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La Suprema Corte de Justicia de la Nación: el despotismo de los jueces

Fuentes: Rebelión

Dicta el mantra de la teoría política clásica —ese que se inventó el liberalismo dieciochesco, en los años en los que apenas comenzaba a construir su hegemonía como marco ideológico de contención de las luchas populares, obreras y campesinas en Europa— que toda democracia liberal que se precie de serlo requiere de institucionalizar una serie de pesos y de contrapesos capaces de regular las relaciones entre los poderes públicos y, en todo el sentido de la palabra, invalidar sus excesos, sus abusos o su propensión a invadir las facultades exclusivas de los restantes. En América, el modelo que por antonomasia se enseña como ejemplo virtuoso y exitoso de este diseño institucional suele ser, por supuesto, el estadounidense, en donde a cada poder (ejecutivo, legislativo y judicial) se le reconoce por lo menos una prerrogativa para contrarrestar las extralimitaciones de los otros dos.

Desde su independencia, México no ha sido excepción que escape a esta regla de tomar al modelo estadounidense (o, en menor medida, al francés, y a veces hasta el inglés, pero eso ya parece extravagancia) como su referente predilecto para armar el diseño institucional de los poderes de la federación, a pesar de que, en términos históricos, sea falso que democracia y liberalismo siempre caminen de la mano, como si una no pudiese existir sin el otro y viceversa.

Saber ese dato (que históricamente han existido democracias sin liberalismo y regímenes liberales sin democracia), aún sin ser anecdótico, no obstante, en nada ha cambiado el hecho de que, en general, a la democracia en este país se le exija comportarse no como aquello que en realidad es desde tiempos de Platón, con quien nace la tradición del pensamiento político occidental (una forma de gobierno en la que el poder se ejerce entre las mayorías populares), sino como aquello que de ella expresa y demanda el liberalismo; esto es: una forma de Estado en la que las mayorías nunca alcancen la condición de soberanas (lo cual pondría a los intereses y los privilegios de las siempre minoritarias élites de una sociedad en riesgo) y, si lo alcanzan, que las minorías privilegiadas, a pesar de ello, siempre cuenten con un poder público de reserva, como patrimonio suyo, para ejercerlo como un instrumento reactivo, contramayoritario y de nulificación de las decisiones que tome el colectivo en el ejercicio de su soberanía.

En México, este anhelo de contar, por un lado, con poderes públicos capaces de contrapesarse recíprocamente y, por el otro, con garantías institucionales de que los sectores mayoritarios de la población (que suelen ser los más expoliados por el capitalismo y su Estado de derecho ad-hoc) nunca sean capaces de hacer efectiva su voluntad como poder popular en el ejercicio de gobierno, en particular, se desplegó a lo largo del siglo XX como un debate intelectual condicionado por los efectos que, en la conformación de la cultura política nacional, ejercieron la irrupción de las masas en la política federal y, por supuesto, la consolidación de un sistema presidencialista en el que el titular del ejecutivo federal contaba con facultades constitucionales y metaconstitucionales capaces de anular conjuntamente a los poderes legislativo y judicial.

En este sentido, desde que finalizó la experiencia cardenista y se agotó su singular política de masas, en la década de 1940, y hasta que el neoliberalismo en el país contó con la fuerza suficiente para imponerse como proyecto hegemónico en lo económico, lo político, lo ideológico y lo cultural (auspiciado, en gran medida, por las exigencias y las garantías que le proveía el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, de 1994), el control efectivo del Poder Judicial de la Federación (PJF), por parte de la titularidad del ejecutivo federal, fue condición de posibilidad no sólo de la primacía de la presidencia de la República frente a las otras dos ramas de los poderes del Estado sino, asimismo, y sobre todo, de las capacidades con las que las élites políticas y empresariales en el país contaran para moderar las aspiraciones de los movimientos populares, campesinos y obreros existentes; invocando a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos como el marco fuera del cual ninguna exigencia, ninguna demanda, ninguna reivindicación social, por más justa y legítima que fuese, sería tomada en consideración por el régimen político posrevolucionario si ésta iba en contra de los intereses de clase y estamentales que lo sostenían en pie.

