Finalmente Cristina Fernández tomo una decisión. Apostó por un armado político de «centro nacional», con protagonismo del Partido Justicialista (PJ), de los gobernadores, de una franja del empresariado local, de la burocracia sindical. Una apertura hacia la derecha del espectro político, un giro al pragmatismo. ¿Será que Cristina se despide del progresismo? El otro Fernández, […]
Finalmente Cristina Fernández tomo una decisión. Apostó por un armado político de «centro nacional», con protagonismo del Partido Justicialista (PJ), de los gobernadores, de una franja del empresariado local, de la burocracia sindical. Una apertura hacia la derecha del espectro político, un giro al pragmatismo. ¿Será que Cristina se despide del progresismo?
El otro Fernández, Alberto, el candidato ungido, es un negociador nato, un político conciliador y conservador. Es una figura adecuada para renegociar con el Fondo Monetario Internacional (FMI), para llevar tranquilidad a los mercados, para acordar las «impostergables» reformas estructurales con las grandes corporaciones y con la burocracia sindical, para despegar al espacio de cualquier sospecha de «chavismo» y especies similares, para poner paños fríos en la relación con los multimedios hegemónicos. Recordemos que hasta hace muy poco tiempo, Alberto era considerado por el kirchnerismo una especie de «agente encubierto de Clarín«. También puede ser una figura apta para integrar políticamente a las organizaciones populares y los movimientos sociales. El Estado está repleto de zonas de gestión blandas para repartir. Habrá lugar para (casi) todos.
En otro orden de cosas, más de fondo, Alberto es una figura idónea para intentar articular la construcción de legitimidad política con la satisfacción de las necesidades de la valorización del capital. Cristina percibe esto con claridad sabe que ese traje no le queda bien, y por eso se corre, por eso transfiere sus votos y su protagonismo.
Algunos sectores de la militancia y de los adherentes al kirchnerismo justifican la decisión de Cristina. Un tanto ingenuos, apelan a la «genialidad táctica» de la lideresa. Quieren demostrar que llueve cuando en realidad los están meando desde una torre. Otros sectores están profundamente desilusionados. No lo ocultan. La candidatura de Alberto fue un golpe al centro de su entusiasmo. Porque, mal que mal y a veces a pesar de ella, seguramente por ausencia de proyectos populares genuinos, Cristina funcionaba como vector político de algunas posiciones críticas, de algunas energías democráticas, de algunas pasiones populares. Por cierto, las críticas de Alberto a la gestión de Cristina, salvo algunas desprolijidades insoslayables, se centran en sus costados más disruptivos.
Son amplios los sectores que entienden que los avances democráticos y las políticas de contenido popular implementadas por el kirchnerismo no pueden desvincularse de la confrontación áspera con los intereses consolidados, con los poderosos. Estos avances y estas políticas -tibias, ambiguas, pero concretas- fueron de la mano de una Cristina dura, intransigente, «setentista», movilizadora, ideológicamente comprometida, deslastrada de la burocracia política del PJ; en fin, estos avances y estas políticas fueron de la mano de la profundización de «la grieta». Ahora todo indica que el manso Alberto, constructor de puentes, con el apoyo invalorable de Cristina, va a intentar suturarla. Lástima que esta vez, muy probablemente, los puentes tengan una sola dirección.