Mañana, domingo 12 de septiembre, se realizarán las elecciones primarias. Apatía, pesimismo, desencanto, son las palabras a la orden del día a la hora de caracterizar el ánimo popular frente a la inminente votación.
Solía calificarse a los actos electorales como una “fiesta cívica”. Hoy ese modo de definirlos suena a broma amarga. En primer lugar porque la doble situación de profunda crisis económica y de pandemia inhibe cualquier inclinación al festejo. También debido a que la conciencia de ejercicio de los derechos ciudadanos está cada vez más desvaída. Incluso la percepción de ellos como de una obligación se ha debilitado. No ir a votar ha pasado a convertirse en una opción normal y corriente. Hacerlo en blanco o anular el voto parece ganar adeptos. Al menos así lo mostraron los muy recientes comicios en Salta y Corrientes.
La percepción generalizada es que los problemas que aquejan a nuestra sociedad son muy graves, que los políticos hablan de otras cosas, de importancia secundaria. y tampoco creen mucho en lo que ellos mismos dicen. La comunicación entre las dirigencias partidarias y la mayoría de la población aparece muy deteriorada, si no rota. Hay que remontarse hasta la crisis de 2001 para encontrarse con semejante grado de desafección.
La pandemia agrega un factor peculiar, con el prolongado encierro que conllevó para buena parte de la población y la interrupción o reducción al canal virtual de múltiples actividades. No se dice nada novedoso con señalar la carga de incertidumbre, deterioro afectivo, incluso depresión que trajo aparejado. Se ha creado un clima poco propenso al compromiso con acciones que, como las elecciones, no parecen tener efecto sobre los acuciantes problemas cotidianos.
La realización de las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias es ya inminente. Algo llamativo del clima preelectoral y las opiniones circulantes a propósito de estos comicios, es la virtual unanimidad en señalar la pobre calidad del debate, las elevadas cotas de desinterés de los ciudadanos en la votación y de generalizado desencanto con los políticos. Esto último se agudizaría entre lxs jóvenes.
Nada de bueno puede esperarse de la oposición de derecha en materia de propuestas en discusión. Ni siquiera aportan un esbozo autocrítico sobre la gestión 2015-2019. Por su parte el Frente de Todos no ha conseguido (o no ha querido) despegar de la chatura del debate. Tampoco tiene un mensaje hacia los desencantados, no proporciona razones para concurrir a votar, no presenta argumentos que contrarresten la voluntad de votar en blanco o nulo.
Incluso se perciben incongruencias dentro del discurso del oficialismo. Dedica parte de su empeño a destacar los catastróficos resultados del gobierno de Mauricio Macri, lo que es de toda evidencia. Pero presentan como un resultado auspicioso la proyección de un crecimiento económico en torno al ocho por ciento para este año. Hacen así propaganda con una recuperación económica que, en el mejor de los casos, vuelve la situación al nivel inmediato al inicio de la pandemia. Es decir a los terribles efectos de la gestión de Macri.
Parecen quedar satisfechos con ese retorno a una situación de catástrofe, ya que no proponen medidas vigorosas y drásticas para combatir el deterioro de los ingresos, el desempleo y la precarización. Por el contrario, se auspician aumentos de jubilaciones y prestaciones sociales por debajo de la inflación y ni la renegociación sobre la marcha de los acuerdos paritarios hace que los salarios recuperen el ya muy bajo nivel que tenían a comienzos de este año. El FdT parece proponerse así como un mero administrador de lo existente, en momentos en que el presente resulta difícil de soportar.
En esas circunstancias los grandes o pequeños escándalos han ocupado un lugar central, algunos montados en torno a las declaraciones públicas de campaña. Hasta editoriales de apariencia reflexiva en los grandes diarios han dedicado espacio, por ejemplo, a las manifestaciones de la candidata Victoria Tolosa Paz acerca de la afinidad entre la actividad sexual y el peronismo. Asuntos de mayor calado, como el del incumplimiento presidencial de las restricciones que el mismo primer mandatario impuso, son tratados con superficialidad. Aparecen mezclados con las declaraciones desafortunadas de algunos candidatxs, puestas casi al mismo nivel.
Las opiniones en torno a la catastrófica situación social ocupan un segundo o tercer plano, y a veces ninguno. Causa perplejidad que las dramáticas cifras de pobreza y demás funestos indicadores sociales no ocupen el centro de la escena en cada minuto de la campaña. Se prefiere prodigar sonrisas insustanciales, hablar de la composición de la familia del postulante, inaugurar obras públicas que no siempre aparejan beneficios tangibles. La exaltación de los méritos de la “iniciativa privada” y de los beneficios para el conjunto social de que los empresarios ganen más dinero, también ocupan su lugar. La proclamada vocación “nacional y popular” coexiste con la apología del capitalismo.
La democracia representativa aparece en este cuadro como un sistema vaciado de contenido. Una situación que abre el campo para una “antipolítica” inconducente, que suele culpar de modo genérico a “los políticos” de todos los males que sufre el país. Y pierde de vista, a veces con toda intención, los intereses económicos y mediáticos que manejan los hilos detrás del frágil tinglado institucional.
La furia reaccionaria impulsada por candidatos como Javier Milei nos da muestras de una mirada de apariencia disruptiva que en realidad pretende destruir cualquier obstáculo en el camino al incremento de las condiciones de explotación y sometimiento. La “antipolítica” de derecha puede resultar un “gran negocio” para el gran capital local e internacional, eximido así de responsabilidades respecto al impulso destructivo que despliega día a día y legitimado en un camino de “reformas” que sólo puede empeorar la suerte de la mayoría de la población
Frente a una votación cuyos resultados aparecen difíciles de predecir, parece recobrar vigencia una consigna que tuvo resonancia con motivo de la crisis de comienzos de siglo: “Gane quien gane, pierde el pueblo.”
Lo que se desprende de allí es el interrogante acerca de qué hacer a partir de esa dolorosa constatación. El desafío es que lo yermo de la arena política no derive sólo en desaliento y pesimismo.
Se necesita que la militancia consecuente y los sectores más politizados asuman la vigorosa denuncia de los males que aquejan a la sociedad. Y con ella la de la taimada indiferencia frente a los mismos de las distintas opciones político-electorales. Lo que requiere completarse con una crítica circunstanciada de las crecientes limitaciones de los mecanismos parlamentarios, que disminuyen cada día el componente de soberanía popular que las instituciones vigentes permiten.
La pregunta es cómo hacer converger esas posiciones en una agenda por la positiva y en un nivel de movilización que parta desde el justificado descontento hacia un programa de acción. Darle una respuesta ajustada es quizás el mayor desafío de la hora. Y el requisito para la configuración de una verdadera alternativa.