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Lo que está detrás del paro agrario argentino

Fuentes: La Jornada

Argentina es un país altamente urbanizado, pero que depende esencialmente de la exportación de materias primas rurales. De ahí la posibilidad, para quienes controlan el mercado de carne, de soya y de cereales, de amenazar con hambrear a las ciudades y paralizar las exportaciones, chantajeando política y económicamente al gobierno nacional y anulando, de hecho, […]

Argentina es un país altamente urbanizado, pero que depende esencialmente de la exportación de materias primas rurales. De ahí la posibilidad, para quienes controlan el mercado de carne, de soya y de cereales, de amenazar con hambrear a las ciudades y paralizar las exportaciones, chantajeando política y económicamente al gobierno nacional y anulando, de hecho, por la fuerza, tanto la voluntad popular, expresada deformadamente en los resultados electorales, como los planes y políticas nacionales de las autoridades. El llamado paro rural -en realidad, el lock-out de los empresarios del campo- es una expresión cruda de la lucha por el poder entre dos fracciones capitalistas, como lo indica el apoyo de las cámaras de industriales al gobierno en su enfrentamiento con la oligarquía ganadera-sojera-exportadora organizada en la Sociedad Rural (entidad que promovió y respaldó todas las dictaduras en el país) y las otras organizaciones del campo que, a pesar de sus diferencias hasta de clase con ésta, la respaldan en este enfrentamiento con el gobierno.

Recapitulemos: casi 80 por ciento de la tierra agrícola argentina está sembrado hoy con soja, que en la última cosecha rindió más de 48 millones de toneladas, que se cotizan hoy en 151 dólares la tonelada (en los dos últimos días subió cuatro dólares) para la primera semana de abril. Haga las cuentas y tenga en consideración que casi 60 por ciento de ese mercado está en manos de los grandes sojeros (en realidad, de cuatro trasnacionales, dos de ellas argentinas). La soja, que se paga mucho más que otras commodities, «se come» por consiguiente la producción de cereales para alimentos y el pan sube, por lo tanto; y «se come» la ganadería, con lo cual escasea la carne, que sube de precio. Además, el monopolio sojero fija altos precios para el aceite y otros subproductos y ese monocultivo expulsa decenas de miles de familias campesinas. Los expertos agregan que la soja destruirá los suelos argentinos en 15 años. Pero ese promedio quiere decir que las excelentes tierras pampeanas durarán más y en cambio los suelos frágiles de las provincias marginales desaparecerán antes: la sojización equivale en efecto a la desertificación, al desmonte, a la contaminación de las aguas y de la tierra, a la desaparición de bacterias y especies animales útiles, y la fumigación aérea envenena ya a los campesinos y los pueblos cercanos, mientras los demás productos del campo sufren el impacto de esta competencia.

La política del gobierno, por su parte, consiste en estimular la industria y en sostener el empleo (construcción, servicios, desarrollo industrial) sobre la base de bajos salarios reales (para permitir grandes ganancias a los empresarios e inversionistas) y de un dólar caro, para abaratar las exportaciones argentinas, incluso industriales, y frenar las importaciones. Ojo: los sojeros y otros grandes sectores rurales también invierten en la construcción, en el boom inmobiliario y en la industria y ganan enormemente gracias a la política monetaria que les permite exportar. No se pueden quejar pero disputan el poder al sector que privilegia a la industria y que debe subsidiar el consumo de alimento y los servicios (sobre todo, el transporte) de los sectores más pobres (casi todos urbanos) de la población nacional para mantener bajos los salarios reales y que, por lo tanto, cobra impuestos a los más ricos (la llamada «retención» de una parte de las ganancias logradas por los sojeros es en realidad un impuesto). Dichos impuestos, en Europa, llegan a 40 por ciento del producto interno bruto y en Argentina están muy por debajo de esa cifra. Además, la tasa de ganancia europea, en las finanzas, es 5 por ciento, y en la industria, 10 por ciento, mientras que en Argentina la misma se quintuplica, de modo que quienes, como el diario La Nación, hablan de «confiscación» o «expropiación» son demagogos sin escrúpulos. El gobierno no sólo respeta la propiedad capitalista sino que la defiende y mantiene al aceptar sin crítica alguna el actual modelo y al no intentar siquiera aplicarles a los exportadores un régimen similar al implantado en el primer gobierno de Perón (1946-1952) mediante el Instituto Argentino Promotor del Intercambio, que monopolizaba el comercio exterior de productos agrarios y, con la diferencia entre los precios internacionales y los internos, hacía escuelas, obras públicas, promovía el desarrollo en las provincias y la industrialización.

