El tema de los planes sociales reapareció en el debate político de estos días, como agenda de la oposición sistémica hacia el oficialismo y dentro de este también.
Los planes sociales son resultado de una tendencia creciente a los problemas de empleo e ingresos de millones de personas, no solo en el país, si no en la región y en el mundo. Es un tema de creciente actualidad desde la ofensiva del capital contra el trabajo emergente en la crisis de los 60/70 bajo la dirección de la liberalización de la economía.
El INDEC destaca, pandemia mediante, la disminución de trabajadores/as aportantes al sistema de seguridad social. Son unos 338.000 aportantes menos en un año, la mitad por menor “relación de dependencia”. Las jubilaciones que se abonan reconocen 82.500 beneficiarios/as menos que hace un año.
Menos aportantes a la seguridad social y menos jubilaciones es un resultado lógico de la tendencia recesiva del capitalismo local en estos años.
Por décadas se aludió a la “focalización” de las políticas públicas de asistencia social, pensando en pobres ocasionales. Eran las décadas de los 50 a los 70, de expansión del orden económico y Estado benefactor en plenitud. Es algo que fue mutando hacia la masividad, ante la magnitud de los excluidos del mercado de la fuerza de trabajo desde los 80/90 del siglo pasado.
Incluso, ahora, desde un enfoque de “renta básica”, se reclama la “universalización” de un ingreso mínimo.
Por caso, en la Argentina debe pensarse en la crisis del 2001 y la instalación de los planes de jefes y jefas de hogar, orientados a dos millones de personas al comienzo del 2002. Esa lógica de plan social es lo que se extendió, ya no solo como política pública, sino como demanda de organizaciones sociales que requieren asistencia estatal material y dineraria.
En todos los casos, focal, masiva o universal, se trata de una política compensatoria, que supone allegar ingresos a sectores sociales para satisfacer necesidades elementales en una cotidianeidad definida por relaciones monetario-mercantiles.
La sociedad capitalista se sustenta en una creciente mercantilización de la vida cotidiana y, por ende, la necesidad de ingresos monetarios para resolver en el mercado los bienes y servicios necesarios para atender la cotidianeidad.
Con la extensión del desempleo y el empobrecimiento aumentan, más allá de las denominaciones, diferentes planes sociales, sustentados desde la política pública, la que aparece restringida en la utilización de fondos por imperio de un sentido común instalado de austeridad fiscal, devenido en paradigma esencial de la liberalización hegemónica desde la crisis de los 60/70.
Es una situación condicionada y agravada por ingentes recursos destinados a sustentar actividades empresarias deficitarias (subsidios empresarios, por caso a la energía o al transporte) y obligaciones externas agravadas por una insustentable deuda pública.
Los argumentos más destacados apuntan a que los planes o subsidios personales ahuyentan la oferta de fuerza de trabajo, y desde otro ángulo, que la política pública debiera promover el empleo más que allegar ingresos monetarios a los más necesitados. El primer argumento se sustenta desde la lógica que el Mercado todo lo resuelve desde y con la iniciativa privada, y en el segundo en la omnipotencia del Estado.
Hemos sostenido en varias ocasiones que tanto el “mercado” como el “estado” suponen relaciones sociales, que en el capitalismo favorecen el régimen de la ganancia y la acumulación, por lo que está en discusión debiera ser el mismo orden socioeconómico. Desde esa concepción es que puede analizarse la política social sustentada en la distribución de ingresos a la población más necesitada. Incluso supone discutir el sentido de la demanda de los movimientos sociales.
Pretendemos afirmar que la cuestión de fondo debiera orientarse al rumbo civilizatorio que se pretende construir. No alcanza con política social ampliada si no se discute el modelo productivo y de desarrollo, es decir, ¿qué problemas se pretenden resolver?
Solo a modo de ejemplo mencionemos el reciente informe de Naciones Unidas sobre el cambio climático y la demanda de desandar el privilegio productivo sustentado en hidrocarburos, que contradice lo que Argentina viene promoviendo en su producción insigne en la formación “vaca muerta”.
El país necesita discutir su política energética, pensando que se pretende resolver con la producción energética. ¿Es el privilegio la producción y exportación de hidrocarburos no convencionales? O en otro sentido: ¿proyectar un plan energético para estimular un programa de producción que resuelva empleo y necesidades de abastecimiento al mercado interno con sintonía y articulación regional y mundial?
Se trata de un debate necesario, ausente en la discusión electoral. No hay solución a los ingresos populares sin planificación de cambios productivos que especifique qué y cómo producir y distribuir la renta generada socialmente.
Lo que se propone es un debate a fondo sobre el qué hacer económico, que no puede sustentarse en la lógica de la ganancia, ni en un imaginario desde el estado sin confrontar con el poder local y global, lo que demanda un mayoritario consenso social y político para transformar la sociedad en contra y más allá del capitalismo.
Julio C. Gambina. Presidente de la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas, FISYP.