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Una poco dulce y larga espera

Las políticas de Estado frente a la violencia en las escuelas en la provincia de Buenos Aires

Fuentes: Rebelión

Desde hace más dos décadas, la violencia viene ganando espacio en las instituciones educativas, generando incertidumbre y malestar entre quienes la padecen o deben responder por ella. De ese modo, se ha convertido en una de las problemáticas que mayor preocupación y demanda de tratamiento genera en todas las comunidades educativas de la provincia de […]

Desde hace más dos décadas, la violencia viene ganando espacio en las instituciones educativas, generando incertidumbre y malestar entre quienes la padecen o deben responder por ella. De ese modo, se ha convertido en una de las problemáticas que mayor preocupación y demanda de tratamiento genera en todas las comunidades educativas de la provincia de Buenos Aires. Así, según datos oficiales, un 15% de las intervenciones de los Equipos de Orientación Escolar de la provincia se originan en situaciones de violencia. Intervenciones que sólo son antecedidas en importancia, con una escasa diferencia porcentual, por la «desescolarización», un 19%, y los «problemas de convivencia», un 16%.[1]

Son innumerables los casos en que se suceden en el ámbito escolar pequeños estallidos de violencia, en los que el docente responde generando una gama de dispositivos que van desde instancias de reflexión, reto, sanción y citación a padres hasta pedidos de disculpas y reparación del hecho. Sin embargo, también existen otros tipos de violencia que impactan más duramente, que ponen a prueba al docente para enfrentarla, preguntándose: «¿cómo contengo a ese alumno con un arma en la mano?», «¿cómo doy clases si fulanito está alcoholizado?», «¿cómo le digo a un padre que le destrozaron en la escuela la cara a su hijo?», «¿a quién recurro?». Ahora bien, como intentaremos ver aquí, si se trata de esperar algo por parte del Estado, el docente no podrá más que responderse: «¡qué solos estamos en la escuela…!»

Desorientados

En cuanto a los recursos que el Estado provee a la escuela para abordar la violencia, podemos apreciar que la provincia de Buenos Aires cuenta con los Equipos de Orientación Escolar (EOE), dependientes del área de Psicología Comunitaria y Pedagogía Social. Éstos atienden a la población escolar de todos los niveles y modalidades. En teoría, son grupos de «docentes especializados (que) orientan y acompañan, con el auxilio de saberes y prácticas específicas de cada rol, a los alumnos, padres y docentes de una comunidad educativa tanto a nivel institucional como distrital» para mejorar las trayectorias escolares de los alumnos.[2] En concreto, intervienen ante la presencia de alumnos con dificultades en el aprendizaje o que presentan problemáticas económicas, familiares, médicas, psicológicas, entre otras. También en casos de ausentismo y situaciones de violencia. Estos equipos estarían conformados, según la normativa,[3] por un orientador educacional, un orientador social, un maestro recuperador de aprendizajes, un fonoaudiólogo y un médico.

Esta intervención se basa en una ilusión: que todos los problemas comienzan y terminan en la escuela. Entonces, en vez de atender a los chicos en tanto producto de una sociedad, en particular, de capas sumergidas de la clase obrera, se los trata sólo en tanto «alumnos». En un contexto de descomposición de las relaciones sociales, un profesional no puede sino intentar amortiguar los devastadores efectos sobre la convivencia escolar, como un quijote.

Con todas estas deficiencias de concepción, la realidad es que del Estado provincial ni siquiera garantiza estas superficiales medidas. Los EOE distan mucho de lo planteado por la norma. Por un lado, no todas las escuelas cuentan con estos equipos, aún cuando deberían ser parte de la planta permanente de todos los colegios. Según los propios datos oficiales, solamente asisten a un 20% de la matrícula de los Jardines de Infantes (Nivel Inicial), a un 80% de las escuelas primarias y a un 30% de la matrícula total de las escuelas secundarias de la provincia.[4] En ese marco, en el distrito de Marcos Paz, por citar un solo ejemplo, 3 de las 10 Escuelas Secundarias Básicas tienen EOE, los cuales deben brindar servicio no sólo a sus alumnos sino también a la población de otras escuelas que carecen de ellos. A su vez, son casi una rareza las escuelas que cuentan con EOE con fonoaudiólogos. En todo Marcos Paz, solamente un establecimiento cuenta con uno de esos especialistas y prácticamente están extintos los médicos de los equipos escolares, ese personal se reserva exclusivamente para algunas escuelas especiales. De hecho, en la localidad nunca hubo un médico designado como orientador en alguna escuela. Tal estado de situación lleva a que los equipos estén realizando una tarea que los sobrepasa en cantidad (por la matrícula atendida) y en intensidad (por las situaciones de alta conflictividad que deben abordar). De ese modo, no pueden más que estar a la cola de los acontecimientos.

Sólo promesas

En 2010 se crea desde la Dirección General de Cultura y Educación el Programa Provincial de Prevención e Intervención en Situaciones de Violencia en la Escuela, de dos años de duración. Dicho programa, aún en curso, tendría como ejes de acción la prevención e intervención ante casos de violencia. Las acciones que promete abarcan la realización de capacitaciones, asesoramientos, encuentros de educadores y comunitarios, creación de más Equipos de Orientación Escolar (EOE) y Equipos Interdisciplinarios Distritales (EID).[5] No obstante, hasta el momento lo único qué se ha cumplido es la exigencia de relevar en cada escuela las situaciones de violencia y las intervenciones que se llevaron a cabo en consecuencia. Ahora bien, se puede deducir fácilmente que los datos relevados probablemente no reflejen lo que se vive realmente en las escuelas de la provincia de Buenos Aires. Por un lado, se trata de un relevamiento que, en tanto opera como una herramienta de control, conduce a que los establecimientos sólo declaren los casos de violencia en los que hayan tenido intervención, quedando fuera de la estadística todos los otros en los que no se hizo acta de registro. Por otra parte, el informe presenta diversos problemas para una correcta interpretación de sus resultados. Por ejemplo, no muestra los totales de situaciones expresadas (así, podríamos estar hablando de diez, cien o mil casos de violencia), cuál es la situación por distrito y cuáles no están incluidos en la muestra. Este último punto resulta ser un gran problema ya que la presencia de un distrito como La Matanza marcaría una gran diferencia.

