El alcalde lo agarró por la muñeca. -Anestesia -dijo. Sus miradas se encontraron por primera vez. -Ustedes matan sin anestesia -dijo suavemente el dentista. La Mala Hora Gabriel García Márquez En estas semanas, de desasosiego popular y de flamante gobierno ceocrático y de corte cínico-fascistoide, se impone una disputa de gran movilidad subjetiva: el […]
El alcalde lo agarró por la muñeca.
-Anestesia -dijo.
Sus miradas se encontraron por primera vez.
-Ustedes matan sin anestesia -dijo suavemente el dentista.
La Mala Hora
Gabriel García Márquez
En estas semanas, de desasosiego popular y de flamante gobierno ceocrático y de corte cínico-fascistoide, se impone una disputa de gran movilidad subjetiva: el lenguaje como instrumento de imposición de «sentido común». Es sabido, hasta el hartazgo, que el lenguaje no es la realidad, pero es un instrumento básico para descifrarla, relatarla y transformarla.
No hay nada casual en que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), el Centro Cultural Kirchner, el Instituto Dorrego, el Archivo Nacional de la Memoria o un programa de televisión -de disputa simbólica-, entre otros espacios, hayan sido objeto de las primeras trapisondas gubernamentales de quienes, en nombre de institucionalidad y republicanismo, llegaron por medio del sufragio universal secreto a la conducción del gobierno nacional -no hay olvidar el escaso margen porcentual, ni desdeñarlo-.
Es obvio, por otra parte, que no deben desmerecerse todos los intereses operantes para que se derogue por Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU), por ejemplo, la LSCA.
Cuando digo gobierno ceocrático sustento la categorización en, al menos, dos fuentes periodísticas: El país atendido por sus propios dueños y sus dos subnotas, y Filantropía empresaria. Allí existenten datos suficientes. Es, por lo tanto, una caracterización proveniente de evidencias directas.
Más compleja es la categorización «gobierno de corte cínico-fascistoide».
Parafraseando a S. Zizeck, cínicos son aquellos que saben lo que hacen pero aun así lo hacen. Aquellos que saben muy bien la distancia que hay entre la máscara y la realidad pero prefieren mostrar (o mantener) la máscara. Aquellos que confrontan con el enriquecimiento ilegal argumentando que el enriquecimiento legal es mucho más efectivo y además está protegido por ley, mientras hacen la ley. Aquellos que, de forma notable, vestidos con el ropaje de la verdad mienten para lograr un efecto de franqueza cautivadora.
Para G. Deleuze y F. Guattari «esta edad del cinismo es la de la acumulación del capital, es ella la que implica tiempo, precisamente para la conjunción de todos los flujos descodificados y desterritorializados» y propiamente «el cinismo es el capital como medio para arrebatar el excedente de trabajo» apareciendo la piedad que «es ese mismo capital como capital-Dios del que parece que emanan todas las fuerzas de trabajo».
Siguiendo a P. Sloterdijk, el cinismo es «la maniobra de un yo político que piensa en primer y último término en sí mismo», presentando «una relación modificada al acto de decir la verdad», así «el funcionalmente agente del capital, intencionalmente es demócrata; el que con relación al sistema es funcionario de la cosificación, con referencia al mundo de la vida es autorrealizador; el que objetivamente porta la destrucción, subjetivamente es un pacifista; el que de por sí desencadena catástrofes, para sí mismo es la inocuidad misma».
Más compleja puede parecer la denominación «fascistoide». Un ejemplo sirve, a la vez que reúne todas las condiciones del discurso cínico, para que se comprenda el término (aunque no lo abarque en su totalidad): Gabriela Michetti sostuvo que «cuando uno paga impuestos, lo que está pagando son servicios de educación, de salud, de seguridad y de Justicia», y «no un Estado al cual yo tengo que pagarle una cantidad enorme de militantes de algún partido político» (Página 12). Conviene remarcar, aunque no me desviaré en ese tema, el cinismo en la subversión terminológica de Michetti donde reemplaza derechos por servicios.
