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Los hijos de la Pepa

Fuentes: Rebelión

Las ideas cambian con el tiempo y con el transcurrir de éste se valoran aquellas de diferentes maneras. Se sabe que el liberalismo, por ejemplo -aunque cueste creerlo- tiene una historia de izquierda. El concepto parece que viene de España y está relacionado con su primera constitución, la de Cádiz, a la que apodaron «La […]

Las ideas cambian con el tiempo y con el transcurrir de éste se valoran aquellas de diferentes maneras. Se sabe que el liberalismo, por ejemplo -aunque cueste creerlo- tiene una historia de izquierda. El concepto parece que viene de España y está relacionado con su primera constitución, la de Cádiz, a la que apodaron «La Pepa». Algunos dicen que la llamaron así porque fue celebrada el día de San José de 1812, y como no podían ponerle Pepe (porque la constitución al igual que la libertad, la igualdad y la fraternidad son femeninas) le pusieron Pepa. 

Otros, en cambio, dicen que su nombre se debe a la influencia de José Bonaparte, que cuatro años antes había intentado imponer en ese país una especie de constitución muy parecida a La Pepa. Como a José le decían «Pepe Botellas» -sobrenombre que se había ganado no precisamente por su adicción al agua mineral- a la constitución le habrían puesto «La Pepa.» Esta última versión vendría siendo algo así como la historia no oficial del constitucionalismo español, pero lo mismo da. Lo cierto es que las ideas liberales venían de la revolución francesa y más atrás todavía, e influirían decididamente sobre las revoluciones latinoamericanas que -como es de suponer – serían también de corte liberal.

Ahora bien, todo aquel proceso puede ser visto hoy con mayor o menor simpatía, pero hay que contextualizarlo. Como dijimos, el liberalismo era la izquierda de entonces. Prohudon estaba en la panza de su madre y aún faltaban diez años para que naciera Carlos Marx. A nadie se le había ocurrido pensar todavía en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción; más aún, recién se empezaba a pensar que la propiedad privada debía ser un derecho fundamental de todos los seres humanos, un derecho que ni siquiera el rey tenía derecho a negar. El liberalismo avanzaba hacia un nuevo sentido común, hacia una nueva visión del mundo y su gente, a la cual, además, se le prometía abolir el castigo físico y la esclavitud, entronizar la libertad individual y acceder al voto. Con el liberalismo, se suponía, aguardaba a la humanidad un futuro mejor.

La historia fue cambiando y aquello que en su momento era la izquierda del absolutismo se fue convirtiendo en la derecha del capitalismo. A la convicción del liberalismo sólo le ha quedado la cáscara y algunos próceres respetables. Obviando cierto avance inicial, lo que realmente se le debe al liberalismo son las peores páginas que en nuestra historia se han escrito si no matando indios matando obreros, si no expoliando la niñez ultrajando la naturaleza, si no imponiendo una sola forma de pensar imponiendo dictaduras que colaboren con ello. Forma impoluta del capitalismo, el liberalismo abrió el camino hacia la reducción de la humanidad a máquina de producción que, paradójicamente, o bien no puede consumir los productos que ella misma produce o bien se inunda de ellos en afán de comprender un mundo poco asequible a conciencias demasiado enajenadas.

La última forma de liberalismo a la que hemos asistido en Latinoamérica se ha ido superando poco a poco en la última década. Sin embargo, nuevas preguntas -más espinosas quizás- hacen su aparición. Una es si, debido a las fluctuaciones cíclicas a las que nos tiene acostumbrados el capitalismo, se puede volver al neoliberalismo de los noventa, es decir, al «viva la pepa» remixado, a esa situación en que el estado sólo se dedica a reprimir manifestaciones y cobrar impuestos, dejando que los capitales se concentren libremente y que la gente muera de hambre o viva en la indigencia. Gente que sobra, claro está, los menos aptos, los que no merecen la vida, los negros de mierda que le roban el cartón a la gente decente como Mauricio Macri.

La otra pregunta que pareciera que cobra sentido es si se puede seguir tirando a la izquierda de estos gobiernos progresistas. Es decir, si se pueden seguir conquistando y cimentando derechos sociales a la vez que fortaleciendo un estado que ponga límites tanto a la ambición de las corporaciones como a los efectos negativos de las fluctuaciones del mercado. Si ese avance puede venir desde los partidos progres que hoy gobiernan Latinoamérica o por fuera de ellos, es otra discusión. En todo caso pensar que el avance sociopolítico es idéntico al avance del partido gobernante es de un estructuralismo tan miope como pensar que ese avance sólo puede venir por fuera de dicho partido. Entre las voluntades de los sujetos y los azares de la coyuntura se acaba escribiendo la historia, y en todo caso ella tiene ejemplos para ambas opciones. Lo cierto es que -por dentro o por fuera- si no se avanza hacia la izquierda tarde o temprano se terminará regresando a la derecha, porque el fuego que no se azuza se apaga.

Lo que resulta curioso es que la acongojada derecha liberal suele incurrir en miopías parecidas, porque quienes desde allí creen que el equilibrio y la «seguridad jurídica», el «diálogo» y la despolarización política se van a lograr quitando a Correa, a Cristina, a Chávez o Evo Morales del gobierno, pecan definitivamente de un acuciado optimismo partidocrático. No comprenden que el proceso que está viviendo Latinoamérica es más profundo y más complejo que el seguimiento superficial de la figura de un líder o un partido, ni comprenden -tanto peor para ellos – el profundo riesgo que entrañaría que ese grupo hoy oficialista pase mañana a ser una oposición organizada y fogueada por aquellos que ya hoy se encuentran movilizados por izquierda.

Ante esta coyuntura pensar en un avance real de quienes ayer llenaron de rejas las plazas de Buenos Aires y hoy se quejan del fútbol para todos, es realmente difícil. Quienes sinceramente piensen que lo que Macri plantea es «un debate de prioridades» sobre los gastos del estado es posible que no hayan vivido en este planeta durante los años noventa o realmente no los hayan comprendido en su cabalidad. Por suerte son los menos; el problema en todo caso siguen siendo los indecisos, porque ese discurso de compostura liberal y ribetes fascistoides ya no encuentra demasiado asidero en la sociedad argentina.

De hecho, en el mejor de los casos que señores de esas ínfulas pudieran ganar las elecciones con una coalición exitosa, gobernar se les volvería una tarea verdaderamente complicada. Otros logros quizás les resultarían más posibles, como aquel que -en su profunda necedad- sólo han sabido obtener los liberales: unificar a la izquierda y a la centroizquierda en una sola marcha hacia la plaza principal donde, se sabe, poder y gobierno se muestran los dientes y se fotografían por separado. Porque -mal que le pese a quien le pese- mientras a los gobiernos progresistas los derrocan las dictaduras, a los liberales los ha echado históricamente el pueblo movilizado.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.