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Las voces de la contrarrevolución: ¿amor por la democracia pero desprecio al pueblo?

Fuentes: Rebelión

Prólogo al libro, “Ideología de la Contrarrevolución mexicana. Intelectuales y neoliberalismo en México” de Aldo Fabián Hernández Solís, Ciudad de México, Analéctica 2022.

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Las ideas políticas, por definición, viven en permanente conflicto. Al tratar de ser ejes rectores de marcos de conducta colectiva, es imposible que sus directrices avancen en la vida pública por caminos carentes de resistencias, que pueden ir desde el escepticismo tenue hasta la violenta oposición. La vida social, en tanto se trata de un agregado de intereses y valores diversos, no puede pensarse como un monolito ajeno a disputas en todos los terrenos, que van desde lo material hasta lo simbólico. 

En ese sentido, todo ideario social se ancla en raíces históricas. Ningún discurso público destinado a ponderar qué tipo de organización social es la mejor nace del vacío, sino que su constitución es una cuestión procesal, que depende tanto del contexto como de asideros del pasado, que a veces puede no ser tan inmediato.  

Es por eso que toda reflexión destinada a los idearios políticos no es sólo una evaluación filosófica que jerarquiza alguno sobre otro. Es, principalmente, un trabajo histórico y sociológico, destinado a principalmente a contextualizar, a reconstruir un marco social a través del cual se le puede dar sentido, y comprensión, a las ideas políticas. No es labor sencilla la del investigador que se avoca a desentrañar las aristas de una ideología, puesto que su trabajo articula tanto el utillaje conceptual y la capacidad de abstracción con las herramientas de la historiografía. 

Se tiene como lugar común en las ciencias sociales mexicanas la idea de que a partir de 1982 hubo un parteaguas en el país, sustentado en el llamado “viraje económico” en el Gobierno, que desplazó la consigna de la “justicia social” de la Revolución Mexicana en pos de las tesis del neoliberalismo, enfoque económico cuyo debut en América Latina fue un proceso no democrático que en algunos casos, como en el Cono Sur, llegó a través del asalto golpista (como consta con el primer gobierno neoliberal de la región, el del dictador Pinochet en Chile, apuntalado en 1973), o, en el mejor de los casos, mediante las elecciones simuladas y consignadas de antemano, como fue lo acaecido en nuestro país. 

Ese régimen naciente en los años ochenta del siglo pasado fue pábulo para una reestructuración total del país, no sólo en lo tocante al tipo de Estado y economía vigentes en México sino también en las reglas no escritas del sistema político y los valores sociales imperantes en la vida colectiva, objetivo fundamental del credo neoliberal, importado de epicentros ideológicos externos.  Era una gran paradoja que el PRI, partido impulsor de dicho viraje ideológico a costa de sus propios principios, se siguiera proclamando como el partido del nacionalismo revolucionario, pero al mismo tiempo fuera artífice de un giro económico dictaminado en el exterior. 

Al amparo de esa paradoja seminal vinieron muchas otras que se asentaron en el escenario político mexicano a partir de ese momento. El mismo partido que presumía haber construido las grandes bases de la seguridad social en el país, ahora las desmantelaba. El mismo partido que quiso acaparar la retórica progresista en los gobiernos emanados de su seno, asumía como propio el giro conservador en el mundo.  

El nuevo régimen, sin embargo, no podría sostener por mucho tiempo una contradicción tan notoria. Menos aun cuando diversos hechos históricos ponían en entredicho el acostumbrado monolito tricolor. La tradicional disciplina priista –quizá sólo interrumpida de manera excepcional por algunos personajes que devendrían en partidos de poca relevancia y paraestatales, como el general Treviño y el PARM en 1954- vería por vez primera un reto formidable: sería desde las propias entrañas donde un cúmulo de personajes –encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas- denunciarían el abandono de los principios revolucionarios en el gobierno mexicano. La revolución mexicana, como planteaba Lorenzo Meyer, padecía su segunda muerte. 

El hueco dejado en la vida política por este relato ideológico –instado desde el poder- abrió la brecha para que, desde la conversación pública, otras voces lo suplieran, aparentemente desde la mampara de la “independencia” y el espectro “liberal”. Sus tesis no serían novedosas en contenido, pues retomaron viejos anatemas contrarios a la Revolución mexicana emitidos por ideólogos conservadores –como Luis Montes de Oca o Raúl Bailleres- desde la década de los treinta del siglo XX.  La novedad de este discurso, pues, estribaría en su plataforma y su insistencia, pues acapararía los foros mediáticos, tornaría las reflexiones a profundidad por consignas fáciles de repetir y difundir, anularía el debate al achacar a sus adversarios una condición de obsolescencia y acentuaría el ninguneo, o el estigma, contra toda postura que le significara un disenso.    