Como es de esperarse, frente a la escasa concreción de los programas oficiales, el Estado descarga sus obligaciones sobre los docentes y directivos. En ese sentido, otro comunicado emitido en 2009 por la Dirección de Psicología Comunitaria y Pedagogía Social «sugiere» una serie de pasos posibles a seguir para la prevención y resolución de situaciones de vulneración de derechos en el ámbito educativo. El documento indica como medidas anticipatorias que cada escuela cuente con un plan institucional de abordaje y prevención de problemáticas, como así también capacite al personal docente para la observancia y detección temprana de conductas peligrosas, que realice jornadas de «reflexión- acción» con padres, que elabore encuestas, que propicie charlas con especialistas y el trabajo en red con otras instituciones. Para cada caso particular -maltrato físico o emocional, abuso sexual familiar, hostigamiento en la escuela, etc.-, ofrecen un protocolo a seguir. En líneas generales, cuando ya ocurrió alguno de estos hechos, el instructivo establece: asistir a la víctima, resguardar siempre la identidad de los menores, labrar actas minuciosas en datos y detalles, informar a las familias, informar al inspector del área lo ocurrido y las acciones realizadas, denunciar en forma inmediata, si el hecho lo amerita, a la instancia policial, judicial y/o al servicio local de protección; brindar atención, contención y protección a los menores involucrados; diagramar un plan para restablecer la «normalidad institucional», realizar un seguimiento de la problemática, etc., etc.… O sea, la escuela, con lo poco que tiene en infraestructura y en recursos humanos, debe crear y ejecutar dispositivos de intervención eficaces para que la violencia no entre en ella, y si lo hace, cause el menor daño posible porque, al final, deberá dar cuenta no sólo de lo que hizo sino también de lo que no hizo.

Todo sigue igual… de mal

Si tenemos que ver qué se hace al interior de las instituciones educativas para responder frente a la violencia, podemos observar que se hace todo lo que se puede: talleres de convivencia y valores, mapas de riesgo, confección de instructivos de cómo actuar ante una situación de conflictividad, vigilancia, reuniones de padres, acuerdos de convivencia. Sin embargo, la mayoría de las veces no es lo suficiente, ni lo más adecuado, tal vez, ni siquiera lo más necesario.

Hemos visto que poco puede esperarse por parte del Estado. Así, lejos estamos de lograr que todos los establecimientos cuenten con Equipos de Orientación Escolar, con personal especializado en intervención ante situaciones de violencia u otras problemáticas que acontecen en el ámbito escolar. Mucho menos, de que el docente se sienta respaldado para intervenir o protegido como trabajador cuando se constituye en víctima de la violencia. Como si ello fuera poco, los documentos emanados de la Dirección de Psicología Comunitaria y Pedagogía Social -DGCyE- intentan convencernos de que la escuela debe hacerse cargo de todo lo que la atraviesa. Finalmente, su intervención termina con una planilla de control que da cuenta de las acciones realizadas por los docentes para modificar las situaciones de conflictividad. Es decir, la intervención del Estado provincial comienza y termina en un papeleo burocrático para el archivo y, en el mejor de los casos, para la estadística, donde se baja línea sobre las obligaciones que le caben a las escuelas, qué les puede pasar a sus miembros si no las cumplen, para concluir con engorrosos informes de nominalización de casos, acciones y seguimientos ejecutados por la escuela, para que la supervisión pueda deslindar o no responsabilidades sobre los actores educativos involucrados.

Proclamar los principios de inclusión, retención con calidad educativa, y equidad se transforman en letra muerta cuando el Estado no se hace cargo de asignar los recursos humanos y materiales necesarios para intervenir frente a la violencia en el escenario educativo. En tanto, la escuela, medio maltrecha, sigue resistiendo la embestida de un tipo de sociedad que poco tiene para ofrecerles a los jóvenes y de un Estado que le exige y la somete a control, pero que no la sostiene. Ese es el sentido de la sensación de soledad del docente. Soledad, sólo en relación a su enemigo (el Estado). Si mira hacia su costado, verá miles de compañeros en su situación.

Notas

[1] Comunicación 4/07 Dirección General de Cultura y Educación, Subsecretaría de Educación, Dirección de Psicología Comunitaria y Pedagogía Social, 11 de noviembre de 2010.

[2] Ídem.

[3] Disposición N° 76/08, Dirección General de Cultura y Educación, Subsecretaría de Educación, Dirección de Psicología Comunitaria y Pedagogía Social.

[4] Comunicación N°3/10, Dirección General de Cultura y Educación, Subsecretaría de Educación, Dirección de Psicología Comunitaria y Pedagogía Social.

[5] «Entiéndase por Equipos Interdisciplinarios Distritales (EID) a: Equipos Distritales de Infancia y Adolescencia (EDIA), Centros de Orientación Familiar (COF), Equipos Interdisciplinarios para la Primera Infancia (EIPRI) y otros soportes que bajo esta figura se conformen según las necesidades territoriales, dependientes de esta Dirección de Modalidad», Disposición 9/09, Dirección de Psicología Comunitaria y Pedagogía Social, DGCYE.

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