no puedo llegar con las manos vacías. Guardo algunas cositas que le doy esos días», cuenta, sin dolor y hasta con un poquito de orgullo.

Es que esta gente ve lo que hace como un trabajo, no como un estigma. «Yo siempre digo que es mucho mejor venir acá, trabajar buscando y juntando algunas cosas, antes que ir a robar. Y eso le enseño a mis hijos», dice Norma, de 38 años. Es la seguridad de vivir con la honestidad y la dignidad que el ser honestos les da, la que habla. Otra de las mujeres se acuerda de una en particular, que esta vez está ausente. «Es que tiene 9 hijos, y se fue a hacer los trámites para la pensión», explican. «Suele venir con varios de los chicos y siempre, cuando terminan de juntar, les dice a los más grandes que tienen que compartir, y que primero hay que darle a los chiquitos. Y ellos le hacen caso», asegura.

Después de la lucha por la comida, cada uno va juntando cartones y botellas de gaseosas. La acumulación les proporcionará, al cabo de un tiempo, ganar algunos pesos que les permitirán enriquecer la comida.

Antes de irse, un grupo limpia el corralito. Con escobas armadas con ramas de hojas verdes, barren la superficie del suelo, juntan lo que quedó y lo depositan en un contenedor ubicado en un costado. «Es lo único que nos piden. El día que no limpiemos más no van a vaciar el camión acá, lo van a hacer dentro del predio, y ahí nosotros no podemos entrar», asegura uno de los hombres.

Después, el camino a casa. Llevando lo conseguido en el día, y a atender a la familia o rebuscarse con alguna otra changa hasta que sea hora de volver a levantarse y encontrarse, como casi todos los días, en el basural.

Cargas que cambian de acuerdo con la época

Una lotería: ¿qué traerá hoy el camión?

Si bien por lo general el camión trae elementos bastante variados en los que incluyen comida, hay épocas especiales para quienes acuden diariamente. «Cada dos o tres meses toca que tiran electrodomésticos por ejemplo. Ventiladores de techo, licuadoras… un montón de cosas que a veces no andan pero que se pueden arreglar. Algunas nos quedamos y otras las vendemos», comenta Norma. Otras veces buena parte de la carga está compuesta por ropa, zapatillas y distintas prendas de vestir. «Es lindo poder llevarle a los chicos ropitas nuevas», dicen.

Así como hay cosas útiles, también hay días en los que la carga apenas sirve. «Ayer, por ejemplo, descargó un montón de vinos en botellas de vidrio. Muchos se fueron cortados, porque las botellas se rompían. Pero los que se llevaron las botellas enteras hicieron algunos pesos», dijo una mujer. Un chico de unos 9 años que pasaba por ahí contó su historia: «Nosotros no tomamos, pero le vendimos a los vecinos que sabemos que toman. Hacía mucho que no juntábamos tanta plata, y anoche comimos bien», comentó contento.

La carga del camión también varía en la cantidad. «Cerca de fin y al principio del mes siempre viene más cargado. En el medio trae poquitas cosas, pero los que podemos venir seguimos viniendo a buscar lo que podemos sacar», explica una joven de 19 años, embarazada, que se lleva un tarro que todavía tiene bastante dulce de leche pegado a las paredes.
«No es comida vencida, como escuché muchas veces que dicen. Mirá: este tomate vence en dos meses, pasa que está aplastado. Hay mucho de eso, envases aplastados o rotos que ellos ya no pueden vender, pero que es comida buena para nosotros». La Paraguaya, una saludable mujer de 72 años mientras muestra un tetra brick de puré de tomates, dice: «No es verdad que comemos cosas podridas. Si tanto les importa nuestra salud -afirmó con un intenso brillo en los ojos-, ¿por qué más vale no nos dan un trabajo? No queremos que nos regalen nada, sólo queremos trabajar, como lo hacemos acá todos los días».