Los ideólogos del neoliberalismo mexicano serían así el gran tono monocorde en el debate público mexicano, que ponderaría la visión histórica de ubicar a la gesta de 1910, al Estado posrevolucionario y a su intervención en la vida económica como las fuentes originarias de los grandes males del país. La seriedad de los argumentos varió. Diversos personajes, que terminarían encabezando a grupos intelectuales con más coincidencias ideológicas que diferencias prácticas, pusieron sus credenciales académicas –algunas con mayor o menor brillo que otras- a propósito de este discurso, que sentiría en 1991, tras la disolución de la Unión Soviética, un triunfo absoluto, con el agregado de que, desde las izquierdas, no tendría contrapunto ideológico que le hiciera sombra. 

Así, grupos políticos con tamiz de constituciones culturales, como las agrupaciones de dos importantes publicaciones (las revistas Letras Libres –heredera de Vuelta– y Nexos), serían el faro que auparía con mayor fuerza este  ideario, con el agregado de que en otros ámbitos –la prensa, la televisión, la radio- habría quien, con menor complejidad pero misma insistencia, secundaría los argumentos neoliberales contra la Revolución, el estatismo, el populismo, el Estado interventor, y en pos del liberalismo, el “revisionismo histórico”, la corrección de la “historia oficial”, el desmentido de los “mitos revolucionarios”, la superación de los “traumas del nacionalismo” y la crítica contra las izquierdas. La base de todo fue la lógica individualista y el credo en pos del libre mercado. Pero la paradoja persiguió siempre a este ideario, en tanto que su difusión masiva y, desde luego, su manutención económica, nunca fue producto del interés del gran público, sino gracias a la manutención estatal –a base de gastos en “publicidad oficial”- y la complacencia política de quien ostentó el poder a partir del régimen neoliberal.  

A partir de ese momento, los problemas mexicanos ahondaron sus vetas. La desigualdad y la pobreza se dispararon. Las instituciones sufrieron un deterioro inusitado. La pérdida de soberanía y vulnerabilidad frente al exterior se acrecentaron, la corrupción se elevó a niveles que sonrojarían a las camarillas hamponiles del alemanismo. El gran éxito del régimen neoliberal, sin embargo, fue en el terreno ideológico, donde logró campear en un amplio espectro de mexicanos la idea que, a pesar de todo, las cosas marchaban bien, la cúpula del gobierno tomaba medidas duras pero necesarias y que los individuos eran responsable de sí, incluso en cuestiones colectivas. 

A pesar de las amplias exploraciones académicas sobre las implicaciones del régimen neoliberal, ahondar en lo relativo a ese triunfo solitario, y pernicioso, es aún un tema inacabado. De ahí resalta la trascendencia del estudio que Aldo Fabián Hernández Solís nos comparte en estas páginas. 

El profesor Hernández Solís logra un acierto metodológico tremendo al compaginar tanto la reflexión sociológica relativa a los principios básicos del neoliberalismo como ideología –la teología económica de mercado, el individualismo filosófico y la idea del egoísmo y cálculo racional en la economía-; con un recorrido histórico que permite observar las condiciones temporales y acontecimientos que permitieron florecer al sentido común neoliberal mexicano, y toma como eje rector de su análisis a los grandes portavoces de ese ideario en México, que el autor, con gran acierto, divide en dos grupos: uno que contaba con un prestigio académico y cierto enfoque histórico con el cual interpretar la realidad (donde descuellan historiadores como Aguilar Camín y Enrique Krauze) y otro que, sin la menor solidez intelectiva, funge como repetidor de consignas y emisarios de panfletos, como si fueran productores en masa de ideas chatarra (y en ese campo el autor ubica a autores de pasquines falsificadores de la historia, como Francisco Martín Moreno, cuyo fin no es reabrir debates de temas del pasado, sino desprestigiar a personajes y procesos que ellos consideran precursores de cualquier viso de solidaridad o colectividad). 

El rastreo que hace el doctor Hernández Solís es exhaustivo. Apunta a las raíces. Este estudio deja claro un tema que hoy es de suma relevancia: si bien el neoliberalismo tuvo su toma de poder en los años ochenta del siglo pasado, sus raíces ideológicas van mucho más atrás y se fincan en el esfuerzo conservador de Luis Montes de Oca, quien pretendió importar, en el terreno intelectual, las ideas de Hayek y Von Mises, en la década de los treinta de ese siglo y, más allá, vincula ese pensamiento con el escepticismo que el conservadurismo mexicano  vio en la Revolución mexicana. De ahí que un tenor conceptual fundamental para definir al neoliberalismo mexicano, muy bien sustentado en este trabajo, es el de “contrarrevolución”, actitud anclada en la mentalidad reaccionaria de todos los lugares y todas las épocas, aunque en el caso mexicano sus precursores se hayan esforzado por definirse a sí mismos como “liberales”. 

