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Malvinas: el crimen, la guerra y el simulacro, 25 años después

Fuentes: Sin Permiso

Los 25 años transcurridos desde aquel 2 de abril de 1982 no han sido suficientes para hacer un balance compartido por la mayoría de los argentinos sobre la guerra de Malvinas. Más todavía: no hay un consenso para examinar, a la distancia, las posiciones y las actitudes del progresismo frente al acontecimiento. Guerra absurda, guerra […]

Los 25 años transcurridos desde aquel 2 de abril de 1982 no han sido suficientes para hacer un balance compartido por la mayoría de los argentinos sobre la guerra de Malvinas. Más todavía: no hay un consenso para examinar, a la distancia, las posiciones y las actitudes del progresismo frente al acontecimiento. Guerra absurda, guerra inútil. Aventura criminal. Todos, calificativos posibles.

Con su aguda ironía, no siempre feliz en los temas políticos, decía Jorge Luis Borges pocos meses después de la capitulación de las tropas argentinas que «la de Malvinas fue una guerra entre dos calvos que se disputaban un peine». Y agregaba: «los militares argentinos que gobiernan actualmente son ignorantes e incompetentes, y mucho más peligrosos para sus compatriotas que para el enemigo».

Sin disputa, Malvinas fue un crimen, como toda guerra, y una aventura criminal, según quedó demostrado en todos los procesos abiertos posteriormente.

Las consecuencias de Malvinas fueron numerosas y tuvieron réplicas como las de un terremoto durante los últimos 25 años.

La primera fue el rápido desmoronamiento de la dictadura genocida y una apresurado retorno a la vigencia de la Constitución con las elecciones que consagraron a Raúl Alfonsín -contra todo pronóstico- en las elecciones de 1983.

Las Fuerzas Armadas, responsables primeras pero no únicas de la guerra absurda y criminal, comenzaron un acelerado proceso de desgaste, divisiones internas y búsquedas de chivos expiatorios, limitadas a defender con ahínco el secreto (el pacto mafioso) de las acciones aberrantes y de las desapariciones de miles de personas.

En realidad, en los años noventa culmina un ciclo de la historia del Ejército, y por arrastre, de la de sus colegas de la Marina y la Fuerza Aérea. El Ejército argentino moderno nació en dos guerras infames: la de la Triple Alianza, que descuartizó el Paraguay -último sobreviviente del antiguo Virreinato de la Plata, que había buscado un camino independiente de los imperios- y la de la mal llamada «conquista del Desierto», que no fue otra cosa que la extinción sistemáticamente planificada de los pueblos originarios. En los dos casos se buscaba la extensión territorial, a fin de repartir las tierras entre los dueños del poder. Este fue el Ejército real, y no aquel de las leyendas escolares, que habría nacido del pueblo en la verdadera gesta de lucha contra las invasiones Inglesas, y luego, en las guerras por la Independencia. Ése, el de la epopeya, murió en los años 20, cuando se dejó a San Martín abandonado en Guayaquil, renunciando a la Patria Grande, mientras el resto se exterminaba en las guerras civiles.

El Ejército moderno, que tuvo su bautismo de fuego en el exterminio de paraguayos e indios, se forjó en la represión de los primeros de Mayo a comienzos del siglo pasado, en la Semana Trágica; en la Patagonia Rebelde -fusilando a los peones laneros-; en la matanza de los quebrachales, para proteger los intereses de la Forestal; en los golpes de Estado, los fusilamientos de anarquistas, de obreros, en los bombardeos aéreos a los civiles en Plaza de Mayo, en Trelew, en la Triple A. Y como broche de esa sangrienta trayectoria, en la masacre sistemática, planificada hasta en sus mínimos detalles, que comenzó en la madrugada del 24 de marzo de 1976. Allí transformaron a la Nación en su propio botín de guerra. Secuestrar, torturar, violar, robar los bebés a sus madres en cautiverio, para después asesinarlas. Finalmente, el fango de las peleas internas (cara blancas y caras pintadas) en diciembre de 1990, y su adicción incurable al contrabando de armas y otros ilícitos menores a lo largo de un cuarto de siglo. Todo fue posible. Pero también hay que decir que fue posible porque esas Fuerzas tenían mandantes. Autonomizadas por momentos, siempre respondieron cuando la dominación del poder hegemónico se veía amenazada.

