Una teología del miedo y sus apóstatas
El lunes postelectoral argentino, amaneció con un silencio denso. El resultado no solo sorprendió a medios y pronosticadores, sino también desacomodó endebles certezas sobre la dominación. Contra todo pronóstico, el gobierno de Milei -devorado por su propio ajuste, sostenido por un dólar que ya no era símbolo sino dogma- salió fortalecido. La política volvió a doblarse ante el absurdo, y el absurdo, una vez más, se presentó como destino nacional. El colectivo de la revista Crisis acertó al evocar al filósofo León Rozitchner en su análisis de la guerra como “delirio colectivo” que lleva a un pueblo a acompañar su propia destrucción con la coherencia de un sueño. Aquella categoría vuelve a hacerse cuerpo: la victoria libertaria es la apoteosis de un país que se suicida creyendo en su salvación.
El día después del silencio
En esta Argentina que ha hecho de la crisis un modo de ser, Milei convirtió el derrumbe en fe. El ajuste dejó de ser imposición y se volvió rito: la escasez virtud, el sufrimiento promesa. “Libertad intertemporal” llama el Presidente a este empobrecimiento del presente en nombre de un futuro de abundancia neoliberal. Vieja moral del sacrificio: teología económica que canjea justicia social por salvación diferida, donde la pobreza se vuelve virtud y la obediencia cotiza. Viejo eslogan del derrame con nueva cosmética.
La economía, tutelada por el Departamento del Tesoro y aplaudida por los mercados, respira con oxígeno ajeno. El “respirador norteamericano” que mantiene en pie a un gobierno que no produce más que disciplina es también metáfora del nuevo orden: un país que ya no gestiona su destino, sino que administra su sumisión. En nombre del futuro, se vende el presente; en nombre de la libertad, se hipotecan los derechos; en nombre del orden, se celebra la servidumbre voluntaria. La democracia vota, pero cada vez representa menos: legitima el mandato del capital y sanciona la impotencia de la política.
Quizás el secreto de esta victoria no esté en la sagacidad libertaria, sino en la deserción de los otros. La izquierda formalizada grita en un idioma que ya nadie escucha; el peronismo se disputa los despojos de su mito; el centro político, en su afán de moderación, terminó pareciendo cómplice del derrumbe. Mientras tanto, una juventud despojada -sin casa, sin trabajo estable ni horizonte- abraza el discurso del emprendedor como tabla de salvación, creyendo que la autonomía se compra con la misma moneda que la esclaviza. No hay sorpresa sin responsabilidad: Milei triunfó porque una proporción más que significativa de la sociedad lo soñó posible; la desesperanza también vota.
El escritor argentino Carlos Brocato, en su agudo libro “¿Adónde va la democracia?”, define la legitimidad como la creencia socialmente significativa de que -a pesar de sus posibles limitaciones y fallas-, las instituciones políticas existentes son mejores que cualesquiera otras que pudieran haber sido establecidas. Inversamente, la eficacia se define como la gestión de un gobierno cuyas políticas públicas mejoran las condiciones económico-sociales de la población y/o instrumentan respuestas positivas a las expectativas de mejoramiento en el plano de las condiciones concretas de vida, de todos los sectores y clases sociales. “Las urnas no mienten, pero a veces callan”, subraya el sociólogo Eduardo Fidanza en el diario Perfil. La victoria libertaria no fue solo un acto electoral: fue la consolidación de una legitimidad sin representación, de una así llamada democracia, que sobrevive en su forma mientras se vacía en su sentido. La legitimidad pertenece a la esfera electoral; la representación, a la social; y es precisamente allí, en esa distancia entre voto y voz, donde se asienta el nuevo poder.
El sufragio, que en otro tiempo encarnaba la esperanza de una parte de los oprimidos, se volvió ahora un gesto de defensa ante el abismo. Se vota no por adhesión sino por repulsión; no por proyectos sino por fatiga. La mayoría no cree en la promesa libertaria, pero tampoco encuentra otro idioma en el cual expresar su hartazgo. El voto a Milei es un grito disfrazado de aplauso. Así, el descontento -que alguna vez fue combustible de la transformación- se ha vuelto materia prima del conservadurismo y la degradación. La rabia social se privatiza: ya no busca cambiar el mundo, sino asegurarse una porción de los escombros resultantes del derrumbe.
