Recomiendo:
0

Malvinas, la herida que no cierra

Fuentes: Rebelión

«Los hombres luchan y pierden la batalla; aquello por lo que pelearon se consigue, a pesar de la derrota, y entonces resulta no ser lo que ellos tenían intención de lograr, de modo que otros hombres tienen que luchar para obtener lo mismo que aquellos deseaban, aunque ahora lo llamen de otro nombre.» (William Morris.) […]

«Los hombres luchan y pierden la batalla; aquello por lo que pelearon se consigue, a pesar de la derrota, y entonces resulta no ser lo que ellos tenían intención de lograr, de modo que otros hombres tienen que luchar para obtener lo mismo que aquellos deseaban, aunque ahora lo llamen de otro nombre.» (William Morris.)

«Sólo le pido a Dios, que el engaño no me sea indiferente. Si un traidor puede más que unos cuantos, que esos cuantos no lo olviden fácilmente.» (León Gieco)

Recuerdo todavía la justeza del viejo León Rozitchner cuando señalaba, en una entrevista realizada un año atrás, que «de Malvinas no se ocupa nadie, ni la izquierda ni la derecha». Con su ya clásica marca registrada de valentía intelectual, León ponía el dedo en la llaga: el tema de Malvinas no es precisamente un cómodo salón de recreo para quienes se ocupan de desmenuzar críticamente la realidad nacional, al punto de que aún hoy parece preferible dejarlo en el cajón del olvido. Sin embargo, a diario los cuerpos -vivos y muertos- de nuestros soldados combatientes salen a flote, y nos impiden, para bien, la tarea de olvidar livianamente lo pasado.

Hagamos, pues, un poco de memoria. En 1982, como se sabe, la Junta Militar que gobernaba el país con mano de hierro atravesaba su crisis más profunda, resultado de un conjunto de procesos que se remontaban a decisiones políticas iniciadas en el año 1978. Para entonces, según la evaluación de los militares argentinos, la etapa de la «guerra contra la subversión», puro eufemismo para el exterminio y la desaparición de toda expresión y forma de militancia opositora, había terminado con la victoria de las Fuerzas Armadas, y debía dejar paso a una nueva, centrada en el diseño del orden político futuro, que incluyera una mirada favorable de la sociedad respecto de lo actuado por los militares durante los años de la represión ilegal[1].

Pero los primeros ensayos en ese sentido fallaron de plano. El intento de blanquear la política represiva a partir de la visita, en 1979, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), desencadenó una fuerte crisis política. El informe final de dicha entidad no sólo resultó fuertemente crítico de la represión clandestina, sino que abrió paso, en lugar de cerrarlo, al cuestionamiento generalizado del gobierno por parte de las organizaciones de derechos humanos. Un año después, en 1979, los militares argentinos iniciaron el llamado «Diálogo Político»[2], por el cual aspiraban a acordar con los partidos políticos el retorno a una democracia tutelada que les reconociera sus prerrogativas institucionales. Incluso, varios de los referentes máximos de las Juntas, en especial el Almirante Massera, aludían a la posible victoria de una fuerza política que garantizara la continuidad de su gestión.

Sin embargo, estaba llegando la hora del repliegue. La crisis económica de 1980, expresada en la oleada de quiebras bancarias, el cierre de fábricas y el acelerado aumento del desempleo, coincidió con el avance de las organizaciones de derechos humanos, legitimado a su vez por la consagración de Adolfo Pérez Esquivel como Premio Nóbel de la Paz. En 1981, el creciente ciclo de protesta que derivó en violentas manifestaciones callejeras contrarias al gobierno militar (como la movilización de la CGT – Brasil) se sumó a la novedosa experiencia opositora del «Teatro Abierto». El principio de autoridad de los militares, aspecto clave de una dictadura con aspiraciones totalitarias, estaba ya en bancarrota, y sus posibilidades de imponer condiciones al resto de los actores políticos eran nulas. Ello derivó y se reflejó en la creciente conflictividad entre las diferentes armas, fuerzas y facciones, expresada en los golpes palaciegos que encumbraron, primero a Viola, y luego a Galtieri, desgastando la imagen de unidad del bloque militar de cara a la transición política abierta.

Aquí es donde ingresa la cuestión de la guerra como tal. Aún hoy, para un buen porcentaje de los analistas y la mayor parte de la población, las razones de la guerra se explican por completo a partir de las dificultades de la dictadura en el plano interno. La invasión a las islas habría sido, desde el primer momento, un recurso político deliberado para mejorar las perspectivas del gobierno militar y asegurar su perdurabilidad, sorteando la crisis política desatada por la creciente movilización social y la interna militar[3].

