En el 40 aniversario del golpe de Estado cívico-militar que encabezó Videla en 1976, el presidente Macri ha puesto en marcha lo que a todas luces parece ser -como afirma sugerentemente el investigador argentino Alejandro Grimson- una nueva interpretación de la violencia habida en Argentina en los setenta. En las últimas cuatro décadas fueron varios […]
En el 40 aniversario del golpe de Estado cívico-militar que encabezó Videla en 1976, el presidente Macri ha puesto en marcha lo que a todas luces parece ser -como afirma sugerentemente el investigador argentino Alejandro Grimson- una nueva interpretación de la violencia habida en Argentina en los setenta.
En las últimas cuatro décadas fueron varios los relatos oficiales que intentaron encuadrar aquellos sucesos, dependiendo de quién ocupaba el Estado.
Como suele ocurrir, esas distintas versiones no coinciden ni en las denominaciones, ni en los períodos, ni en las cuantificaciones, porque al interpretar en verdad construyen el hecho que quieren explicar. Por tanto, un limitado y vago núcleo básico es común a todas ellas: «la violencia de los setenta».
La dictadura (1976-1983) tenía un relato pero dio pocas explicaciones. Dijo que en el marco de la Guerra Fría había habido una guerra irregular contra el enemigo comunista internacional, responsable de haberla desatado. El pueblo argentino -seguía esta versión- había encomendado a las Fuerzas Armadas, reserva moral de la argentinidad, librar ese combate para liberar al país de las ideologías extranjerizantes que amenazaban su modo de vida cristiano. Como en toda guerra había habido «excesos». Las violaciones a los derechos humanos habían sido por tanto consecuencias no queridas y excepcionales, propias de la irregularidad del combate al que el enemigo nos había arrastrado, concluía esta versión. El único error que reconocieron las fuerzas armadas fue no haber sabido ganar la «guerra cultural», al dejar a los «subversivos» hacerse con las banderas de los derechos humanos a fin de deslegitimar la victoria militar. El colofón práctico de esta versión fue la ley de autoamnistía que la dictadura promulgó al final de su gobierno.
El primer gobierno de la transición democrática argentina, encabezado por Raúl Alfonsín (1983-1989), abolió esa autoamnistía y puso en marcha los juicios a las cúpulas militares de la dictadura y a las dirigencias de los partidos armados (Montoneros y Ejército Revolucionario del Pueblo). Ello ejemplificaba su interpretación: lo que había sucedido era que dos aparatos enloquecidos habían chocado utilizando a la sociedad civil como campo de maniobras. Esta explicación tendía a desresponsabilizar a la sociedad civil, evitándole tanto el rol de cómplice como el de partícipe en aquella lucha. Este relato, conocido como «la teoría de los dos demonios», no era ajeno a algunos de los principales organismos de derechos humanos. Su propósito -como no podía ser de otro modo- era político, no historiográfico: recoger el apoyo de la sociedad, en una coyuntura de extrema debilidad política como la de la transición, para a través del conocimiento de la verdad de la represión ilegal, establecer un «Nunca Más» cultural y político que cerrara la etapa de los golpes militares en Argentina.
El gobierno neoliberal del peronista Menem (1989-1999) indultó a las cúpulas militares y de las organizaciones armadas condenadas durante el gobierno de Alfonsín, así como a los militares («carapintadas») que se habían sublevado contra el primer gobierno posdictatorial. Fue también expresión de una nueva interpretación de «la violencia de los setenta», centrada menos en sus causas que en «la necesidad de pasar página» en nombre de la «reconciliación de los argentinos». Fiel a su estilo, Menem no se esforzó en construir una argumentación extensa, sino que enarboló una supuesta necesidad de refundar el país, en medio de la crisis de «gobernabilidad» heredada de Alfonsín.
Los gobiernos de los Kirchner (2003-2015) relanzaron la política estatal de derechos humanos tras el retroceso de las leyes de punto final y obediencia debida promulgadas por el Congreso ante la presión militar en la época de Alfonsín, y del indulto presidencial de Menem. Este relanzamiento trajo una nueva interpretación de «la violencia de los setenta». Su clave fue la crítica de «la teoría de los dos demonios», pues se entendía que equiparaba la responsabilidad del terrorismo de Estado y la de la insurgencia de los partidos armados. Para esta versión, esta equiparación resultaba inadmisible ética y políticamente, e ineficaz para identificar el problema principal: el terrorismo de Estado. Otro rasgo clave fue enfatizar el carácter cívico -militar de la dictadura. Para algunos dirigentes y organismos de derechos humanos, esta nueva interpretación K tendía a incurrir en dos errores: por un lado, hacía aparecer a todas las víctimas del terrorismo de Estado como militantes políticos, lo cual abonaba sin querer la interpretación militar de la «guerra irregular» y, por otro, reivindicaba los medios y fines de la lucha armada y no sólo la condición de víctimas del terrorismo estatal de los perseguidos, desaparecidos y asesinados por la dictadura.
