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Matar o no matar…

Fuentes: Rebelión

Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darles fin con atrevida resistencia? […] Hamlet (acto tercero, escena primera). William Shakespeare   El veredicto de Theodor Adorno sobre la imposibilidad […]

Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darles fin con atrevida resistencia? […]

Hamlet (acto tercero, escena primera).

William Shakespeare

 

El veredicto de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de la poesía después de Auschwitz, nos conduce inmediatamente a la imposibilidad de la dramaturgia después de Shakespeare. Hamlet como obra cumbre de lo existencial, la vida, la muerte, la cordura, el delirio, la acción, la inacción. «Ser o no ser». Principio del tercero excluido, en una insinuante dialéctica del devenir humano en todas sus pasiones. La inauguración del magistral soliloquio nos interpelará para siempre: «¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darles fin con atrevida resistencia?».

En este tiempo, al leer (o re-escribir) «sufrir los tiros penetrantes» no podemos abstraernos a las lógicas de las éticas-estéticas del refinado Adorno. Pensamos en Patricia Bullrich, lejana -tan lejana a Adorno- estrechándose con los gendarmes que balearon a los niños de una murga en un barrio marginado de la ciudad de Buenos Aires. Pensamos en Rafael Nahuel, muerto por la espalda, a tiros, y pensamos en el caso del asesino Chocobar y el asesinado Kukoc, Chocobar matando porque hay que matar, y la doctrina Macri-Bullrich-Peña, dando la orden detrás del blindex, sentando la falsa jurisprudencia, quienes de la demagogia punitiva hacen el llano sendero del lugar común sobre la invalidez de la vida de todx quien no posea, de todxs quienes no posean siquiera el mismo pensamiento.

«El imperio no se disolvió: tiene otros nombres más impersonales. Pero todavía dicta la ley. Todavía mata», escribe Andrés Rivera en la magna Hay que Matar. Y Rivera, que sabe, pone la geografía de su novela en «El Sur del Sur», allí donde la Patagonia parece no ser de nadie, salvo en el pequeño detalle que es de unos pocos, sin nombre, así llamados por Rivera, «La Compañía«.

Según Rivera, «no se roba a los ricos, decía [el comisario] Bill Farrel. Y había una sonrisa en los ojos de Bill Farrel. No. A los ricos, no». Ese Bill Farrel «autoridad. La ley instantáneamente constituida. Bill Farrel, el tirador más certero de El Sur del Sur. Bill Farrel, dueño de una provisión inagotable de whisky proveniente de los dominios de SMB».

«Ellos llegaron una noche cualquiera de agosto, a los gritos» premonitoriamente dice Rivera. «Y a los gritos, tiraron a ciegas… contra la oscuridad de la noche de agosto». Y Rivera nos recuerda, en 1982, el futuro, que es el pasado. Y la fría correntada del Chubut manteniendo estático a flote el cuerpo de un hombre fundido en la lucha que Rivera, que sabe, contó en Hay que Matar.

Y cuando Byron Roberts sucedió a Bill Farrel, aquel «supo, alguna vez, que la ley, la justicia, el whisky que tomaba, con discreción, noche a noche, las balas de su revólver de gatillo dócil, las pagaba el gobierno». Y era ese «un gobierno de hombres grandilocuentes, que habían recibido lecciones de buenas maneras, que pagaba La Compañía«. Y «La Compañía» también «pagaba los votos necesarios para que ningún hereje, o ninguna herejía, quebrase la perpetuación del disfrutable negocio que era El Sur del Sur».

Y en El Sur del Sur, los Lewis, los Benetton hacen a «La Compañía» en estos tiempos que son los de la letanía incesante desde que el español abrazó la cruz en El Sur del Sur. Y así como «Byron Roberts, comisario, no era dueño de una casa, ni de una legua de tierra, ni de una majada de ovejas», los gendarmes que en nombre de la paz de Benetton corrieron a los mapuches hasta que crucen el río, para que bufones Bufanos insistan con la farsa de la RAM, no son dueños ni de las horas del tiempo de su cuerpo puesto a la custodia de los millones de otros (y es posible que siquiera tengan un triste perro), pero ante la orden Hay que Matar, matan, por los millones de «La Compañía«.

Residentes provisorios, en el mercado de la carne, saben como Rivera y como saben Seu Jorge, Marcelo Yuca y Wilson Capellette, en la fuerza de la voz de Elza Soares o de Pedro Aznar que «la carne más barata del mercado es la carne negra», y «este país va poniendo a todo el país negro», para que seamos todos carne de mercado, la barata carne del mercado, puestos a caminar disciplinadamente porque nada nos salvará del orificio en la espalda de carne negra contra carne negra. Ni el oficio del justo juez que procese al asesino que ya nos mató, ese con placa y licencia para matar, condecorado por la copia filibustera de Bill Farrel que es Patricia Bullrich, en la risa canalla/demagógica del presidente Macri, en la foto, en la defensa de la ofensa a la vida, en el mensaje atroz y atrozmente asesino, que se cuela. Y aparece el payaso siniestro y perverso de Jaime Durán Barba para, desde el telúrico sentido, instalar el debate sobre la pena de muerte (país pionero si los hay en abolirla). El payaso no cree en la pena de muerte, la rechaza, pero impone el tema y se horroriza porque lo ligan a la pena de muerte.

Estos ladrones off-shore no se conforman sólo con robar y no pagar los impuestos: Hay que Matar.

«Estaban allí, en El Sur del Sur, no fortuitos, no erigidos por las angustias de un aspirante a bolichero» los almacenes «propiedades de La Compañía«. Vendían de todo en los almacenes, hasta «vendían polacas». Eran los dueños de El Sur del Sur.

Y el payaso siniestro y perverso, que se desgañita pronunciando que aborrece la pena de muerte, dice, en la perversidad del cinismo payasesco que lo caracteriza, que «si los gendarmes sólo pueden disparar cuando los delincuentes estén de frente, tendrán que huir en desbandada si usan ametralladoras con espejos retrovisores, dándoles siempre la espalda». El orificio por la espalda justificado, en la ley instantánea, en el cambio de doctrina sin cambiar el derecho, que impone esa copia mala, burlesca, de Bill Farrel que es ministra de acción en defensa de todo aquel que atente contra la vida. «Hay que superar la sensación de que los gendarmes son culpables de cualquier cosa» dice el payaso. Apenas si son culpables de una única cosa: de obedecer a asesinxs que dan la orden de que Hay que Matar detrás del blindex. Son carne negra, fácil de morir, fácil de olvidar la muerte de carne negra, en el presuroso indicativo de viajar a la represión; eran cuarenta y tres que nadie recuerda, que tuvieron el triste privilegio o destino si esa cosa cifrada existiera, de obedecer la orden funesta de una funcionaria alucinada, y de un pequeño hombre que gobierna en el norte como en El Sur del Sur, y les teme a las mujeres. A las mujeres negras, cuando las mujeres negras se rebelan y dicen que la carne negra no es carne de mercado, y ponen sus manos de pueblo en el pueblo, para que la carne negra sea un pleno goce humano.

Las mujeres fueron, naturalmente, esclavas del hombre, por miserable que el hombre fuese. No hay noticia que este hábito haya sido desterrado donde sea que el hombre viva.

Hay que Matar. Andrés Rivera.