La representación política, siempre limitada estructuralmente por la autonomización del representante y su irresponsabilidad jurídica, se profundiza al punto de convertirse en un dispositivo herrumbrado. Los viejos partidos administran las ruinas de su propio relato: el peronismo, verbo vuelto sustantivo; la izquierda, gramática sin cuerpo. En ese vacío, la ultraderecha irrumpe como eco: no propone, pero resuena. Su eficacia es emocional, no racional, y se confunde con el estrépito del espectáculo.
La palabra rota y el eco del odio
María Esperanza Casullo expone en Le Monde Diplomatique una “derecha social dura” que por primera vez adquiere en la Argentina densidad organizacional y territorio. No se trata solo de un fenómeno electoral, sino de una sedimentación cultural: la disolución de los vínculos colectivos y la estetización del éxito individual. Lo que antes era explotación, hoy se celebra como mérito. El capital dejó de ser invisible: ahora tiene rostro, lenguaje, épica y hasta estética. La figura del emprendedor reemplaza al trabajador; la emancipación ya no se imagina como solidaridad, sino como desarraigo. La derecha social no necesita convencer: le basta con ofrecer una ilusión de autonomía. Sus votantes no son ideológicos, son afectivos. No creen en Milei, creen en sí mismos reflejados en él: un espejo donde la precariedad se disfraza de libertad. Esa es su potencia: no predica el orden, sino el movimiento; no impone una verdad, sino un deseo. En ese territorio movedizo, los viejos símbolos del progresismo -la justicia, la igualdad, el Estado- aparecen envejecidos, carentes de épica, incapaces de inspirar más que nostalgia.
Agotado el lenguaje, el poder muda de piel. La palabra política, saturada de promesas, ya no representa sino que irrita. En ese ruido florece la simplificación libertaria: la democracia, otrora conversación coral, es hoy diálogo roto entre el grito del mercado y el silencio popular.
Como en toda época de decadencia verbal, los eslóganes reemplazan las ideas, y la literalidad vence a la metáfora. “La casta no vuelve más” no es una consigna, es una maldición. Y toda maldición tiene su fe: una mezcla de resentimiento y esperanza, de cálculo y de fe ciega. El resultado es una política que ya no comunica sino que hipnotiza; una democracia que ya no representa sino que repite; una sociedad que ya no debate sino que reacciona.
El triunfo libertario normaliza un clima afectivo neofascista. El psicoanalista Enrique Carpintero lo define como “liberalismo del miedo”: competencia en lugar de solidaridad, el otro como amenaza. No hacen falta uniformes: bastan los algoritmos del odio y la precariedad moralizada. Milei encarna un fascismo financiero sin épica ni colectividad, donde cada sujeto se piensa empresa y cada vínculo amenaza. La ruptura del lazo social se vuelve valor político.
La maquinaria digital del mileísmo ofrece la versión tecnológica de esa pedagogía del odio. Lo evidenció la operación contra el economista Emmanuel Álvarez Agis, cuyas declaraciones fueron recortadas y distorsionadas por el ecosistema libertario de redes. Influencers, bots y hasta el propio presidente transformaron una observación técnica en anatema moral. El episodio mostró cómo la desinformación dejó de ser accidente para convertirse en método: una pedagogía de la mentira amplificada por el enjambre algorítmico que destila rencor en tiempo real.
La filósofa Esther Díaz recuerda que el fascismo no desapareció: mutó y se estetizó. En el régimen libertario, la misoginia, la crueldad y la humillación pública se convierten en espectáculo. La autora traza una analogía poderosa con la Salomé de Strauss: la fascinación por la violencia y el castigo como placer estético. Milei, desde el atril, ejerce un poder performático que mezcla prédica religiosa y teatro de crueldad. El insulto sustituye a la argumentación, y la ofensa, a la idea. El goce fascista reaparece en versión streaming: cada afrenta al “enemigo interno” -periodista, docente, feminista o pobre- funciona como rito de purificación colectiva. La política se convierte en escenografía, y la humillación, en forma de gobierno.