Malvinas fue una aventura, pero no una improvisación.

Entre 1977 y 1982, la Argentina compró armas por unos 2.000 millones de dólares. Aviones Dagger (versión israelí del Mirage 5), tanques Kurassier, 6 fragatas misilísticas a Alemania. Helicópteros. Aviones franceses y misiles de Estados Unidos. En 1982, los bombarderos Super Etendard a Francia. Y durante la misma guerra de Malvinas -cuando estaba vigente el bloqueo a la venta de armas dispuesto por los aliados de Gran Bretaña- se gastaron centenares de millones de dólares en la compra de armas a Israel, mediante una operación de triangulación con el Banco Ambrosiano (del cadenal Marzincus) como intermediario.

«No había mejor opción que el uso de la Fuerza para llevar a la Gran Bretaña a la mesa de negociaciones», aseguró el ex comandante de la Armada y ex Almirante Jorge Isaac Anaya, ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que juzgó a los jefes de Malvinas. Y agregó: «En el año 1978 el almirante Massera propuso a los comandantes del Ejército y la Fuerza Aérea la ocupación de Malvinas. Tenía conocimiento de que el Comando de Operaciones Navales tenía planes secretos sobre cómo había que hacer para ocuparlas». En la estrategia misma de superviviencia de la dictadura estaba, desde el inicio, algún conflicto territorial. Estuvieron a punto de llegar al enfrentamiento bélico con Chile, que hubiese significado pérdidas materiales en vidas humanas muy superiores a las de la guerra de Malvinas.

No se trataba, pues, de la ocurrencia de un general borracho, a quien en un delirio alchólico viniera la idea de ocupar las Islas. A Churchill le gustaba tanto el whisky como a Fortunato Galtieri, y ésa no fue la causa de la segunda Guerra Mundial, como no lo fue la «locura» de Hitler.

El sociólogo e historiador Vicente Palermo acaba de publicar el libro Sal en las heridas (Sudamericana, Buenos Aires, 2007), en donde desarrolla una interesante y necesaria polémica sobre Las Malvinas. No es un mero ensayo académico sobre la guerra, sino una verdadera provocación, en el mejor sentido del término: busca el significado de Malvinas en relación con la cultura de los argentinos. (Una entrevista a Palermo realizada por Mario Wainfeld reproducimos en esta misma entrega.)

Palermo no solamente echa sal en las partes de la herida de Malvinas aún abiertas, sino que reabre cicatrices ya cauterizadas para aumentar el escociente efecto de su sal. Compartiendo buena parte de su eficaz empeño desmitificador, me permitiré apuntar aquí algunas discrepancias.

Diría que Palermo subestima el paro y la movilización del 30 de marzo de 1982. Ciertamente, como él señala, eran unos pocos miles. Pero el carácter simbólico de ser el primer paro general de una central obrera apenas reconstituída tras la mayor masacre y derrota de la historia de los trabajadores argentinos -la de 1976-, no puede ser ignorado. Se manifestó en varias provincias, y hubo dos muertos. En la Capital, la columna que marchó con la bandera de Paz, Pan y Trabajo fue reprimida en una notable operación de la policía Federal, con empleo de gases de última generación. Los mismos, para quienes puedan haber olfateado sus efectos, que se tiraron la noche del 19 de diciembre, cuando comenzó la implosión del gobierno de Fernando de la Rúa.

La consigna de Paz, ese 30 de marzo, no fue casual: estaba en el ambiente que se preparaba una operación, la que se concretó el 2 de abril. Ya en febrero, un columnista de La Prensa, muy enterado de los entretelones de las operaciones de «inteligencia», lo adelantó sin eufemismos.