Y es en ese esfuerzo académico que el doctor Hernández Solís pone de relieve otra paradoja que abona en el haber de las voces neoliberales: la adopción de la democracia como mantra, más que como convicción verdadera. No es casualidad que el libreto neoliberal en lo económico tenga su correlato político con la idea de la “transición”, que suelen interpretar como un proceso difícil pero claro, que ha gestado presuntas instituciones infalibles, reglas claras en la competencia electoral y condiciones de equidad para que la lucha política sea una especie de civilizado juego de naipes donde todos acatan las reglas y los abusos, excepcionales y parte de nuestra carga histórica, son castigados. 

Este discurso sobre la “transición democrática”, empero, adolece de perspectiva histórica. Deja fuera de sí hechos contundentes: el apuntalamiento del neoliberalismo mexicano en el poder no fue resultado de una decisión electoral, como ocurrió en el mundo anglófono con Tatcher y Reagan, sino que fue a través de una vía no democrática, en el mismo tenor que América Latina. Si el primer gobierno neoliberal de la región fue la dictadura de Pinochet en Chile, aupada a través de un golpe de Estado, en el caso mexicano ese ideario se consolidó en el gobierno a través del fraude salinista en 1988. 

Las luchas democráticas que vinieron después costaron mucho y se dieron más abajo que arriba. Pero el foco neoliberal se centró en los grandes acuerdos cupulares y en los pactos interpartidistas para suponer que el pluralismo posterior a 1977, a raíz de la Reforma Política, y 1994, a partir de la creación del IFE, era ya un síntoma de plena salud democrática.  

Las grandes taras fraudulentas posteriores a la transición y a la alternancia en el año 2000 tampoco quitaron el sueño a los intelectuales del neoliberalismo. Lo que sí les generó disgusto fue la reacción popular contra esas trampas. No fue ninguna casualidad que en la elección de 2006 –año clave para comprender el momento mexicano contemporáneo-, todos los intelectuales del neoliberalismo (tanto los de mayor prestigio académico como los ideólogos menores) hayan clamado al unísono la validez de la contienda, sin reparar en el fraude que ese año se cometió –y documentó sólidamente- en contra de las izquierdas partidistas. En vez de centrar sus críticas en aquellos que usaron el aparato institucional para cometer delitos electorales, enfocaron sus baterías contra la ciudadanía que documentó de sobra las chicanas y se movilizó contra ellas. 

Los derroteros a partir de ese año fueron distintos. Una fuerte cauda de los ciudadanos defraudados optó por la formación de un movimiento político que alcanzaría el poder en la elección más contundente de la historia mexicana en 2018; mientras que los intérpretes de la pulcritud institucional se ensañaron contra ellos como oposición. Decidieron alzar la voz no contra el poder, sino contra quien se oponía a sus abusos. 

Es esa otra paradoja del régimen neoliberal: asumir una defensa a ultranza de la democracia pero mostrar un desprecio curioso en contra de los ciudadanos que la componen, y que, en diversos momentos, han alzado la voz para hacer visibles los excesos abundantes del poder. ¿Cómo ha sido posible congeniar ese amor por la democracia pero desprecio por el pueblo?  

La respuesta a esa pregunta está implícita en el amplio trabajo del profesor Hernández Solís, quien desde la investigación doctoral une aristas y marca un hilo conductor que, en conjunto, articula cómo se construyó en México el ideario neoliberal y cuáles son las tesis fundamentales y repercusiones de sus voceros más encumbrados. 

Este esfuerzo desde la academia, sin embargo, no entraña una pulsión elitista, como suele ocurrir a veces en el ámbito científico. El autor hace suyas las tesis de Mills sobre la imaginación sociológica y sabe que su labor no sólo es sobre la sociedad sino que se debe a la sociedad. De ahí que a la par de un rigor filosófico e histórico, este trabajo se confecciona a través de la principal herramienta metodológica del científico social: artesanía intelectual y claridad en la redacción, que de ningún modo son sinónimos de “simpleza” sino de orden conceptual y respeto al lector. 

Al final de cuentas, el autor sabe que todo trabajo sociológico es un intento de la sociedad de explicarse a sí misma. Por lo tanto, el alcance de sus resultados debería ser lo más amplio posible y no reducirse a élites o especialistas. Hoy que México vive tiempos de cambio y contradicción política –dado la posible transición a un régimen posneoliberal-, el trabajo del doctor Hernández Solís constituye un elemento notable para entender de qué momento histórico venimos. Saber eso es no sólo un aporte científico sino una necesidad colectiva. De ahí que sea un orgullo contribuir con el prólogo de este valioso trabajo.  

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