Tanto la vicepresidenta como Hernán Lombardi, por estos días, han emprendido una cruzada mediático-lingüística para imponer «sentido común». Trabajador del Estado comienza a leerse de manera equivalente a «ñoqui» y a «ñoqui militante» (estigmatización del trabajador del Estado), y que en el Estado no deben trabajar militantes de partidos políticos. Esto último es, lisa y llanamente, persecución política. Y son los fascismos de toda laya los que se han encargado de perseguir y proscribir a la militancia política. Sumado a que cuando se le consultó acerca del motivo de los despidos en el Senado de la Nación, la vicepresidanta contestó que lo que «uno puede intuir es que la gran mayoría no son personas que tengan una función asignada» (los despidió por intuición).
Por otro lado, debemos preguntarnos sobre el violento ejercicio de imposición de miedo -a «estar desempleado», en este caso- que se ejerce al hacer averiguaciones de antecedentes militantes (en el ámbito de cultura de la provincia de Buenos Aires, informó el periodista Alejandro Bercovich, se pide el chequeo de Facebook de las/os trabajadoras/es). Para trabajar en el Estado, según estos hechos, se debe ser a-político, un ong-eísta, un ceo-ísta, por ejemplo -una vuelta de tuerca más en aquello de la desideologización: o sea, el discurso eminentemente ideológico que dice de sí no ser ideológico-. Todo esto no es nada casual, en épocas -que creíamos pretéritas- donde el Tribunal Superior de Justicia de Ciudad de Buenos Aires avaló que «la policía pida documentos sin motivos de sospecha«, y en la que el Ministro de Hacienda les pregunta a los sindicalistas hasta qué punto se puede arriesgar salario a cambio de empleo, proscribiendo -en el ejercicio de la intimidación- las negociaciones paritarias.
La destrucción del salario no se puede dar sin la destrucción de la subjetividad del asalariado (en lenguaje clasista: sin la destrucción de la conciencia de clase) y sobre una difamación enjundiosa acerca de la «calidad» del asalariado (en este aspecto, parecería ser que un/a no-militante político/a es mejor trabajador que un/a militante político/a). Por ello lo simbólico y lo económico va estrechamente concatenado, sino bajo qué lógica se explica que en un programa televisivo -cuyo nombre es una jactancia del destrato- se asegure, por boca de su conductor falacia mediante, que es imposible el aumento salarial a docentes porque los ñoquis se llevan la plata que les corresponde. Imposición de una «lógica-verdad mediática» que no resiste lo fáctico, la evidencia empírica, pero que opera permeando subjetividades e imponiendo «sentido común».
«La enorme difusión publicitaria que se da hoy a los problemas económicos, y la terminología semitécnica que los periodistas usan cada vez con mayor entusiasmo, han logrado que el público intelectual esté aceptando poco a poco cierta manera de hablar que lo separa cada vez más de la realidad, mientras lo consuela con una ilusión de sabiduría profunda» comienza diciendo O. Varsavsky en Las Falacias del Lenguaje Económico.
Para contar con «enorme difusión publicitaria» se necesita tener unicidad de lenguaje, unicidad de discurso, unicidad de pensamiento, concentración unitaria de contenidos (y medios). La abolición de la LSCA cumple ese rol. Y neologismos como «fin del cepo» (devaluación), «sinceramiento de precios» (inflación alta), «emergencia estadística» (no se darán a conocer índices estadísticos oficiales) se imponen como matriz rectora del discurso cotidiano.
Varsavsky sostiene que «el lenguaje contable, monetario, está adaptado a las necesidades de la empresa privada y el mercado, en una economía de lucro», sustentado en indicadores cuantitativos globales (de crecimiento, inversión, inflación, déficit, etc., según criterios y costumbres que convienen a los organismos internacionales de financiación), y advierte que «los economistas experimentados saben muy bien lo que se esconde detrás de cada indicador global, y pocos textos de economía ponen algún párrafo de advertencia al lector en el primer capítulo. Pero estos temas -a diferencia de la Mecánica Cuántica- no son de manejo exclusivo de los especialistas; son de interés popular directo, y expresarlos en lenguaje falaz no ayuda a la gente a defender sus verdaderos intereses».