Resistencias a la guerra

Palermo considera también irrelevante el rechazo a la guerra, en esos días, por una minoría de la sociedad argentina. Pero esa resistencia existió, silenciosa y silenciada, y produjo trabajos, documentos, testimonios importantes a la hora de un balance histórico.

A fines de abril comenzó a circular un pequeño folleto, ¿La verdad o la mística nacional?, firmado por el Círculo Espacio Independiente. Finaliza así: «analice esta declaración, critíquela, hágala circular, reprodúzcala por cualquier medio. En algún lugar de nuestro país tal vez nos encontremos».

El trabajo, que había sido escrito por Carlos Alberto Brocato, poeta, intelectual de larga trayectoria en la lucha sindical y política, fue reproducido por el semanario judío Nueva Presencia. En ese número del semanario se expresaban muchas de las ideas del progresismo de la época sobre el conflicto. El editorial, firmado con las iniciales del director, HS, propone «Ganar la guerra y retornar a la democracia». En sus páginas interiores, Raúl Alfonsín: «antes que nada hay que poner de manifiesto el resultado de una acción que se inscribe en la vieja aspiración de los argentinos. Las Fuerzas Armadas han producido un episodio que contó con el aval del pueblo. Se trata, en esencia, de un hecho que puede significar un arranque para terminar definitivamente con la decadencia» (Nueva Presencia, Nº 258)

Página seguida, el trabajo del Círculo Independiente (Brocato) denuncia que la mistificación de la «causa» Malvinas se montó sobre tres falacias. La falacia de una soberanía nacional, que escondía la evidencia de que el pueblo había sido despojado del ejercicio soberano del poder. Se llamaba soberanía a una cuestión territorial. Aquellos que no se inmutaban ante el remate del verdadero patrimonio nacional, y que habían llegado al poder matando y sometiendo a todo aquel que se les oponía, se constituían en los intérpretes y representantes de la soberanía. Una segunda falacia se montaba en relación al colonialismo. Aquí encontraba un argumento la izquierda malvinera. Se trata de la dictadura de un país oprimido que enfrenta a un imperio colonial, ergo una guerra justa; hay que aliarse a los hasta ayer genocidas torturadores. Aquí no se establece diferencia alguna, indica el documento, entre una usurpación de la soberanía nacional al estilo de la praticada por Francia en Argelia, por Bélgica en el Congo, por Inglaterra en la India, con una dominación como la de Gran Bretaña en el peñón de Gibraltar o la de los Estados Unidos en Guantánamo. Esto último es Malvinas.

Y la tercera falacia es «que se nos acabó la paciencia». Que ya se habían agotado los tiempos de la negociación. «Hace ciento cuarenta años que los ingleses no quieren entregarnos las islas; hace sólo catorce años que le vienen dando largas a la resolución de las Naciones Unidas. ¿Por qué el 2 de abril de 1982 se ‘agotó la paciencia argentina’? Es una patraña. Una patraña en la que, a conciencia, entra toda la dirigencia política argentina»

A partir de la difusión de esta declaración se organizan una serie de reuniones donde participan activistas que comenzaban a organizar centros estudiantiles -particularmente de Ciencias Económicas y Ciencias Exactas-, junto a viejos militantes sindicales y políticos de izquierda (como José Lungarzo, Oscar «Miguel» Posse, Ignacio Moiragui, entre muchos otros), Madres de Plaza de Mayo, movimientos vecinales. Una actividad que confluye con el pronunciamiento pacifista de sectores cristianos, como el Servicio de Paz y Justicia, y los obispos Novack, de Quilmes, y Jaime de Nevares, de Neuquén, que van organizando reuniones en la línea de denunciar el engaño y la manipulación. Una pequeña pero efectiva red de esclarecimiento y debate.

En paralelo, el 7 de mayo de 1982, se publica en Le Monde una declaración que firman Julio Cortázar, Osvaldo Bayer, Osvaldo Soriano, entre los más conocidos de cientos de exiliados políticos argentinos residentes en París, Madrid y México, pronunciándose en términos similares a los de la resistencia interior.

