Una encuesta reciente revela que sólo el 35 por ciento de los adolescentes nacidos y criados en democracia la valoran como el mejor de los sistemas políticos existentes1. Tras veinticinco años de vigencia ininterrumpida del Estado de Derecho, este sólo dato debería alertarnos sobre la necesidad de reflexionar acerca de aquello que damos por descontado: […]
Una encuesta reciente revela que sólo el 35 por ciento de los adolescentes nacidos y criados en democracia la valoran como el mejor de los sistemas políticos existentes1. Tras veinticinco años de vigencia ininterrumpida del Estado de Derecho, este sólo dato debería alertarnos sobre la necesidad de reflexionar acerca de aquello que damos por descontado: el futuro de una sociedad donde el régimen político no ha logrado parir una cultura consistente con su reproducción en el tiempo.
¿Qué se logró en estos veinticinco años? En primer lugar, la violencia política quedó descartada como método de resolución de conflictos de idéntica naturaleza. En un país con 30.000 detenidos desaparecidos, no deja de ser una buena noticia. En segundo lugar, se han asegurado mecanismos institucionales para la sucesión política, que, templados al calor de durísimas crisis económicas y sociales (1989, 2001), respondieron de manera aceptable. En tercer lugar, las Fuerzas Armadas, que históricamente fueron el relevo corporativo del inexistente Partido del Orden argentino, fueron gradualmente eliminadas como actor político. Dos hitos marcan este fenómeno: la decidida represión del último levantamiento militar, en diciembre de 1990, por parte de Carlos Menem, y el acto de entrega de la ESMA a los organismos de derechos humanos, por parte de Néstor Kirchner, en marzo de 2004. Podría agregarse la autocrítica del general Balza, en 1995, asumiendo la responsabilidad histórica por los crímenes de los uniformados.
En cuarto lugar, y tras un largo camino, la sociedad ha logrado finalmente cumplir con los anhelos de justicia de las víctimas del terrorismo de Estado. Este tópico, indeleblemente ligado a la victoria del alfonsinismo en 1983, por sobre un peronismo demasiado identificado con la represión ilegal, tuvo su primera epopeya en los históricos Juicios a las Juntas Militares, en 1985. Sobrevivió a los duros reveses de la Obediencia Debida y los Indultos, y volvió, después de 2003, como tema central de la lucha contra la impunidad, por la igualdad ante la ley.
¿Qué faltó? Es difícil dar una sola razón, pero diría que la gran deuda de la democracia argentina pasa menos por la exigencia -relativamente resuelta- de respeto institucional, que por su eficacia como sistema para garantizar un adecuado nivel de vida a la ciudadanía. En términos de Marshall, alcanzamos la ciudadanía política, pero todavía estamos lejos de la ciudadanía social. Expresado de modo más pedestre, es imposible hablar de plenas garantías democráticas cuando el 40 % de la población no tiene acceso a condiciones dignas de existencia, vive en la pobreza, en la indigencia, carece de servicios elementales -salud, educación, vivienda, agua potable-, o bien, teme perder lo poco que tiene. No es meramente imposible, no: es inaudito. ¿Cómo valoraría la democracia el lector, si viviese en tales condiciones? ¿Cómo valoraría la política, la participación, la República, las instituciones, etc.?
La democracia argentina, contrariamente a aquello que escuchamos con tanta insistencia, es todavía joven. Ha superado los desafíos inmediatos del corto plazo, principalmente derivados del juego de factores institucionales. Pero para que sea debidamente apreciada por la sociedad, debe contribuir a transformarla.