La versión Macri de los setenta se compone de poco texto y mucha escenificación. Por una parte, el presidente explicó aquellos sucesos en el día del 40 aniversario del golpe con un tuit: «nunca más a la división entre los argentinos». Por otra parte, decidió, en una fecha tan señalada, invitar al presidente de Estados Unidos a visitar Argentina y a participar en un homenaje a la memoria de los desparecidos. Estados Unidos -no hace falta decirlo- edificó la teoría de la Seguridad Nacional que sirvió de sostén ideológico y político a los cruentos golpes de Estado de los setenta en América Latina. La presencia del presidente Obama en el homenaje a las víctimas del golpe en el Parque de la Memoria, situado junto al Río de la Plata, adonde los vuelos de la muerte arrojaban los cuerpos de los detenidos en los campos de concentración de la dictadura, apenas disimuló el intento macrista de resignificar ese lugar de memoria, toda vez que expulsaba del mismo a los organismos de derechos humanos, y a su reconciliación de los últimos años con la política estatal. Allí Macri no fue mucho más locuaz que en su tuit: en su breve discurso, básicamente atribuyó el golpe de 1976 a «la desunión y división de los argentinos».
Si la «teoría de los dos demonios» tendía a absolver a la ciudadanía, la de Macri tiende a involucrar indiscriminadamente a toda la sociedad y, por lo mismo, a desresponsabilizar correlativamente a las fuerzas cívico-militares que decidieron interrumpir la institucionalidad democrática e instaurar un régimen de terror estatal. Entre éstos se debe contar naturalmente al Estado norteamericano.
En el micro-relato macrista, toda la sociedad participaba de una «desunión» cuya consecuencia fue, ya no la represión ilegal del terrorismo de Estado, sino algo que no se nombra en su discurso. Quizás aquí está la clave: la novedad de la interpretación de Macri es su ausencia de toda explicitación, ya no sólo de contenido -como afirma con razón Grimson, en tanto no se habla de terrorismo estatal ni desapariciones sistemáticas- sino de una mínima densidad argumental que se corresponda con la gravedad y seriedad del problema. Su mayor liviandad y autorreferencialidad radica en esa soltura para convertir el tema en materia de márquetin político. En este sentido, es la continuación de su vacío «podemos vivir mejor» de la campaña electoral y de su primer gesto como presidente: reconvertir el histórico balcón de la Plaza de Mayo en salón de baile de una fiesta adolescente.
En la campaña electoral, Macri acusó al gobierno de Cristina Kirchner de «desunir» y «dividir» a los argentinos. La recuperación de estos términos a la hora de hablar del golpe de 1976 genera por tanto un efecto de comparación entre un gobierno democrático que hizo de los derechos humanos una de sus banderas y la dictadura que se caracterizó por poner en marcha un plan de desaparición sistemática, tal como probó el Juicio a las Juntas en 1985. Por otra parte ¿alguien se imagina a un político alemán atribuyendo al nazismo la «desunión» de los alemanes?
Lo que está en juego es la vitalidad política de la sociedad argentina. Todas las versiones previas de «la violencia de los setenta» -salvo no casualmente la de Menem-, más allá de sus diferencias que alimentaron precisamente esa vitalidad, se tomaron en serio el tema, argumentaron, construyeron un relato que tenía cierta lógica interna, más allá de la opinión que nos merezca su contenido y los efectos políticos del mismo. Ese debate le dio majestad a la cuestión.
La de Macri es en cambio la versión de quien parece decir «aquí no ha pasado nada demasiado grave» o, peor, «ustedes ya saben a qué me refiero». Pero como el sentido desborda las palabras, se encuentra antes y después de ellas, para querer aparecer quitándole hierro a la cuestión, la versión Macri no puede evitar volver gravemente a la interpretación de la dictadura, reactualizando la noción de «guerra civil», en tanto involucra sin distinción alguna a toda la sociedad, pero esta vez de modo implícito, soterrado, sobreentendido. Es decir, hurtando el debate.
Hay una extraña combinación en este discurso entre lo escueto de su contenido, el desinterés de su flaqueza y la verborragia muda de sus supuestos e implicaciones. Esta combinación representa el peor desdén hacia el sufrimiento de las víctimas en particular y de la ciudadanía en general, así como la altivez propia del enunciador que se sitúa más allá del bien y del mal, y se siente relevado de cualquier compromiso con las luchas que le han permitido acceder a la primera magistratura que hoy ostenta. Esas luchas fueron las que construyeron históricamente la democracia argentina actual, cuya piedra angular son -contra todo micro-relato- los derechos humanos y el hermosamente estremecedor «¡Nunca Más!».
Javier Franzé, Universidad Complutense de Madrid
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/16262/macri-y-su-micro-relato-sobre-el-golpe-de-videla/