En años de adolescencia, la represión dictatorial, aunque solapada, estaba en todas partes. No nos resignábamos. Buscábamos afanosos un presente tolerable. Y vislumbrábamos un futuro diferente.
Era difícil y peligroso ser joven allá por 1976 y 1977. El autor de estas líneas contaba en 1976 con 17 años. El golpe nos había caído encima después de la progresiva degradación del gobierno de María Estela Martínez de Perón. Apenas sospechábamos lo que vendría.
Maltrato y represión al acecho
La zona en que más nos movíamos tenía límites barriales imprecisos. Casi nadie se preocupaba de averiguar los lindes verdaderos, cada quien tenía su propia “teoría” al respecto y era capaz de porfiar sobre la denominación correcta, sin ponerse nunca de acuerdo.
El mismo lugar podía ser atribuido a Floresta o Villa Devoto. A Villa Luro o a Villa Real. Y desconocíamos la existencia de Montecastro, incorporado después a la nomenclatura barrial más difundida. Veinte años después nos enteramos de que algunxs habíamos vivido allí.
Todos los lugares a los que concurríamos estaban de algún modo “intervenidos” por la Policía Federal y otras fuerzas.
Cualquier trasnoche bostezada en uno de los viejos bares con billares que había en Villa Luro/ Floresta podía ser interrumpida por la policía pidiendo los documentos de todxs los asistentes. Y no se conformaban con examinarlos en el lugar sino que los recogían y se los llevaban por unos minutos.
Se decía que en los patrulleros había un sistema llamado digicom. A través de ese “aparatejo” las fuerzas de “seguridad” podían conocer en cuestión de segundos los antecedentes penales o policiales del titular del documento respectivo.
Llegamos a creer que era un mito, hasta que indagaciones posteriores nos confirmaron su existencia real. Bien sabíamos que no habíamos estado presos, pero cómo confiar en las informaciones del mencionado dispositivo.
En aquella época sin computadoras personales ni celulares, la “sabiduría” de los artilugios tecnológicos era algo librado a la imaginación… Y sobre todo al miedo que nos infundían las continuas intromisiones policiales. Esperábamos la devolución del documento con la respiración contenida.
Dentro del grupo algunxs habían dejado de militar y otrxs no lo habíamos hecho. No portábamos ningún material “sospechoso”. Eso aminoraba bastante la sensación de peligro, pero distaba de hacerla desaparecer.
Otro de lxs flagelos represivos de la época eran los policías de civil, en general trajeados y con anteojos oscuros, a los que identíficabamos como “Coordinación Federal” o simplemente “la coordi”.
Ellos (eran siempre varones) aparecían en actitud más atemorizantes, precedidos por el sonido de sirenas más estruendosas que las policiales. No se limitaban a pedir documentos: “todo el mundo contra la pared” era su “grito de guerra”. Palpaban de armas, preguntaban domicilios, interrogaban sobre los motivos de la presencia en el lugar. Inquirían el nombre y el apellido de quienes estaban con nosotrxs. Es probable que porque suponían que los “subversivos” se conocían sólo por el “alias”.
Recuerdo una vez que irrumpieron en medio de un baile de carnaval en el club Defensores de Lamadrid, de Villa Devoto. Tuvieron un buen rato interrumpido el baile. Al parecer no buscaban “subversivos”, sino a los protagonistas de una reyerta que había ocurrido un rato antes en el club, y alguien había denunciado. No recuerdo que hayan arrestado a nadie, pero dejaron la estela de chicas y chicos aterrorizados por esa sombría circunstancia.
Nos paralizó por un rato un temor intenso, a pesar de que ni sospechábamos que la sede de “Coordinación” era en esos días un centro clandestino de detención de bastante envergadura.
También, en un par de ocasiones, se nos aparecieron “de la nada” grupos vestidos con ropa informal y sin ninguna señal identificatoria, apuntándonos con armas cortas. La primera vez creímos sufrir un asalto de “delincuentes comunes”. Hasta que el habitual palpado de armas y el pedido de los documentos nos percataron de que nos habíamos topado con alguna otra encarnación del multiforme aparato represivo.