El credo del ajuste y la tutela del despojo
El neofascismo mileísta se nutre de un traumatismo social generalizado: un exceso de realidad que el sujeto no puede procesar, un bombardeo sensorial que impide simbolizar el sufrimiento. El neoliberalismo no solo precariza el trabajo; precariza también la subjetividad. Su pedagogía es el miedo, su retórica la competencia, su promesa la exclusión. Spinoza ya lo había advertido: los seres humanos pueden amar su propia servidumbre cuando se los priva del reconocimiento del otro. Ese es el corazón del proyecto libertario: destruir la alteridad para volver imposible toda comunidad. El fascismo del siglo XXI no construye campos de concentración sino burbujas de indiferencia, muros invisibles donde cada uno administra su propio encierro creyéndose libre.
En el reverso de la épica libertaria late su catecismo económico. Allí donde la política se disfraza de cruzada moral, la economía se erige como religión de Estado. Los dogmas no se discuten, se acatan: déficit cero, superávit fiscal, dólar fuerte, deuda eterna. Cada variable se convierte en mandamiento, y cada ministro, en un predicador de la salvación por el sufrimiento mediante una contabilidad penitencial.
Incluso un periodista como Carlos Pagni, desde las páginas del patricio diario La Nación, ajeno a toda simpatía izquierdista, terminó describiendo esta liturgia: una fe ciega en la austeridad. Milei no administra, oficia; el ajuste es su misa diaria y el sacrificio su única política. Como todo fundamentalismo, confunde la ascesis con la destrucción. En esa teología del mercado, el empobrecimiento se vuelve virtud, la renuncia libertad y el déficit cero una promesa de salvación contable.
Ninguna profecía libertaria es local: el país vive bajo tutela. La Casa Blanca, el FMI y los fondos de inversión dictan penitencias que llaman reformas. La deuda ya no financia: disciplina. Cada dólar prestado enseña obediencia y recuerda quién manda. El dólar no es moneda: es tótem que mide vidas, metrónomo del espanto. Dolarizar tarifas -energía, vivienda, pan- es como dolarizar el aire: convertir la dependencia en sistema y la indigencia en paisaje.
En este escenario, el Ministro Sturzenegger aparece como pastor del despojo. Su reforma laboral no moderniza: desmantela los vínculos colectivos. El trabajador vuelve a la soledad original, negociando ante un empleador divinizado. No es economía: es antropología del aislamiento. La desregulación es chantaje moral, donde el capital financiero ya no conquista territorios sino subjetividades. Y cuando el despojo se naturaliza, la pobreza deja de escandalizar: se vuelve paisaje.
El miedo como frontera y la memoria como esperanza
El dato más revelador de los comicios no fueron los vencedores sino los silencios. El ausentismo, más que cifra, es metáfora del país que se repliega: no por desidia sino por fatiga, no por apatía sino por incredulidad. Ese cuerpo ausente protesta sin palabras, recordándole a la política su impotencia.
El voto en blanco y nulo prolonga esa actitud dentro del ritual democrático. Es el gesto de quien asiste a las urnas para pronunciar su propio silencio, la inscripción escrita de una negación. No es desinterés: es una intervención simbólica, un modo de recordarle al sistema su falta de representación. Su crecimiento acompaña el de la desconfianza. En los barrios más castigados y entre las generaciones jóvenes, ese voto es la expresión más nítida de la intemperie política, del sentimiento de no tener ya dónde alojar esperanza alguna. Precisamente el síntoma de la elección -también de medio término- que caractericé en mi libro Olla a presión, como antecedente de la rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001, la mayor insurrección popular argentina que terminó con el gobierno de De la Rúa y cuatro sucesores más.
Frente a ese vacío, la derecha encontró estabilidad. Desde la derrota de Macri en 2019, un núcleo duro del 40 % sobrevive a todas las crisis. Una placa tectónica del miedo que no se mueve aunque tiemble todo lo demás. No es una coalición, es una constelación de miedos. Fontevecchia, el director de Perfil, y el citado Pagni coinciden en que este voto no se funda en la fe sino en la aversión al derrumbe: la defensa del orden frente a la incertidumbre, del ajuste frente a la inflación, de la mano dura frente al descontrol. Es el voto del temor que se disfraza de realismo, el que prefiere el látigo conocido a la intemperie de la emancipación. En esa persistencia del 40 % anida la victoria de Milei: no como irrupción repentina, sino como continuidad del miedo.
El sujeto contemporáneo, extenuado por la precariedad, busca un amo que le devuelva sentido. La obediencia se vuelve alivio; el autoritarismo, una forma de descanso. Es la pedagogía del neoliberalismo: transformar el cansancio en sumisión, la desprotección en culto al orden. El “ciudadano libre” se rinde ante la promesa de que alguien decida por él, y agradece la cadena que lo protege del vértigo reflexivo.
