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La supervivencia y el destino colectivo

Fuentes: Tramas

Una destacada periodista y escritora traza un extenso retrato escrito de una militante de la década de 1970, secuestrada y torturada en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) circunstancia a la que logró sobrevivir para encontrarse con el rechazo de antiguos compañerxs y hasta de los organismos de derechos humanos.

Leila Guerriero

La llamada Un retrato.

6ª ed. Barcelona-España. Anagrama, 2024.

Guerriero sigue en esta obra un derrotero que suma al testimonio directo de la protagonista un minucioso recorrido acerca de las personas que poseen vínculos familiares, amistosos o políticos con ella. Es un trabajo cuidadoso, difícil de clasificar, que parte de la década de 1970 y llega hasta el presente.

Cómo se llega a “sobreviviente”

Silvia Labayru era Integrante de una familia de militares, de buena situación económica, alumna del Nacional Buenos Aires, rubia y dotada de una perturbadora belleza. Todos fueron factores que al parecer incidieron para que Silvia fuera “seleccionada” para la supervivencia y el desempeño de tareas “auxiliares”.

Además una compañera de cautiverio intercedió para que formara parte del llamado staff,de prisioneros tratados como trabajadores esclavos, puestos al servicio de los proyectos del almirante Emilio Eduardo Massera. Allí Labayru se desempeñó haciendo traducciones.

De todos modos su supervivencia inicial tuvo que ver con encontrarse embarazada, lo que garantizó que no la mataran hasta después del parto. Su bebé no le fue arrebatado sino que fue entregado a su familia.

En estas decisiones tuvo asimismo que ver lo que constituye un momento clave en la narración y que justifica el título. Se trata de cuando el padre de Silvia, oficial de la Fuerza Aérea y piloto civil, respondió con insultos a Montoneros a una llamada telefónica proveniente de la ESMA.

Creía hasta ese momento que su hija estaba muerta y desde su posición de “anticomunista, antiperonista y antimontonero” repudiaba a los que consideraba culpables de su desaparición.

La conjetura es que esa respuesta que lo mostraba ante los represores como “uno de los nuestros” pudo ser determinante para la supervivencia de Silvia.

La sospecha y el rechazo

La de Labayru es una historia personal y de grupo que alude de continuo a cuestiones más generales del tiempo histórico que le tocó. La coordenada clave es que Silvia es una sobreviviente, después de estar desaparecida.

Eso en circunstancias muy particulares, que incluyeron una prolongada estadía en la ESMA. Y una convivencia cotidiana con los marinos represores, incluso el más famoso, Alfredo Astiz.

Allí se erige un primer muro. No faltaron quienes evaluaron que todas y todos quienes habían salido de los campos de la dictadura eran traidores, en contraposición con los héroes que fueron ejecutados por sus captores. Esa opinión era formulada tanto en público como en privado por eminentes dirigentes del movimiento de Derechos Humanos.

Se contribuyó así a crear un clima de desconfianza. Se suponía que quien había salido de un campo había delatado compañeros o colaborado de alguna otra manera vergonzosa con sus captores.

En el caso de la protagonista del libro ese estigma presentaba al menos dos agravantes. La primera, que se suponía que había tenido un vínculo sexual, incluso sentimental, con uno o más oficiales de la marina. La segunda, tomada como más grave, que habría participado en el secuestro del grupo de la iglesia de la Santa Cruz, integrado por familiares de desaparecidos y dos monjas francesas, Alice Domon y Leonie Duquet.

Aparecía así del lado del mal en una de las más famosas atrocidades cometidas durante el dominio dictatorial.

De la sospecha se pasaba con facilidad al repudio y se hacía el “vacío”. De allí se llegaba a imputaciones que podían incluir la atribución de pertenencia a “los servicios”, integración a la inteligencia militar. Labayru sufrió el rechazo o la reserva y la sospecha de muchos de sus compañeras y compañeros, en particular cuando estuvo exiliada en España.

Sólo un grupo de antiguos amigos, parte de ellos condiscípulos en su paso por el Nacional Buenos Aires estuvieron desde el comienzo dispuestos a darle la bienvenida después del infierno vivido y tratarla con amabilidad. Con ellos mantuvo una amistad que llegó hasta hoy.

El supuesto vinculo sentimental consistía en realidad en una violación, ya que no existe consentimiento cuando media la privación de la libertad y la posibilidad de ser asesinada en cualquier momento. No fue pensado así durante muchos años. Por lo que las mujeres secuestradas sometidas a esas situaciones eran percibidas como “amantes” de represores, en uso de su voluntad.

En cuanto al acompañamiento a Alfredo Astiz, que la hizo pasar por una hermana suya en las reuniones de la Santa Cruz, Silvia no tuvo opción de negarse a acompañarlo ni oportunidad a prevenir de alguna manera a los futuros secuestrados y secuestradas.

La liberación del estigma

Labayru se “redime” años más tarde de la tacha de “colaboradora”, merced a una prolongada actuación como testigo y también acusadora en los juicios contra los genocidas. También tuvo participación en múltiples actividades del movimiento de los Derechos Humanos. Y en su momento fue la primera mujer que acusó a los torturadores por la comisión de violaciones durante su cautiverio.

Es indudable que el itinerario de la protagonista, y el particular abordaje que sobre éste hace Guerriero, tienden a desmentir ciertos prejuicios y simplificaciones. Ésos que no reconocen matices ni puntos intermedios. Enaltecen como “héroes” o descalifican como “traidores”.

