En las últimas semanas han vuelto a escena las afamadas cacerolas de teflón; dejando a salvo que el desarrollo democrático contemporáneo asegura la posibilidad de expresión de estos sectores, es necesario contextualizar el retorno de una mecánica de protesta que ostenta una densidad simbólica muy delicada. Con el estallido de la crisis del 2001 irrumpieron […]
En las últimas semanas han vuelto a escena las afamadas cacerolas de teflón; dejando a salvo que el desarrollo democrático contemporáneo asegura la posibilidad de expresión de estos sectores, es necesario contextualizar el retorno de una mecánica de protesta que ostenta una densidad simbólica muy delicada.
Con el estallido de la crisis del 2001 irrumpieron las cacerolas de la mano de una clase media profundamente herida por las políticas neoliberales de los 90. Hubo que esperar hasta 2008 para que su estridente sonido volviera a inundar las calles; en esa ocasión, el contenido cifrado de las cacerolas buscaba destituir a un gobierno que disputó la distribución de la renta con los sectores concentrados de la economía, como son las entidades de la gauchocracia campestre. De forma incipiente, pero con menor repercusión real, atizado por los grandes medios de comunicación, el traqueteo de los cacharos de teflón han vuelto en 2012.
El contexto temporal en el cual reiteran su aparición, se concretó exactamente un día después de aprobarse el revalúo fiscal para el impuesto inmobiliario rural. En los días previos, la dirigencia campestre irrumpía la sesión en la legislatura provincial; uno de los dirigentes más representativo de eso intereses, Hugo Biolcatti, arengaba colgado de las rejas a su tropa, exclamando: «esto va a ser peor que lo de la 125».
Con la norma sancionada, primero por decreto y luego ratificado por amplia mayoría parlamentaria, solo tardó veinticuatro horas para que, Cecilia Pando, vocera de los sectores de ultra derecha vinculados a la última dictadura cívico militar, arengaba con megáfono en mano, el primer cacerolazo de 2012 en la paqueta avenida Santa Fé.
La cifra que involucra, la única medida progresista del actual gobernador, quien es poco afecto a distribuir la riqueza, son contundentes. Un 62% de las partidas rurales no pagarán mayor impuesto anual tras el revalúo fiscal y los cambios de alícuotas. Incluso el 20% tributará menos. Solo el 38% de los propietarios rurales, unos 115 mil partidas, pagarán en promedio un 40% de aumento. Ese 38% constituye el núcleo duro del poder rural, con tierras cuyo valor por hectárea supera los 15 mil dólares. El impuesto inmobiliario rural históricamente representaba la décima parte de los recursos provinciales, antes de la reforma impositiva, había pasado a solo el 2%, lo que equivale a una redistribución del ingreso a favor de los terratenientes. De forma simultánea se condensan números favorables para el sector, tales como los más de u$s 500 la tonelada de soja en el mercado de Chicago, récord histórico por cierto; el valor de la tierra se multiplicó varias veces, a partir de modelo productivo especulativo, pasando de valer 3000 dólares la hectárea hace apenas 10 años a 17.000 en la actualidad, en la zona llamada núcleo; un dólar que sigue siendo competitivo para los sectores exportadores. También resulta evidente que, el patrón de acumulación diseñado por el gobierno en los últimos años ha sido muy generoso con los sectores, que vociferan expresiones de corte netamente destitúyete. Quizá la pregunta sea, ¿por que semejante reacción?
Dos elementos más condimentan el escenario actual. Una es la reciente resolución de la Corte Suprema, que ordena comenzar con la desinversión a partir de diciembre de los monopolios mediáticos, al poner en curso la cláusula, suspendida durante tres años por una cautelar, de la Ley de Medios. La otra, se vincula con el cepo a la especulación a través del dólar por los grandes tenedores. Esto, sumado a la modificación de la estructura impositiva de los sectores con mayor rentabilidad del mal llamado campo -pagan más los que más tienen-, configura el núcleo central del conflicto actual.
Pero de forma subrepticia, lo que en verdad está en juego, en palabras de José Luis Livolti, es la posibilidad o no de que el Estado intervenga en la apropiación de las rentas extraordinarias de las distintas producciones que la generan en pos de una mejor y más justa distribución de la riqueza.
El hecho de haber trastocado intereses del poder real en Argentina ha logrado juntar a poderosos actores políticos (entidades campestres, clase media alta y alta, y partidos políticas de la derecha argentina), quien enfrentan la dificultad de articular un fuerza política que los represente de manera eficiente y que ostente chancees electorales. La voluntad destituyente se explica por la falta de ésta última.
Durante casi doscientos años de existencia de la nación, siempre los sectores agropecuarios diagramaron la matriz distributiva del país; crearon múltiples instituciones políticas, sociales y económicas para lograr ese objetivo. En los últimos años, estas instituciones han sido disputadas desde la política para construir una nueva racionalidad que incluya a sectores postergados de la sociedad. Dicho de otra forma, los sectores patricios y concentrados de la economía argentina han perdido parte de su poder real, y en consecuencia, hoy asistimos a las reacciones naturales de ese nuevo escenario. Afortunadamente el proceso democrático que consolidó el pueblo argentino deja a resguardo la posibilidad de que estos sectores expresen su disidencia, pero el ejercicio ciudadano les exige respetar la continuidad institucional, desechando cualquier proceso destituyente que se burle de la voluntad política de los sectores mayoritarios de la sociedad.
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