Nuestro café preferido para las noches de demoradas conversaciones, muchas veces luego del cine o el baile, era El Volante, en la esquina de Álvarez Jonte y Lope de Vega. Cuando comenzamos a ir era un bar viejo, un tanto deteriorado y con un par de mesas de billar. Después lo remodelaron y quitaron los billares. Ya no era lo mismo, pero seguimos yendo. La refacción se había llevado a nuestro incipiente aprendizaje sobre el tapete verde, y a un aire “atorrante” que ya no recuperó.
Allí las incursiones policiales eran también frecuentes. Quizás nuestra familiaridad con el lugar nos llevaba a percibirlas como menos amenazantes.
Nuestra parada diurna era en la plaza “Don Bosco”, situada delante del hospital Vélez Sarsfield. Solíamos autodenominarnos como “la barra de la plaza”. Mientras el sol aún brillaba, no había problemas. Cuando la falta de dinero no dejaba margen ni para tomar un café, íbamos también por las noches.
Tampoco aquel sitio ofrecía protección frente a los atropellos de “las fuerzas del orden”. Si nos aposentábamos en torno a algún banco cerca de la calle, estábamos expuestos a que la rutinaria ronda de algún patrullero se entretuviera en interrogarnos y en ordenarnos que “circuláramos”.
Si nos recluíamos en el interior de la plaza éramos menos visibles. Cuando los policías nos descubrían igual, nuestra calificación como “sospechosos” se incrementaba.
Sombras sobre la escuela.
Los últimos años de escuela secundaria los hice bajo el azote de un director autoritario y de propensiones “policiales”. Se inclinaba a llevar la “disciplina escolar” como un ejercicio en el que desplegaba las que creía eran sus aptitudes detectivescas para descubrir a los responsables de la menor transgresión o travesura. Después venían castigos desmesurados y arbitrarios.
Allá por 1976 planeaba sobre nosotros la sombra amenazante de esa “autoridad escolar”. Se le atribuían vínculos con “los servicios”. Verdad o leyenda, había quien juraba que en su escritorio atesoraba una sirena portátil que podía adosar a su auto en cualquier momento.
Algunxs profesorxs o preceptorxs, con mayor o menor grado de conciencia, se encaramaban en el clima represivo del momento, más allá de lo que la subordinación al director les imponía.
El secretismo, los silencios ominosos, la arbitrariedad esgrimida hasta con orgullo, eran atributos que los esbirros de la violencia simbólica en la escuela utilizaban hasta el cansancio. Ni hablar de los obsesivos controles del largo del cabello, la prohibición del menor rastro de maquillaje para las alumnas y la imposición del escrupuloso afeitado de los alumnos.
En septiembre de 1976, mientras cursábamos quinto año, la cara más brutal de la represión nos sacudió de cerca. Fue a unas cuadras de la escuela, sobre la calle Corro. Centenares de soldados del ejército y de agentes de distintas fuerzas de seguridad, cercaron a cinco integrantes de Montoneros. Todo el barrio quedó militarizado.
El pequeño grupo de militantes decidió resistir hasta la última bala en combate muy desigual. No salieron con vida. Años después nos enteramos de que Vicki Walsh había muerto allí.
Durante varios días en la escuela se comentaron esos sucesos, casi siempre en voz baja, con opiniones diferentes e incluso contrapuestas, a menudo confusas.
Algunxs de los alumnxs no dejábamos de presumir de izquierdistas, pese a todo. Algún sitio nos quedaba para la rebeldía. A veces entre verdades y chistes. En un campeonato intercolegial de fútbol inscribimos nuestro equipo como U.E.C. Ante los organizadores del torneo la sigla significaba Unión de Estudiantes Comerciales. Los más polítizados pronunciábamos la no muy inocente humorada de que en realidad quería decir “Unión de Estudiantes Comunistas.
Las pequeñas búsquedas de libertad.
Había pese a todo espacios un poco más “libres”, incluso sin salir de la zona.