Sin embargo, y sin negar la fuerza simbólica y política de la guerra (me referiré a ello más adelante), los análisis históricos muestran que las razones de los militares para iniciar el conflicto bélico fueron más complejas. Entre otras consideraciones, pesaron las de tipo geopolítico, tales como la revisión del Tratado Antártico y la resolución previsiblemente desfavorable que se esperaba del segundo fallo papal sobre el Canal de Beagle. En consecuencia, a fin de evitar la potencial pérdida de presencia en el Atlántico Sur y una eventual colaboración logística y militar entre Chile y Gran Bretaña, era esencial en 1982 para el gobierno argentino alcanzar algún tipo de acuerdo con Londres sobre las Malvinas. En enero, la Junta decidió una política que comprendía al mismo tiempo la reactivación de las negociaciones y la previsión del uso de la fuerza militar en caso de fracasar las primeras. Inicialmente, la operación militar prevista debía ser incruenta e incluía la ocupación y el retiro inmediato de las islas. Se buscaba así evitar una reacción militar británica y forzar una negociación. Sin embargo, la dinámica de los acontecimientos, y en especial la exaltación popular una vez recuperadas las islas, incentivaron a los militares argentinos a persistir en la empresa, con el final conocido[4].

¿Qué fue lo que sucedió? ¿Tan pronto había olvidado la sociedad sus demandas democráticas? Indudablemente, el asunto es bastante más complejo. Pues, al ordenar a las tropas que permanecieran en las islas, los comandantes de las Juntas jugaron una carta poderosa, pero efímera. La guerra contra el histórico adversario de nuestra soberanía, denunciado durante décadas por el nacionalismo popular y el revisionismo histórico, despertó naturales sentimientos de simpatía en muchos sectores de la sociedad, y se manifestó en un ciertamente indiscutible apoyo al gobierno, al menos en ese tema. Pero ese apoyo no estaba destinado a durar, pues la guerra no podía ser eterna: la misma decisión de permanecer en las islas condenaba la entera empresa.

Por otra parte, no puede deducirse de lo anterior que hubiera una genuina afinidad popular con la cruzada fascista de aquellos años. En primer lugar, como ya lamentaban los generales argentinos, muchos compatriotas, víctimas o no del terrorismo de Estado, continuaron luchando contra la dictadura, aún a costa de ser tildados de «traidores», aún a costa de sus propios sentimientos, seguramente enfrentados[5].

Y es que, en segundo lugar, no era fácil resistirse. Sencillamente, se trataba del impacto psicológico de la guerra, una guerra de verdad, y de sus consecuencias más evidentes, la primera de las cuales estriba en la «unión sagrada» de quienes sienten sus diferencias menos significativas que la integridad de la Nación. Nadie puede ser acusado por una reacción de ese tipo, pues nada diferente sucedió en las civilizadas naciones europeas, bien en agosto de 1914, bien en septiembre de 1939, o en los Estados Unidos hoy en día ¿O acaso ello no se aplica a la propia Inglaterra de Tatcher, aquejada, al momento de la guerra, por múltiples conflictos sociales, huelgas de trabajadores, etc., resultado del violento desguace del Estado de bienestar? De eso trata la guerra en una nación democrática: es casi imposible no sentirse parte de ella. Cuando el conflicto bélico concluyó, la dictadura argentina debió ceder todo el terreno ganado, y se batió en un desbande que, eventualmente, desembocaría en el triunfo del radicalismo, entonces embanderado bajo la insignia de los derechos humanos, y en el histórico Juicio a las Juntas Militares, de 1985. El gobierno de Margaret Tatcher, en cambio, continuó con su obra de reconversión de la economía y la sociedad británicas. Éste no es el precio del esclarecimiento y la concientización: es, meramente, el valor político de la victoria militar.

En definitiva, para quienes nacimos en torno a esos años de represión y exterminio, toda referencia a las Malvinas presentaba complicaciones insalvables. En primer lugar, la recuperación de las islas había quedado identificada ya de modo ineludible con la vía armada, la cual había decantado en derrota, y ésta a su vez se asociaba a los días finales de nuestra última dictadura, con sus tenebrosos intentos de perdurar en el tiempo, más allá de sus crímenes y vejaciones. Las imágenes de las plazas colmadas de fervor en torno del color uniformado, que pululaba y arengaba desde los balcones de la Casa de Gobierno, dolían en el alma. Es tal vez por ello que la tarea de recuperar la causa misma de la recuperación de las islas fue tan difícil para los sucesivos gobiernos democráticos. No sólo mediaba una guerra perdida: quedaba también la sospecha de que, en ese escenario, había sido lo mejor perderla[6].