El gobierno acepta de buen grado que cuatro empresas trasnacionales se queden hoy con ese enorme excedente y se limita a tratar de ponerles un impuesto moderado sin intervenir en el campo, ni siquiera como los hacían los gobiernos conservadores hace 70 años, creando juntas reguladoras. Para él, el libre mercado es sagrado y el interlocutor no son los trabajadores sino la Unión de Industriales, no son los trigueros sino los grandes harineros, no son los campesinos sino las organizaciones de la patronal rural, no son los consumidores sino los supermercados. No hay pues conflicto entre clases opuestas sino un conflicto intercapitalista en el que los rurales tienen en rehenes a los pobladores urbanos al fabricar una gran carestía de alimentos y un aumento de precios de los mismos para arrojar a los sectores urbanos empobrecidos contra el gobierno. El hecho de que las cuatro trasnacionales que controlan el mercado sojero y la Sociedad Rural hayan podido arrastrar en su lock-out a los pequeños y medianos empresarios agrarios (no así a los campesinos) y la utilización política del conflicto por la derecha y por los medios, debe ser analizado aparte.

El paro rural argentino es una mezcla entre un lock-out empresarial, un paro de pequeños productores, un intento político de desestabilización del gobierno peronista-distribucionista, una protesta legítima contra la arrogancia y el autoritarismo de las autoridades y una protesta atrasada pero legítima del interior contra la centralización del poder en la ciudad de Buenos Aires, que hace imposible el desarrollo local y el federalismo político.

Los pequeños campesinos están desapareciendo y poblando las zonas marginales urbanas desde hace rato, expulsados por la extensión de la soja, a la fuerza, sobre las tierras marginales que ellos explotaban (la soja incorporó el año pasado 4.5 por ciento más de tierras, desmontando o incluso expulsando campesinos de tierras fiscales cuyo «propietario» aparecía misteriosamente de la noche a la mañana y vendía a los sojeros).

