«Desde luego, no hay nada muy agradable en ser viejo» Adolfo Bioy Casares. Diario de la guerra del cerdo Es curioso cómo suceden las cosas, pero se ha instalado un consenso analítico entre los observadores de la política según el cual el macrismo ha logrado retonificarse a partir de un discurso más enérgico y […]
«Desde luego, no hay nada muy agradable en ser viejo»
Adolfo Bioy Casares. Diario de la guerra del cerdo
Es curioso cómo suceden las cosas, pero se ha instalado un consenso analítico entre los observadores de la política según el cual el macrismo ha logrado retonificarse a partir de un discurso más enérgico y confrontativo, que le permitió galvanizar su minoría intensa de apoyos incondicionales. Renacido como «partido del orden», como una fuerza que aspira a evitar los desbordes y encarnar los valores de la república frente a los intereses sectoriales de los gremios y las organizaciones sociales, el gobierno va encontrando una línea a partir de la cual consolidar el apoyo del 30% aproximado de la sociedad que lo votó en las PASO y la primera vuelta del 2015, su núcleo duro de votantes, casi diríamos su Cámpora.
¿De quién se trata? Las encuestas coinciden en que la adhesión al macrismo tiene un claro componente de clase: según datos recogidos por María Laura Tagina (1), en las elecciones presidenciales Cambiemos obtuvo su mejor resultado entre los sectores con estudios terciarios o universitarios (indicador de clase social media y alta) y el peor entre aquellos que sólo tienen primaria completa; la correlación se invierte en el caso del peronismo.
El corte también es geográfico: el macrismo es, en esencia, un partido de la zona núcleo, que registró sus mejores marcas, además de en la Ciudad, en Córdoba, el Norte de la provincia de Buenos Aires y el Sur de Santa Fe. De hecho, puestos uno al lado del otro, el mapa de voto por distrito y el mapa de siembra de soja coinciden casi matemáticamente.
Pero todo esto es conocido. Menos comentado resulta en cambio el hecho de que la base social macrista tiene un claro sesgo etario hacia lo que la literatura especializada llama piadosamente «adultos mayores». Las encuestas, en efecto, revelan que Cambiemos logró su mejor performance electoral en la franja de 56 a 75 años (47% de apoyo en este segmento contra 34% promedio), en tanto que el Frente para la Victoria prevaleció en la franja de 16 a 35 años. De hecho, si sólo hubieran votado los jóvenes Scioli habría ganado… en primera vuelta.
¿Por qué el macrismo atrae a los viejos? Una primera respuesta apunta a la vida económica de las personas. En una mirada general, el nivel de ingresos va aumentando conforme un individuo se va haciendo adulto, alcanzando su pico hacia los 50 (los estudios demuestran que se viene adelantando), para luego comenzar a caer. Sin embargo, el último tramo vital involucra menos responsabilidades (es decir menos gastos) por la emancipación de los hijos, que muchas veces, además, ayudan a los padres. Las estadísticas muestran que sólo el 7,3% de los argentinos mayores de 65 años se ubica en el quintil más pobre de ingresos, contra el 46,4% de los menores de 18 y el 30,9 de los jóvenes de entre 18 y 29. Pero además los mayores cuentan con más capital patrimonial, acumulado en el momento alto del ciclo: el 86,2% de los adultos mayores vive en un hogar propio, contra el 63,9% de los adultos jóvenes (2).
Este diferencial intergeneracional de riqueza se agudiza en los países subdesarrollados como el nuestro, por una razón tan sencilla como dramática: los altos niveles de desigualdad determinan ciclos de vida acelerados en los sectores populares, que adelantan el momento de la primera unión, tienen hijos antes y mueren más pronto, lo que Susana Torrado define como «consumos de vida» más veloces. Esto se comprueba al revisar la esperanza de vida por provincia: si naciera hoy, un porteño vivirá en promedio tres años más que un chaqueño o un misionero. En otras palabras, los viejos no sólo son más ricos que los jóvenes por una cuestión de ingresos y capital atesorado: trágicamente, quienes llegan a viejos son en general más ricos.
La primera conclusión es, entonces, que el nivel socioeconómico más alto de los adultos mayores los inclina naturalmente hacia el macrismo. Pero también hay un componente político, menos evidente pero no menos fundamental, que refuerza este sesgo: el radicalismo, que se sumó orgánicamente a la alianza con el PRO y cuyos votantes vienen acompañando a Macri en la Ciudad desde hace una década, registra mayores niveles de apoyo entre la población de más edad que entre los jóvenes. Dos explicaciones fundamentan esta evidencia: la primera es la veta conservadora de un partido que tuvo entre sus líderes a Yrigoyen y Alfonsín pero también a Balbín y De la Rúa. La segunda es que la última gesta radical, el alfonsinismo, ocurrió hace ya… 35 años.
La contradicción entre ambas explicaciones (un votante conservador que añora un gobierno progresista) es sólo aparente: es probable que muchos radicales emigrados al macrismo que recuerdan con emoción la epopeya alfonsinista hayan ido cambiando de opinión a lo largo de su vida, en línea con el célebre aforismo atribuido a Churchill: «El que no es de izquierda a los 20 años no tiene corazón, el que lo sigue siendo a los 40 no tiene cerebro» (reescrito luego por Vladimir Putin y citado por Emanuel Carrère en el inicio de Límonov: «El que quiere restaurar el comunismo no tiene cabeza, el que no lo eche de menos no tiene corazón»).