Así, ausentismo, voto en blanco y voto conservador componen una gramática del miedo. Una lengua silenciosa que traduce la desconfianza generalizada en proyecto. El triunfo libertario, más que una afirmación ideológica, parece un efecto de ese escepticismo extendido: la victoria de un discurso que capitaliza la desesperanza. El país votó, en buena medida, contra su propio desencanto. Y esa paradoja -la de un pueblo que protesta eligiendo a quien lo desprecia- es la herida más profunda de esta etapa.
El economista Claudio Katz observa que el triunfo libertario se explica tanto por el miedo al derrumbe como por el deseo de castigo. La economía del terror reemplaza a la del bienestar: se gobierna con índices, pero se domina con pánico. El miedo al dólar, a la inflación, a la desocupación o al control estatal ya no es un efecto colateral; es el combustible político del sistema. En este nuevo orden, el pueblo no espera milagros: espera no ser devorado. La esperanza se sustituye por el instinto de supervivencia, y la política por el cálculo del daño. El ajuste, entonces, no solo empobrece: educa. Enseña a soportar, a no reclamar, a desconfiar del otro. El neofascismo moral encuentra así su engranaje económico perfecto: un pueblo temeroso, endeudado y obediente, convencido de que la libertad consiste en soportar mejor la servidumbre.
De esa conjunción de miedo y descreimiento emerge una atmósfera más densa que el propio resultado electoral. El país parece haber votado no tanto por un proyecto como por una pausa, por un instante de suspensión frente al abismo. El sufragio, en su forma afirmativa o en su silencio, se volvió un acto de repliegue: cada ciudadano encerrado en su propio cálculo de supervivencia, cada voto un refugio mínimo frente a la intemperie. Así se instala una paradoja moral: cuanto más fragmentada la sociedad, más homogéneo el miedo que la une.
La economía, convertida en teología del sacrificio, y la política, reducida a marketing de la resignación, convergen en un mismo mandato: soportar. Soportar la pérdida, el ajuste, la humillación; soportar incluso la idea de que ya nada puede cambiar. En ese clima de fatiga colectiva, el triunfo libertario adquiere otro sentido: no como irrupción mesiánica, sino como consagración de la impotencia. El pueblo, que alguna vez fue sujeto de la historia, se contempla ahora a sí mismo como paciente del mercado.
El desafío no es explicar por qué ganó Milei, sino por qué se dejó de imaginar alternativas. Cuando la esperanza se retira del lenguaje, solo queda obediencia o silencio. Desde ese mutismo, más duelo que elección, puede comenzar el epílogo. Toda religión necesita su infierno, y el de Milei arde en números y balances. En su altar no se sacrifican corderos sino derechos; la austeridad se confunde con redención. La economía devino penitencia colectiva: cada factura y cada salario queman en honor al dios mercado.
Pero incluso las religiones más crueles envejecen. Y la fe, cuando no alimenta, se pudre. La Argentina libertaria sobrevive gracias a una fe vaciada: la del sacrificio sin promesa, la del dolor sin horizonte, la del orden sin justicia. No hay redención posible cuando el verdugo se disfraza de salvador, ni salvación cuando el sufrimiento se vuelve rutina. La obediencia económica y la sumisión política son, en el fondo, el mismo gesto: el de un país que olvida que su historia empezó en rebeldía.
El fascismo del mercado y la teología del ajuste comparten una raíz: la renuncia al otro. Ambos necesitan una sociedad sin solidaridad, donde cada cual compita hasta morir, convencido de que perder menos es ganar. En esa lógica, la pobreza ya no escandaliza, el privilegio ya no incomoda, la violencia ya no asusta. Pero bajo la superficie del miedo persiste un rumor: la memoria no se ajusta. Ni las dictaduras lograron erradicarla del todo, ni los mercados lograron privatizarla por completo.
Quizás en esa grieta donde el dolor se recuerda no anide esperanza, sino furia. Porque la historia argentina no reza: cada tanto se levanta y reordena. Lo hizo frente al hambre, la desocupación, el exilio y el terrorismo de Estado. Y volverá a hacerlo cuando el país se mire en el espejo de su crueldad y comprenda que la libertad no se mendiga ni se delega a un payaso: se toma delicadamente por asalto.
Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.


