La crueldad no tenía límites en aquella Argentina ocupada de 1976 y esto estaba lejos de ser un defecto para los usurpadores del poder y sus socios civiles. Era para ellos una de sus virtudes aquella decisión «inclaudicable» de reorganizarnos, de llevarnos por la «senda de grandeza», aquellos «objetivos sin plazos», «aquel marchemos hacia las […]
La crueldad no tenía límites en aquella Argentina ocupada de 1976 y esto estaba lejos de ser un defecto para los usurpadores del poder y sus socios civiles. Era para ellos una de sus virtudes aquella decisión «inclaudicable» de reorganizarnos, de llevarnos por la «senda de grandeza», aquellos «objetivos sin plazos», «aquel marchemos hacia las fronteras», «el tiempo y esfuerzo, esenciales para cualquier logro», el «achicar el Estado es agrandar la Nación» y todo esa palabrería hueca que escondía el vaciamiento del país y la peor matanza de la historia argentina.
Aquella matanza contó con el aval explícito del Departamento de Estado de los Estados Unidos, como lo recordaba el ex embajador en nuestro país Robert Hill: «Cuando Henry Kissinger llegó a la Conferencia de Ejércitos Americanos de Santiago de Chile, los generales argentinos estaban nerviosos ante la posibilidad de que los Estados Unidos les llamaran la atención sobre la situación de los derechos humanos. Pero Kissinger se limitó a decirle al canciller de la dictadura, almirante César Guzzetti, que el régimen debía resolver el problema antes de que el Congreso norteamericano reanudara sus sesiones en 1977. A buen entendedor, pocas palabras. El secretario de Estado Kissinger les dio luz verde para que continuaran con su ‘guerra sucia’. En el lapso de tres semanas empezó una ola de ejecuciones en masa. Centenares de detenidos fueron asesinados. Para fin del año 1976 había millares de muertos y desaparecidos más. Los militares ya no darían marcha atrás. Tenían las manos demasiado empapadas de sangre» [1].
El general-presidente Videla quiso convertir aquella masacre en una incógnita declarando que el desaparecido «no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desparecido». La elección de la palabra no es aleatoria, es perversa en boca del verdugo, que no tenía ninguna duda sobre el destino de los prisioneros políticosy exhibía en público el terrible método elegido para atormentar aun más a los familiares: crear la incógnita sobre el destino de su ser querido. Aquel desconocimiento era parcial porque el horizonte del grupo familiar que sufría la pérdida era dramático y no era tan incógnito el destino sufrido por la víctima como conocer el lugar de detención y poder saber si seguía con vida. Sobre el resto no había incógnitas, había certezas, dolor, soledad y búsqueda incesante.
En aquel panorama la represión en los colegios secundarios fue muy dura, y apuntó a terminar con el alto nivel de participación política de los jóvenes en los centros de estudiantes y en las agrupaciones políticas.
Las invitaciones a vigilar y castigar pasaban de la conferencia de prensa a la sala de torturas y a la muerte. Muchos colegios secundarios del país tienen hoy placas conmemorativas de sus alumnos desaparecidos.
El hecho emblemático, «didáctico» de aquel terrorismo de Estado fue el que pasó a la historia como «la noche de los lápices», aquella noche del 16 de septiembre de 1976 -21 aniversario del derrocamiento del primer peronismo por la autodenominada Revolución Libertadora- en la que fue secuestrado un grupo de jóvenes militantes secundarios de la ciudad de La Plata y alrededores. La que había sido la ciudad Eva Perón era ahora el reino del general Ibérico Saint James, autor «literario» de la inolvidable frase: «Primero mataremos a todos los subversivos, luego a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, luego a los indiferentes y por último a los tímidos».
En la corte de Saint James había personajes de la talla del general Camps y su mano derecha -curiosidades de la literalidad- el comisario Miguel Etchecolatz. Fueron ellos los responsables directos del secuestro, tortura y muerte de estos jóvenes, para los que nadie reclama inocencia según los parámetros de una dictadura culpable por naturaleza y que salen honrados de la vergonzosa afirmación que aún hoy campea por estas tierras, ese «algo habrán hecho» que tanto daño hizo y hace.