Tan efectivo fue ese sistema durante poco más de cuarenta años que, de hecho, los únicos tres escenarios posibles en los cuales la última instancia del PJF, esto es, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) se atrevía a fallar en contra de la voluntad del presidente de la República eran apenas tres. El primero de ellos cuando en el Pleno de la Corte no habían Ministros designados por el presidente de México en funciones (es decir, cuando la composición de la Corte había sido producto de nombramientos en sexenios anteriores y nadie dentro de su seno le debía agradecimiento alguno al titular del poder ejecutivo federal en turno); el segundo, cuando las masas se movilizaban fuera de los mecanismos de control del corporativismo priísta y las presiones que ejercían sobre la SCJN resultaban demasiado fuertes como para ser resistidas por ésta; y, finalmente, cuando la materia en disputa no resultaba ser una prioridad dentro de la agenda política de la presidencia de la República durante la vigencia de su mandato. (El análisis estructural de estos factores lo hizo Pablo González Casanova en su clásico, La Democracia en México).

Claramente, durante todo ese tiempo, aunque la composición del Pleno de la Corte siguió el proceso institucionalizado en la Reforma de 1928 (cuando se formalizó que fuera prerrogativa del presidente de México el realizar las nominaciones respectivas y se facultó al Senado para hacer la designación), bastante parecido, dicho sea de paso, al que instauró la Reforma de Ernesto Zedillo, en 1994 (salvo por el hecho de que acá las nominaciones van a ser por ternas y ya no individuales, mientras que la designación senatorial pasó de requerir mayoría absoluta a mayoría calificada), si se juzga la autonomía de la Corte no por su composición, sino por sus fallos, lo primero que se alcanza a apreciar es que ésta era limitadísima porque únicamente se volvía efectiva o bien en aquellos casos en los que las presiones sociales eran demasiadas como para ser desdeñadas o bien en las situaciones en las que no estaba en juego el Plan Nacional de Desarrollo del presidente de México en turno.

El autoritarismo posrevolucionario, priísta, pues, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX demostró a la teoría política liberal dieciochesca (y, en gran medida, también, a sus estudios de derecho constitucional) que la autonomía de los poderes del Estado no se juega únicamente ni en el terreno de la división de los actores en los que se depositan las facultades ejecutivas, legislativas y judiciales del poder público ni, mucho menos, en los procesos de designación para conformar a cada poder y de los que hacen parte los tres. Y es que, en efecto, el régimen político emanado de la Revolución Mexicana demostró que cualquier noción de autonomía entre poderes, si pretende significar algo, también debe de ser comprendida en relación con las demandas populares que a cada rama del Estado le formulen las masas y, por supuesto, en el sentido histórico y político que adquieren sus decisiones (en este caso, por tratarse del poder judicial, los fallos que emiten).

Lo primero, evidentemente, porque implica un ejercicio de rendición de cuentas por parte de un poder público (en estricto sentido: un poder fiduciario) frente a aquellos contra o en favor de quienes lo ejerce (en estricto sentido: los fideicomitentes); y, lo segundo, porque supone reconocer que ninguna norma jurídica es políticamente neutral y, dentro de ellas, las normas constitucionales (que son intrínsecamente políticas y no jurídicas, a decir de Arnaldo Córdova) lo son aún menos que cualquier otra que presuma o se suponga que lo es.

Ahora bien, el neoliberalismo, sin duda, introdujo cambios en esta historia y en las ecuaciones que la componen, toda vez que, para conseguir, en principio, forzar un relevo de élites políticas y económicas en el control del gobierno y en la dirección del Estado (mayoritariamente sustituyendo a las burguesías nacionales por sus pares trasnacionales); y, en seguida, para garantizar márgenes mucho más amplios de autonomía de los factores económicos de la explotación frente a la dominación política; era preciso, por decirlo suave, emancipar al brazo judicial del Estado respecto de los otros dos poderes públicos. Idea en absoluto novedosa, por cierto, pues ya desde la Revolución Francesa un liberal puro, Benjamin Constant, horrorizado por la vena popular del jacobinismo y su tendencia a privilegiar lo público ante lo privado y a la virtud ciudadana ante el lucro empresarial, había preceptuado como condición indispensable para garantizar la seguridad del empresariado y de sus intereses capitalistas el reservar a la judicatura como un oficio privado, encargado de limitar la intervención del Estado en la economía nacional (Cours de politique constitutionnelle, 1818-1820).