¡Ahora Davos! La búsqueda de «capitales», de «inversiones». Allí la piedad deleuziana: capital-Dios del que parece que emanan todas las fuerzas de trabajo. Mientras tanto, cuatro mil quinientos cesanteos laborales en municipalidad de La Plata, tres mil en la de Mar del Plata, dos mil en el Senado Nacional, mil en la de Lanús, mil en la de Quilmes, seiscientos en el Centro Cultural Kirchner…
Bajo la estigmatización de ñoqui, que permite despedir trabajadores sin más, subyace la ideología del «achicamiento del Estado», y es reabsorbida la del «Estado contratista», donde lo privado tiene prevalencia exclusiva y dominante (privado que es financiado con los impuestos que cada uno de los habitantes del país paga; y no nos confundamos: las tarifas de gas y luz aumentarán, lo que no quiere decir bajo ninguna circunstancia que esas empresas no sigan percibiendo subsidios del Estado).
¿Qué tiene que ver la «intervención» totalitaria al Archivo Nacional de la Memoria (ANM) con lo económico? Primero digamos que totalitaria es una categoría apropiada para describir a este gobierno que no necesita ni del congreso para modificar leyes ni respeta las decisiones judiciales que lo desfavorecen a la vez que intimida a la procuradora de la Nación (gobierno ceocrático y de corte cínico-fascistoide y totalitario).
En el ANM se salvaguardan, fragmentariamente, historias de las persecuciones político-ideológicas sufridas por quienes que se enfrentaron decididamente a un régimen político-económico -en gran mayoría la clase trabajadora-. Desde el actual gobierno indicaron que le pondrán su impronta al ANM, y a todo lo que es el predio de la Ex-ESMA, relevando al actual director del ANM con mandato hasta el 2019 por pertenecer a una corriente política -nuevamente, persecución política- sin mediar consulta alguna a los organismos de Derechos Humanos quienes siempre entendieron e intervinieron al respecto.
Administrar la historia es una tarea pedagógica esencial, que puede ser o bien disciplinadora (coloniaje pedagógico, a decir de A. Jauretche) o bien emancipadora, por ponerlo en un binarismo simplificador (no por ello menos realista). No hay dudas que a un sistema económico de opresión no le resultan simpáticos los modelos que dan cuenta de otras posibilidades de construcción político-social.
El ministro de Cultura de la Nación, cuya «ineficacia para gestionar es proverbial en el ambiente cultural» y que dentro de las dictaduras su preferida es la Libertadora, sin más argumento que el canyengue «la pifiaron en promover una visión única sobre el pasado«, en nombre de la pluralidad, cerró el Instituto Dorrego (podría haber creado, en contraposición, el Instituto Juan Lavalle, en vez de cerrar al Dorrego). ¿Qué tiene de particular este instituto con la economía? Lo mismo que sostuve antes respecto del ANM.
Los historiadores de profesión podrán, bajo tecnicismos disciplinares (y político-ideológicos también), debatir acerca de cuestiones de métodos y formas del relato histórico -y es en este debate donde emerge lo plural, no hacia adentro del Dorrego-, pero la nueva muerte de Dorrego promueve el unitarismo a ultranza y borra (al menos en pretensión) círculos que puedan establecer miradas y formas de contar los sucesos desde una perspectiva (de las múltiples existentes) de las luchas populares latinoamericanas frente a la imposición de medidas que no representaban los intereses populares (sin descuidar, por cierto, que el federalismo de Dorrego es sofisticado o de vanguardia -conviene guardarlo, a los efectos de seguir equiparando federalismo con «barbarie», sobre la base de una dicotonomía que ha ocasionado abundante perjuicio y prejuicio al momento de comprender nuestro pasado argentino-latinoamericano-).
Una clase popular, sin perspectiva histórica, es propensa a contribuir a un derrotero que sea su propio calvario. Vale decir que las clases populares no escriben -necesariamente- su historia en o desde el Estado (el legado de los federales del interior, en el siglo XIX, es un ejemplo de ello, por citar sólo uno y a cuento de Dorrego). Hay que tener suficiente cuidado e identificar exhaustivamente cuándo y cómo los poderosos aparados ideológicos de Estado son puestos al servicio de la aniquilación de la historia de las clases populares, y de la manipulación extrema de la subjetividad social, consecuentemente estarán operando sobre la economía y, entonces, diezmando y pauperizando al pueblo en su conjunto.
-Deme cualquier cosa extranjera -dijo [el alcalde].
-Esto es mejor que cualquier cosa extranjera -dijo don Lalo Moscote-. Está garantizado por tres mil años de sabiduría popular.
La Mala Hora
Gabriel García Márquez
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