Pero volvamos al punto. Sin suscribir los razonamientos mecánicos que asocian derechismo con vejez, parece evidente que hay una relación entre la moderación prudente (o el conservadurismo desconfiado) y la madurez vital, así como entre la audacia transformadora (o la temeridad irresponsable) y la juventud. Como tantas cosas, la explicación está en la muerte: situados por definición a una mayor distancia del momento final, los jóvenes no cargan con el peso de toda una vida y se muestran casi naturalmente propensos al cambio, mientras que los mayores están condenados a soportar la gravedad de la propia experiencia, con todas sus implicancias en términos de límites e imposibles, lo que los vuelve a veces más sabios y casi siempre más cautelosos. Conservar lo logrado -sobre todo si, como sucede en una sociedad con un pasado de movilidad ascendente como la nuestra, es resultado del esfuerzo- constituye un valor de la etapa final de la vida que resulta lógicamente ajeno a quienes recién la están comenzando.
En este contexto, resulta lógico que ciertas ideas que están en el corazón del discurso macrista (seguridad, previsibilidad, orden, estabilidad) atraigan a las personas mayores, espantadas ante un kirchnerismo que les garantizó la universalidad previsional pero que las desacomodaba cada día con una nueva decisión conflictiva y polarizante. La disputa con los sindicatos puede ser percibida como un acto de justicia por alguien que trabajó toda su vida y ahora sufre una jubilación insuficiente. Y la juventud de los principales dirigentes del macrismo no necesariamente es un problema, porque es obviamente falso que las generaciones más antiguas sientan un rechazo instintivo hacia las más nuevas y porque, en fin, hay jóvenes y jóvenes. De hecho, las figuras del PRO cultivan un medio tono contenido que las hace aparecer como mesuradas, tratables. ¿A quién prefiere usted de yerno, señora? ¿A Esteban Bullrich, que sabe comportarse en la mesa, o a Axel Kicillof, que le quema la cabeza con el neoliberalismo?
En todo caso, la experiencia internacional confirma que el factor etario es decisivo a la hora de definir las preferencias electorales, por más que la relación vejez-derecha no sea nunca automática. En España, por ejemplo, el PP se impuso en las últimas elecciones fundamentalmente gracias al apoyo de los mayores, aunque también el PSOE obtuvo su mejor resultado entre los más viejos, definiendo un escenario en el que las generaciones más antiguas votan a los partidos tradicionales y las más jóvenes a los nuevos (si sólo votaran los menores de 30 años Podemos gobernaría España) (3). En el plebiscito del Brexit, los clásicos clivajes geográficos y religiosos se superpusieron a una muy notable división etaria: según una encuesta de YouGov (4), la mayoría de los británicos de más de 65 años votó por el Sí, en tanto una abrumadora mayoría (65%) de jóvenes se opuso a dejar la Unión Europea, lo que abrió una interesante discusión acerca de la relación entre edad, democracia y futuro. ¿Hasta qué punto resulta razonable que una generación que en pocos años dejará de existir tome una decisión que compromete el futuro de varias generaciones durante décadas?
De una sugestiva densidad ética, el debate recién se ha iniciado. Sucede que, como consecuencia del aumento de la esperanza de vida y la disminución de la tasa de natalidad, el peso demográfico de los mayores es cada vez más importante. Esta realidad, que pone en crisis los sistemas de pensiones, es común a casi todos los países desarrollados y a otros de desarrollo medio como el nuestro: en 1980 había en Argentina un 8,2% de personas mayores de 65 años, en 1991 un 8,9 y en 2001 un 9,9, hasta llegar a 10,2 en el censo de 2010 (la cantidad de centenarios pasó de 1.855 en 2001 a 3.500 en 2010). Siempre hubo viejos, la novedad es que ahora las envejecidas son las sociedades.
Rebobinemos antes de concluir. Por una cuestión de nivel socioeconómico, tradición ideológica o estatus pulsional, las generaciones más viejas se inclinan por el macrismo. Y el macrismo lo sabe: si se mira bien, las dos decisiones que le insumieron un mayor esfuerzo fiscal estuvieron nítidamente orientadas a sus dos núcleos principales de adhesión: el campo, beneficiado por una baja de retenciones que sin contar devaluación implicó resignar 70.000 millones de pesos de recaudación en 2016, y la reparación histórica a los jubilados, un gasto extra de unos 150.000 millones de pesos. Al tiempo que afianza un modelo que va iluminando su cuadro de ganadores y perdedores, el gobierno despliega medidas específicas para premiar a su electorado. Podría haber usado los 70.000 millones de retenciones para mejorar las cloacas del conurbano o acelerar la obra pública en las provincias del Norte, y los 150.000 millones de los jubilados para crear empleo joven o fortalecer las universidades, pero optó por el campo y los viejos.
Quizás haya llegado el momento de dejar de subestimarlo.
Notas:
1. «Detrás de las encuestas», Revista Anfibia.
3. Raquel Gómez Díaz, «El decisivo voto de los mayores», El País, 21-6-17.
* Agradezco a mis amigos Juan Ignacio Vallejos, que me sugirió esta nota, y Juan Martín Bustos, que me aportó los datos.
Fuente: http://www.eldiplo.org/215-el-regreso-de-la-patria-financiera/macri-contra-la-guerra-del-cerdo