Por eso las organizaciones de pequeños campesinos, de Santiago del Estero o de Córdoba, no sólo no han apoyado este movimiento sino que también lo condenan y exigen una reforma agraria que les garantice tierra, insumos, apoyos, y quite poder a sus enemigos directos. Pero decenas de miles de pequeños productores, agrupados en la Federación Agraria Argentina (FAA), una organización integrada a principios del siglo pasado por colonos y trabajadores agrícolas anarquistas y socialistas que formaban cooperativas y luchaban contra los monopolios agroindustriales, son los que actúan como la tropa de choque de la Sociedad Rural, cortando rutas y haciendo manifestaciones en los caminos y pueblos del interior. Hay que recordar que hace unos años esa misma FAA, en cuya dirección hay integrantes del Partido Socialista, formaban parte del Frente Contra la Pobreza junto con la Central de Trabajadores Argentinos y grupos piqueteros y se oponían a la política neoliberal cuyas consecuencias habían sido el hambre, la desocupación y el empobrecimiento, del mismo modo en que vastos sectores de las clases medias urbanas asalariadas formaban asambleas populares y gritaban «¡Piquete y cacerola, la lucha es una sola!» (mientras hoy hacen piquetes los empresarios agrícolas con máquinas y medios de transporte muy costosos y los cacerolazos, con ollas de lujo y de acero inoxidable, son obras de las «señoras bien» de los barrios ricos y de sus retoños elegantes y con zapatos de 150 dólares). ¿Por qué ese cambio? En parte, por el mismo sectarismo político antiperonista que lleva a la mayoría del Partido Socialista a aliarse con la derecha gorila, a la CTA y a los piqueteros maoístas de la Corriente Clasista y Combativa (CCC), hasta hace poco aliados con Kirchner, y a grupúsculos de esa ultraizquierda del 0.01 por ciento en los comicios, como el llamado Partido Obrero, a apoyar el paro agrario hablando de «rebelión popular». En parte, por la idea estúpida de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo y por la idea oportunista de que si se debilita al gobierno, se podrá después negociar con él en mejores condiciones el reconocimiento (la CTA), algunas bolsas de comida más (la CCC y también PO) y posiciones en el subgobierno. Pero también porque ante la miseria, el asalariado empobrecido reacciona junto a los otros trabajadores y, cuando sale de aquélla, trata en cambio de diferenciarse del desocupado y del pobre sintiéndose «clase media» y de mantener «el orden» o sea, se va a la derecha, mientras el pequeño propietario agrícola, que trabaja directamente la tierra, en las malas es «pueblo» y en las buenas «empresario», aunque tenga el campo hipotecado y gane mucho menos que los grandes sojeros, pues la soja que siembra en pocas hectáreas no le permiten ser millonario sino apenas mejorar su nivel de vida y sus medios de transporte y de producción, que compra a crédito (y los impuestos le quitan los medios para pagar lo que pidió prestado). Muchos pequeños agricultores arriendan sus tierras a los gigantescos «pools de siembra», que no poseen tierra propia y explotan a muerte la ajena con grandes medios que los pequeños propietarios no poseen. Éstos siguen, pues, ideológica y políticamente, a sus supuestos benefactores. La estupidez y la arrogancia del gobierno, que así como manda la policía contra los trabajadores para resolver la cuestión social y los conflictos gremiales sólo piensa en la represión policial para disolver los cortes de ruta, hacen el resto.

Una hectárea de soja no rinde lo mismo en las provincias pobres que en la de Buenos Aires, con su tierra fertilísima que no requiere insumos, y en la explotación sojera hay economías de escala, de modo que los grandes cultivadores gastan menos y ganan más por hectárea. Por eso aplicar las mismas retenciones (impuestos) a los pequeños propietarios y a la oligarquía es injusto y provoca que aquéllos se junten con ésta y sean sus tropas de choque políticas. Por supuesto, el país debe exportar, pues se necesitan divisas. Pero habría que crear juntas reguladoras, un nuevo tipo de monopolio estatal del comercio agroindustrial exportador, al estilo del viejo IAPI, desarrollar planes de promoción de los pequeños agricultores para separarlos de la Sociedad Rural, atribuir parte importante del control de los impuestos a las municipalidades y provincias, fijar planes prioritarios de siembra de alimentos, dar apoyo técnico y fletes a los productores pequeños, controlar de cerca de los pools de siembra, que son empresas financieras, organizar a los consumidores y a los pequeños campesinos, hacer que los municipios controlen las fumigaciones sojeras, crear cinturones hortícolas para el abastecimiento urbano y zonas forestales para alejar la soja del poblado. Habría que decidir una reforma agraria que dé tierra a los campesinos y pueble el campo. Pero, sobre todo, se necesita una izquierda independiente, que piense en alternativas y que imponga al gobierno el abandono de su decisionismo verticalista, para poder dialogar y hacer política y no pensar más en soluciones policiales ni en tirar «la bomba de negrones», o sea, recurrir a la violencia de matones piqueteros oficialistas contra las manifestaciones, por opositoras que éstas sean. Sin izquierda -y en la Argentina no la hay- no hay tampoco democracia.