Claro que hicieron algo, mucho. La mayoría de ellos provenían de hogares de clase media, no tenían problema en pagar el boleto de colectivo, pero sabían que había muchos de sus compañeros que no, que ya a esa corta edad tenían antigüedad en sus trabajos y que había que conseguir el boleto estudiantil para todos. Comenzaron a organizarse en cada colegio y del colegio al barrio y de ahí a la zona y nació así la Coordinadora de Estudiantes Secundarios que nucleaba a miles de ellos de todos lados y logró arrancarle al gobierno de Isabel aquel derecho. Fueron días de festejo acotado, corrido por gases y vigilado de cerca por la Triple A.
Producido el golpe, la estrategia fue suspender en agosto de 1976 la vigencia del boleto estudiantil y esperar la protesta y que los estudiantes volvieran a luchar por lo que les correspondía. Las razzias duraron dos meses y el pico de detenciones se produjo aquella noche de septiembre.
Recuerda Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes de aquel horror que: «Hay un documento de la Jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires que se llama específicamente La Noche de los Lápices. Ese documento, firmado por un comisario mayor Fernández, en ese momento asesor del Consejo del general Camps y Etchecolatz, hablaba de que luego de desarticulados política e ideológicamente los sectores «subversivos» como universitarios, barriales, trabajadores, la piedra angular eran los «potenciales subversivos», que eran los estudiantes secundarios que eran líderes en sus escuelas. Ellos hablaban de «semillero», de «potenciales subversivos».
Los jóvenes secuestrados en aquella «Noche de los lápices» fueron arrancados de sus casas en la madrugada y llevados inicialmente a la «División cuatrerismo» de la policía bonaerense, donde funcionaba el centro clandestino de detención conocido como «Arana». De allí pasaron a la División de Investigaciones de Banfield, tristemente célebre como el «Pozo de Banfield».
Allí conocieron el horror en toda su expresión: «Nosotros, en el Pozo de Banfield, éramos adolescentes que teníamos a nuestro cuidado mujeres embarazadas. En el período en que nosotros estuvimos, desde septiembre a diciembre de 1976, fuimos testigos de tres partos. A nosotros, que teníamos entre 15 y 17 años, nos ponían en un calabozo con una compañera embarazada a punto de dar a luz y cuando ellas empezaban con trabajo de parto teníamos que golpear fuertemente la celda. Estábamos en el tercer piso y hoy se sabe que en el segundo piso de donde estábamos nosotros estaba la sala de parto del médico (Jorge) Bergés. Tuvimos tres situaciones de ésas. Golpeábamos la celda, las venían a buscar y después escuchábamos el llanto del bebé. Nosotros, tanto los adolescentes que estábamos en el traslado final como las mujeres embarazadas, a las que el único cuidado apuntaba a lo que tenían dentro de la pancita, éramos residuos. Como tales, éramos mantenidos. No teníamos un destino presupuesto» [2].
Allí padecieron la tortura, simulacros de fusilamiento y el vano intento de imponerles otra mentalidad, la forma correcta de «procesar» aquel país y aceptarlo tal cual era en 1976, un país atendido por sus dueños. Tuvieron sus cuerpos pero no su obediencia. Como dicen las pancartas de los estudiantes de hoy, aquellos lápices siguen escribiendo.
Notas:
[1] Declaraciones de Robert Hill, embajador norteamericano en la Argentina durante la primera etapa de la dictadura militar, en El Periodista, Buenos Aires, 23 de octubre de 1987.
[2] Reportaje a Pablo Díaz en Felipe Pigna, Lo pasado pensado, Buenos Aires, Planeta, 2005.
Fuente: http://www.elhistoriador.com.ar/articulos/dictadura/lapices_que_siguen_escribiendo.php