Por la misma época un trío de amigos y yo hacíamos nuestras primerísimas armas periodísticas en el órgano de prensa de una sociedad de fomento del barrio. La denominada Olegario V. Andrade. Llegamos allí por algún vínculo indirecto. Y un grupo de veteranos militantes asentados en esa modesta “trinchera” de resistencia nos recibió con los brazos abiertos.
Los mirábamos con admiración. Allí había desde algún luchador con largos años de militancia clandestina en el barrio hasta un periodista de profesión. Este último era también experimentado traductor, responsable de una versión castellana de El Capital (dato que sólo conocimos años después).
Nos festejaban los aciertos en la escritura, sólo nos corregían los errores más flagrantes. Y hacían algún llamado a la prudencia cuando les parecía que traspasábamos los de por sí estrechos límites que la noche dictatorial imponía.
Con juvenil desparpajo escribíamos comentarios cinematográficos, musicales, relatos de viajes. Salíamos a hacer encuestas sobre problemas de la zona, con resultados aproximativos. Hacíamos informes de actividades de los clubes de barrio más próximos. Aunque hubiera que escribir “a media voz”, sin referencias a la censura y la represión, el periódico era un ámbito de libertad, qué duda cabe.
Otras inmersiones en vivencias menos opresivas se daban durante los fines de semana y en lugares más distantes.
Por algún tiempo, los sábados a la tarde, chicos y chicas nos íbamos a Plaza Francia, donde se desarrollaba una especie de “feria espontánea” en la que algunxs tocaban la guitarra y cantaban, o hacían percusión en esos grandes tambores que por entonces llamábamos “tumbadoras”. Allí se hablaba de rock, de libros, de poesía, de ropa…
La charla sobre política se remitía al comentario en voz baja de algún hecho represivo. Hasta había algún temerario o temeraria que fumaba marihuana en algún sitio más o menos escondido y luego festejaba el atrevimiento con alguna imprecación contra los “milicos”.
Solíamos terminar la tarde en las mesas de La Biela, bar “cheto” por excelencia. Desentonábamos con el público “selecto” que lo frecuentaba. No con el local, que por entonces estaba bastante desvencijado. La elegante remodelación llegó bastante después.
Otro sitio favorito de encuentros era el canje y compraventa de discos de vinilo en el Parque Rivadavia, los domingos a la mañana. Nadie piense en puestos de venta, era una feria “peripatética” en la que se deambulaba a la búsqueda de material discográfico o de algún comprador ávido de novedades.
Las modalidades de las “operaciones” eran de lo más variadas. Podía tratarse de discos escuchados y buscados o de grabaciones desconocidas que se compraban gracias a la entusiasta “propaganda” del portador del disco. El que escribe estas líneas recuerda haberse llevado a su casa un par de discos de grupos de rock que ni siquiera había oído nombrar con anterioridad.
La comunicación clandestina o semiclandestina también formaba parte del encuentro, en forma de volantes tirados en el suelo como al descuido. O de las revistas llamadas “subte” que quienes las vendían llevaban en las mochilas y sólo exhibían “a pedido”.
Estaban asimismo los frecuentes recitales de “rock nacional”, que merecen otra nota.
Hacia el porvenir, pese a todo.
El secundario se terminaba. Transcurrió el curso de ingreso en la universidad, supervigilado, con al menos un preceptor dentro de cada aula, en callado escrutinio de cuanto sucedía. O bien en actitud de bostezo, tal vez lamentando la forma de “ganarse el mango” que le había tocado en suerte.
A esa altura pensábamos que la dictadura iba para muy largo. Así lo declaraban los militares dueños del poder. Y lo presagiaba el tenebroso silencio que había ganado las calles.
No nos amilanábamos del todo. Seguíamos hablando de la revolución cubana y del Che. Los que habían militado antes del golpe nos transmitían algunas incidencias sobre su actuación política. En nuestras cabezas y en algunas pequeñas prácticas cotidianas ya éramos resistentes.
Poco a poco nos hacíamos conscientes de la magnitud de la acción criminal que se había abatido sobre el país. No esperaríamos ninguna “transición” para volcarnos a la acción. Seguiríamos la difícil navegación entre la libertad y el miedo.
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