Dos trabajos, entre muchos, publicados al calor de los acontecimientos dan cuenta de estas posiciones entre los exiliados argentinos. En Cuadernos Políticos, de México, Adolfo Gilly publica «La guerra del capital», un ensayo en donde se señala la confluencia de dos crisis, la de los militares y la de Thatcher, como desencadenante de la guerra de Malvinas:

«En términos precisos lo dijo, desde el lado de la minoría británica que se opuso a la guerra colonial, el historiador Edward Thompson:

‘La guerra de las Falkland no es sobre los habitantes de las islas. Es sobre `no perder la cara´. Es sobre la política interna. Es sobre lo que sucede cuando uno le tuerce la cola a un león… es un momento de atavismo imperial, mezclado con las nostalgias de quienes hoy llegan al final de su edad madura’.

Como era fácilmente previsible para cualquiera menos inepto e ignorante que los militares que gobiernan Buenos Aires, Thatcher no iba a dejar pasar esta oportunidad de hacer una guerra, posiblemente costosa pero seguramente ganada desde un comienzo, para unificar en su apoyo a la opinión pública británica y subordinar a su política imperial a la oposición laborista, jamás reacia a apoyar tales empresas». (Gilly)

Tony Blair acaba de decir que él hubiese actuado igual que la dama de hierro. ¡Luego de la invasión a Irak, qué duda cabe!

En los documentos, ahora desclasificados, encontramos la prueba de esos análisis.

Apenas unas horas antes del desembarco de las tropas argentinas en Malvinas, se registra la siguiente comunicación telefónica, entre el presidente norteamericano Ronald Reagan y Galtieri:

Reagan … «estimo imprescindible continuar con las negociaciones y buscar una alternativa al uso de la fuerza. Créame, señor presidente, que tengo buenas razones para afirmar que Gran Bretaña respondería con la fuerza a una acción militar argentina».

Galtieri se niega a aceptar las indicaciones del jefe de occidente.

Alejandro Dabat y Luis Lorenzano escriben «Conflicto malvinense y crisis nacional» (Libros de Teoría y Política, México, 1982), en donde realizan una exhaustivo análisis y una documentada investigación sobre la crisis de la dictadura y de la sociedad argentina que desembocó en Malvinas.

Quedaron en desamparo, como bien lo señala Palermo, los ex combatientes. No pudieron entender la parte que les tocó en esta trágica opereta.

El capitán de infantería y paracaidista Carlos Arroyo describió al tribunal de las FFAA que juzgó los hechos las marchas y contramarchas del alto mando:

«Las raciones frías llegaban no a todas las posiciones. Pero inconsumibles porque los alimentos se congelaban a temperaturas de 10 y 12 grados bajo cero y no contaban con calentadores para descongelarlas. Inservibles. Falta de alimentación y de ropas adecuadas al frío. La movilidad del enemigo superó todo lo esperado.

El 50 por ciento de los soldados a su mando (150) o eran conscriptos con solo dos meses de instrucción o reincorporados de la clase anterior que habían hecho la colimba como cocineros, mozos, talabarteros, peluqueros, etc.» (Página 12)

A la hora de hacer su balance, el ex comandante del Ejército en tiempos de Carlos Menem, el teniente general Martín Balsa, admitió que «fuimos a un conflicto para el que no estábamos preparados…Se planificó sobre dos supuestos: que Gran Bretaña no iba a reaccionar y que Estados Unidos permanecería neutral. Ninguno de lo dos supuestos se dio».

A 25 años de la guerra, las Fuerzas Armadas no han dado todavía a conocer oficialmente el informe de la comisión por ellos mismos designada, presidida por el teniente general retirado Benjamín Rattembach, para estudiar por qué perdieron la guerra. Sí se sabe que la comisión Rattembach pidió la pena de muerte para todos los jefes militares que dirigieron la guerra de las Malvinas.

Carlos Abel Suárez es miembro del Consejo de Redacción de SINPERMISO.