Cualquier atisbo de conducta que se apartara, o siquiera pareciera hacerlo, de la resistencia inconmovible frente al secuestro, la tortura y la amenaza permanente de muerte, era considerada reprobable. La menor concesión a los represores una traición frente a quienes los habían enfrentado, aún a costa de la propia vida.

La mirada negativa sobre una experiencia de lucha

En los escritos que abordan la acción política en la década de 1970 y la dictadura en particular, predomina a menudo una visión que considera equivocado el propósito mismo de introducir cambios radicales en la sociedad. No sólo el método adoptado o la oportunidad elegida.

Se abre paso la idea de que no es que se siguiera un camino inadecuado para llevar a cabo un propósito noble. En esa visión la finalidad misma es vista como desacertada y portadora del germen de la destrucción que sobrevino.

Como la misma autora remarca, Labayru no rescata nada de Montoneros, la organización a la que perteneció.

Para ella el militarismo, la apelación a atentados que podían afectar a inocentes, la conducción verticalista que concluyó por desamparar a los “perejiles” de la militancia de base, invalidan por completo la pretensión revolucionaria. Y desmienten el impulso de igualdad y justicia de esa organización armada.

En sus propias palabras: “La organización no protegió a sus militantes. Nuestra inmolación no sirvió mayormente para nada. O sí: le sirvió mucho a la dictadura para perpetuarse en el poder, aniquilar el aparato productivo de la Argentina (…) les dimos la excusa para hacer lo que quisieran…”.

Esas opiniones no son equiparables a la noción de “los dos demonios”, es cierto. Lo sí indudable es que inscriben a las agrupaciones guerrilleras, o al menos a Montoneros, la más numerosa, en el terreno del “mal”. De la culpabilidad directa o indirecta por los miles de muertes y desapariciones.

Un señalamiento oportuno que hace Guerriero y va en la misma dirección es el de que la ex desaparecida no encuentra ningún valor positivo en la actividad militante de Montoneros:

“…no deja nada en pie. Nunca dice ‘esto estuvo bien, esto fue bueno’. Nada se salva: ni el trabajo en las barriadas humildes y las fábricas, ni la complicidad con los compañeros, ni las discusiones políticas, ni la ilusión de creer en algo más justo: nada.” No hay un balance, sólo existe el repudio.

Labayru insiste en que no justifica nada de la represión, que no traza equivalencias, pero se siente muy distante de la organización a la que perteneció y del conjunto de la lucha de la época. Eso no invalida su actuación en pro de la memoria, verdad y justicia, que ha sido persistente y gravitante, pero sí marca limitaciones políticas e ideológicas.

Algo bastante frecuente en este tipo de testimonios es la condena genérica a “la violencia”, que no hace acepción de modalidades de ejercerla, ideología de referencia, orientación de clase de las acciones.

Se leen varios ejemplos de esto a lo largo de la obra. Uno de los entrevistados es particularmente claro y sintético: “Tenía una convicción total. Y lamento mucho, mucho, haberme comprometido con la violencia. (…) me hago cargo de haber participado en una situación que llevó a la Argentina a un lugar de mucho horror.”

La última frase resulta muy significativa. Si bien en otro pasaje el entrevistado aclara que condena sin remisión a los represores, inscribe aquí a las organizaciones armadas como parte activa en la construcción de un escenario horroroso.

De la lectura atenta a la reflexión crítica

El resultado final del libro es un relato muy investigado y fundamentado, con la palabra de la protagonista y sus relaciones en lugar destacado. La autora es un personaje más y vuelca en el texto sus impresiones y razonamientos.

El texto se adentra en la vida sentimental y familiar de la protagonista. Hasta sus mascotas ocupan un lugar no desdeñable en la narración. Guerriero se mueve con maestría en estas cuestiones de la vida cotidiana, que hacen más amena la lectura y agregan espesor humano al personaje.

Una reflexión que inspira el libro es que la protagonista, junto con otros y otras sobrevivientes, han sido fundamentales en la lucha por la memoria, la verdad y la justicia. Ello merece un rescate firme, más allá de reparos y matices que se puedan formular. Ya desde 1985, en el Juicio a las Juntas, sin las declaraciones de testigos como, entre otros, Adriana Calvo de Laborde o Víctor Basterra, ese procedimiento judicial no hubiera sido lo mismo.

Esa relevancia de los testimonios continúa hasta el día de hoy, en los procesos que siguen su curso. Sean cuales sean las creencias, el estilo de vida actual o la relación con su propio pasado de los supervivientes, su contribución a la reconstrucción de la historia del horror y al establecimiento de culpabilidades ha resultado irreemplazable. A esa altura deben ser valorados.

Lo que no obsta a que haya que poner en el centro el conflicto entre quienes de una forma u otra militaban para cambiar el mundo y los que se dedicaron al exterminio de todo aquel que hubiera cometido el “pecado” de querer cambiar el orden social. Quienes se identificaban con el “abajo” social, trabajadores y pobres frente a quienes buscaban mantener y ampliar los privilegios de ricos y poderosos.

Sujetos antagónicos y proyectos contrapuestos; jugarse la vida desde el llano para transformar el país. O utilizar la impunidad que sólo el aparato estatal puede ofrecer para la comisión de los más negros crímenes. Comprendida la tortura, el asesinato y la desaparición de quienes no se hallaban en condiciones de defenderse.

La obra de Guerriero no pretende dar interpretaciones definitivas ni pontificar sobre ninguna cuestión. Cabe al lector con espíritu crítico la utilización de este texto como insumo para la mejor comprensión de aquellos años surcados por grandes esperanzas, sofocadas por la acción del terrorismo de Estado.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.