Buscando «otras cosas»

Si bien el basural es un predio cerrado, delimitado y con medidas de seguridad para que nadie ingrese, no siempre fue así. La zona circundante, y en un área que tiene un tamaño aproximado de 4 veces el del basural actual, está llena de basura enterrada. Los depósitos llegan a tener 4 metros de profundidad, y allí se desarrolla otra tarea, otro trabajo. Cientos de hombres, con palas y picos, cavan entre los restos buscando elementos que puedan tener algún valor. Botellas plásticas, chatarra, aluminio, artículos que pueden engordar, un poquito, los bolsillos.

De la misma manera que en el basural mismo, quienes trabajan cavando lo hacen con buen humor. Algunos solitarios y otros en pequeños grupos, se atarean desde que despunta el sol hasta que se quedan sin fuerzas, lo que sucede cerca de las 4 de la tarde. A veces, cuando el calor aprieta, se van más temprano. «Tampoco es cuestión de terminar desmayado o enfermo de tanto trabajar», asegura El Toro, uno de los hombres que se gana la vida con esta actividad.

El peligro en esta zona es algo habitual. Víboras y otras alimañas se esconden entre los restos. Objetos cortantes, restos de vidrio, y hasta residuos hospitalarios son elementos que podrían terminar con la vida de esta gente. Ellos trabajan con las manos desnudas, a veces con el calzado casi sin suela, arriesgándose a todo por ganar el pan. Sin embargo, siguen cavando, porque «es un trabajo como cualquier otro; es rebuscarse para poder llevarle la comida a los chicos, unos pesos para la ropita que necesitan», cuentan.

Los pozos llenan la zona a los costados de la cañada. Llegan a tener 2 metros de profundidad, donde los hombres siguen trabajando.

Un día de trabajo puede reportar, con suerte, unos $50. «Por mes estamos sacando más o menos $400 ó $500. Por eso no queremos que se lleven todo esto a otro lugar», explican.

Los proyectos y el enojo con los gobernantes que los ignoran

Entre quienes se ganan la vida «cartoneando» hay un profundo malestar, que se agravará cuando trasciendan las últimas noticias. El motivo: el concurso que lanzó la Municipalidad para que los alumnos de las escuelas correntinas puedan ganarse un viaje juntando envases PET. No entienden cómo puede el municipio quitarles su fuente de ingresos, el medio que tienen para comer todos los días, para regalarles un viaje a quienes no sufren las necesidades que sufren ellos.

Se formaban corrillos entre quienes habían visto la noticia en la televisión y se la contaban a quienes no la habían visto. En medio de la indignación, volvió a surgir una inquietud planteada hace bastante tiempo: insistir con el proyecto de una cooperativa de reciclaje. Actualmente, el kilo de plástico se paga aproximadamente 70 centavos, y valores similares por el papel y el aluminio. En un mes una familia junta aproximadamente 200 kilos de plásticos, y unos 50 de papeles y cartones en condiciones de ser vendidos. Un total aproximado de $175 por mes, a lo que se suma el dinero obtenido por changas y otros trabajos temporales.

Según comentaron, la iniciativa llegó hasta la presentación de notas acompañadas de más de 400 firmas. Uno de los hombres que encabeza los grupos, y que es el encargado de llevar adelante las ideas que surgen cada tanto, explicó que el problema es la falta de compromiso de los políticos. «Ellos deciden qué hacer con nuestra única fuente de ingresos, pero no conocen. Me gustaría que alguno venga, y vea cómo trabajamos, cómo conseguimos la comida, para que entienda de una vez», explicó. Comentó que el único que alguna vez se acercó al lugar fue el entonces interventor federal Ramón Mestre. «Prometió trabajo, prometió comida, y nunca trajo nada de eso».

Ahora, se avizora un nuevo frente de tormenta. La posibilidad de que el Concejo Deliberante autorice la construcción de plantas de reciclaje a la fundación Fundavac, volverá a poner a la gente a la defensiva. Una iniciativa que ellos vienen impulsando, y para la cual buscaron el apoyo de los promotores territoriales del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, pende ahora de un hilo. Según afirman, el de la indiferencia de los dirigentes, que no caminan y no conocen la realidad una parte de la ciudad, cuyo destino les toca guiar y proteger.