El correlato inevitable, aún si de orden criminal, residía en el entierro confuso de los vivos y de los muertos, de los recuerdos dolorosos y de quienes, dolidos, los recordaban. Los veteranos, que habían sufrido ya la humillación de la derrota, las privaciones propias de la experiencia, los traumas de la guerra, fueron por años tratados como fantasmas, verdaderos parias con los que poco quedaba por hacer, sombras de un pasado ominoso que era imperativo ocultar bien, para que nadie los viera.

Veinticinco años después, abruma aún la tarea de devolverle la dignidad robada al combatiente, que según las reglas mismas de la moderna guerra civilizada no es responsable del enfrentamiento en que combate, sino sólo de la tierra que defiende con su vida. Sólo en ese contexto ha sido posible devolverle algún sentido a la lucha por la recuperación de las Islas Malvinas. En esa tarea, los gobiernos de la democracia, y especialmente el actual, han redescubierto la sana vergüenza, al retomar la tarea de la recuperación pacífica que por años había quedado detenida, a la espera de quien tuviera el valor de recoger su bandera sin pedir perdón al agresor ocupante, pero inclinando públicamente el rostro ante nuestros veteranos olvidados.

Recuperar las Malvinas no es una deuda con los Padres Fundadores, derivada de una supuestamente esencial unidad territorial de la nación. Es, en cambio, una acreencia que como sociedad mantenemos con los veteranos de guerra y con sus camaradas, en especial con los más de 600 argentinos que perdieron la vida en las gélidas aguas del Atlántico Sur. Más importante aún: en la medida en que repara una herida abierta por los militares genocidas, es también una deuda que tenemos con los hermanos mayores de los veteranos y caídos en la guerra de Malvinas. Por supuesto, me refiero a los 30.000 compañeros detenidos desaparecidos.


[1] Véase Acuña, Carlos; Smulovitz, Catalina: «Ajustando las Fuerzas Armadas a la democracia: Las FF. AA. Como actor político en la experiencia del Cono Sur», en Ágora, número 5, invierno de 1996.

[2] Véase Acuña, Carlos: «El Diálogo del Gobierno», en Revista del Centro de Investigación y Acción Social, Buenos Aires, Nº 295-296, agosto – septiembre de 1980; y también González Bombal, Inés: «El Diálogo Político: La transición que no fue», Documento CEDES, Nº 61, 1991.

[3] Esta tesis fue defendida por Ernesto López: El último levantamiento, Buenos Aires, Legasa, 1988.

[4] Véase Freedman, L.; Gamba Stonehouse: Señales de guerra. El conflicto de las Islas Malvinas de 1982, Buenos Aires, Javier Vergara, 1992.

[5] Ya en aquel momento, León Rozitchner, desde su exilio mexicano, planteaba los términos de la ecuación con una claridad meridiana: «El dilema es de hierro: nos dan a elegir entre Galtieri o Reagan – Tatcher. Lo mismo hace la Junta en el interior del país. Ellos dicen: `No elegimos a Galtieri, elegimos sólo estar al lado de los «justos intereses populares» ¿Pero quién dijo que las Malvinas son en este momento un `justo interés popular`? ¿Quién dijo que el enemigo principal son en este momento los Estados Unidos e Inglaterra, y no las fuerzas militares argentinas de ocupación que tratan de invertir la jerarquización a su favor? ¿Y quién dijo que ese interés lo es, precisamente en momentos en los cuales la soberanía efectiva del país fue arrasada por los mismos militares que la defienden simbólicamente en el enfrentamiento con Inglaterra? Como si los «justos intereses populares» pudieran ser reivindicados puntualmente, sin inscribirlos en una jerarquía histórica que en cada momento -como elemental regla general- da sentido a toda reivindicación […] La derrota argentina estaba presente desde el comienzo […] Y era esa lógica inscripta en uno mismo la que se manifestaba como deseo: no deben ganar. Y porque con ese punto de partida que estaba en el origen, la implantación del terror impune, la destrucción de la efectiva soberanía nacional, la carencia de una política de fraternidad con las naciones oprimidas y liberadas de ese imperialismo que -consecuencia inesperada- se salía a combatir, con todo eso, en términos estrictos de estrategia militar, la victoria era imposible de alcanzar ¿No era entonces más alocado desear que ganaran, cuando ese deseo no correspondía a nada real?». Véase Rozitchner, León: Las Malvinas. De la guerra sucia a la guerra limpia, Buenos Aires, CEAL, 1985.

[6] Véase el razonamiento de Rozitchner, en la nota anterior. La propia «Dama de Hierro», Margaret Tatcher, ha insistido a lo largo de los años en el «favor» que su país hizo a la lucha por la democracia en la Argentina al elegir pelear esa guerra. Más recientemente, Tony Blair ha declarado que, a su juicio, se trató de «la decisión correcta». Véase Página 12, 24/03/07, p. 7.