A partir de 1994, en este sentido, aunque el proceso seguido para componer el Pleno de la Corte se volvió a modificar, lo que no cambió nada fueron las relaciones de poder que la atraviesan como una de las tres ramas del Estado; decisivas al momento de definir el tipo de vínculo que establece tanto con los otros dos poderes públicos como con el poder popular constitucionalmente reconocido como el único depositario esencial y originario de la soberanía nacional y de sus poderes constituyentes e instituyentes. Dicho de otro modo: la Corte siguió siendo un órgano del Estado mexicano cuya composición no sólo se reservó como prerrogativa del presidente de la República y de los partidos políticos con representación legal en el Senado sino que, en correspondencia con ello, al convertirla en la última instancia de interpretación de la Constitución, se le confirió el control de constitucionalidad como un derecho patrimonial (se hizo de la Constitución un patrimonio exclusivo de las interpretaciones de la Corte) lo que, a su vez, redundó en el despojo del Soberano (el pueblo de México) y del Constituyente Permanente (el Congreso de la Unión) de sus legítimos y constitucionalmente garantizados derechos de modificar al pacto político fundamental del Estado mexicano.

Para el liberalismo contemporáneo, hoy, por lo tanto, las preguntas fundamentales que tienen que resolver sus ideólogos sobre la vigencia de sus principios doctrinales acerca de la división de poderes y de la primacía de las normas Constitucionales son las siguientes: si la SCJN es la instancia que tiene la última palabra sobre la forma y el contenido de la Carta Magna, entonces: a) ¿quién o qué contrapesa a la Corte en sus facultades y prerrogativas?; y, b) ¿es o no efectivamente el pueblo de México el Soberano; es decir, aquel que ostenta la potestad última y legítima de decidir el orden jurídico que regulará su propia existencia en la Historia?

Aparentemente, hoy, no muchos (pseudo)intelectuales liberales contemporáneos acaban de comprender las implicaciones que acarrea el negar, por un lado, la soberanía popular como ultima ratio en la definición del orden político y jurídico que una sociedad decide darse para desarrollar su convivencia individual y colectiva; y, por el otro, el que el actuar del PJF, en general, y el de la SCJN, en particular, también deba de someterse (como los otros dos poderes de la Unión) tanto a mecanismos de rendición de cuentas ante la ciudadanía como a lógicas de contrapeso o de contención de sus extralimitaciones respecto de sus facultades constitucionales. Sin embargo, más allá de que ambas negaciones son, en y por sí mismas, la nulificación más elemental y extrema de dos de los principios fundacionales de toda doctrina liberal, las consecuencias prácticas que se desprenden de ello son evidentes y mucho más peligrosas: empezando por la aceptación de que ningún pueblo tiene el derecho a decidir su propio destino, porque éste debe de ser definido por el puñado de personas que conforman el Pleno de una Corte constitucional que asume sus interpretaciones como superiores a la letra de la Constitución.

En Occidente, desde la Grecia antigua, en la tradición del pensamiento político moderno, se le llamó despotismo a este tipo de relación entre gobernantes y gobernados en la que es una instancia minoritaria la que detenta un poder incuestionado sobre sus gobernadas y sus gobernados; parecido a aquel que ejercía el amo respecto de su servidumbre: asumiendo que ésta es incapaz de gobernarse a sí misma o siquiera de saber lo que más y mejor le conviene para su vida (ya sea por ignorancia o estupidez); privándola de opinar sobre su existencia y, más aún, de actuar en la conducción de la misma. Hoy, cuando se conviene en aceptar que es, en efecto, la SCJN la última instancia capaz de decidir sobre el orden jurídico nacional, inclusive si ello significa colocarse por encima de la Constitución, lo que se está aceptando no es otra cosa que un gobierno despótico ejercido por jueces (Magistradas y Magistrados) que no le rinden cuentas a nadie.

Claramente, además, justificar este orden de cosas argumentando que la Corte no es más que una intérprete de la Constitución y que, en ese sentido, no es la Corte en sí el límite a la Soberanía popular y a los otros dos poderes de la Unión, sino la Carta Magna en voz de sus intérpretes, a lo único que conduce es a obviar que lo que dice la Constitución y lo que de ella dicen quienes la interpretan no es idéntico. Y no sólo eso: este tipo de objeciones también evidencia lo mucho que se ignora que las Constituciones Políticas Nacionales son hechas por hombres y mujeres como cualquiera y que, en el caso de la de 1917 (la que rige en México hasta el sol de hoy), en apenas un siglo ya sufrió más de 600 modificaciones a través de más de 200 decretos de reforma. Ninguna norma es intemporal.

Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México.

Fuente: https://razonypolitica.org/2024/10/05/la-suprema-corte-de-justicia-de-la-nacion-el-despotismo-de-los-jueces/

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