A 30 años del golpe de Estado en Argentina y con el fin de participar en la labor actual de reconstrucción de la memoria popular argentina, juzgamos interesante publicar el siguiente testimonio. Se trata de un fragmento del texto publicado en «El trotskismo frente a la Triple A y la dictadura: A 30 años del […]
A 30 años del golpe de Estado en Argentina y con el fin de participar en la labor actual de reconstrucción de la memoria popular argentina, juzgamos interesante publicar el siguiente testimonio. Se trata de un fragmento del texto publicado en «El trotskismo frente a la Triple A y la dictadura: A 30 años del golpe genocida, el PST contado por sus militantes como un aporte para la memoria, verdad y justicia completas».
¿Cómo era un día normal de militancia en esos años?
¿Cómo era un día normal de militancia en esos años? Para mí comenzaba yendo a dar clases durante toda la mañana hasta después del mediodía, y a partir de ahí a militar. (…) Generalmente, las reuniones con los militantes de las regionales las hacíamos caminando, porque no nos podíamos arriesgar a entrar en un café por miedo a los operativos. (…)
Una tarea muy importante era ingeniárselas para pasarles a nuestros presos los informes políticos nacionales e internacionales, que les permitían hacer sus reuniones dentro de la cárcel. Los informes de la IV Internacional[1] eran, sobre todo, muy importantes. Todos, tanto los que estaban adentro, como los que estábamos afuera, nos decíamos que había que resistir, porque cuando viniera el alza, y pudiéramos empalmar con el resto del mundo, teníamos que estar enteros. Además, teníamos la responsabilidad de ser una de las secciones más grandes de la Internacional, y nos parecía lógico que, aún en la situación en que vivíamos, pusiéramos todo de nosotros para que la revolución se siguiera desarrollando en otros países. No se puede explicar de otra manera la preocupación de los compañeros por saber qué pasaba en Colombia, en Perú, en Nicaragua, o en Europa, y las preguntas y los enojos cuando el informe era sólo nacional.
Casi siempre eran los hermanos o hermanas los que aceptaban entrar los informes. El problema eran los compañeros que no tenían familiares que quisieran hacerlo. Ahí teníamos que ingeniarnos, y buscar una compañera que aceptara visitarlos como «concubina». A la distancia, merecen un homenaje esas compañeras que estuvieron dispuestas a pasar por las vejaciones a las que tenían que someterse las visitas, para que los compañeros pudieran recibir su informe político dentro de la cárcel.
(…)
Pero la peor de todas las tareas, era cuando recibíamos la noticia de que un compañero o una compañera no habían llegado a una cita, y luego no habían dormido en su casa. En algunos casos, los menos, se trató de compañeros o compañeras que creían en el amor a primera o quinta vista y decidían quedarse a dormir con su nuevo (o viejo) amor sin avisar. En otros, la mayoría, la realidad era mucho más cruel, y, en esos casos, todos sabíamos que lo crucial era hacer el máximo escándalo a nivel nacional e internacional lo antes posible.
Tan pronto como sabíamos de una desaparición, se ponía en funcionamiento todo un operativo desde las regionales, para que recibiéramos el nombre verdadero del compañero o la compañera desaparecidos. Era trágico cuando las regionales no se podían poner en contacto con la familia, porque, obviamente, no podíamos hacer un habeas corpus por «Gardel». Eso nos pasó cuando el entrañable compañero al que todos conocíamos con ese seudónimo, fue secuestrado. Recién allí supimos que se llamaba Eduardo Gómez.
Tan pronto como teníamos el nombre y el número de documento, se hacía el habeas y el viejo Enrique[2] salía a primera hora de la mañana siguiente para tribunales. Yo, mientras tanto, comenzaba la recorrida por la APDH, Familiares, el Movimiento Ecuménico, el estudio de Augusto Conte, que siempre nos dio una mano, y los corresponsales extranjeros. A partir de 1979 incluimos también al CELS. También intentábamos llegar a los diarios, pero desgraciadamente, con la excepción del Buenos Aires Herald, ninguno quería publicar nada. Finalmente estaba Amnesty International. A medida que fue pasando el tiempo y que la gravedad de la situación se fue haciendo cada vez más pública, comenzamos a tener teléfonos donde podíamos comunicarnos tan pronto como sabíamos de los secuestros. Uno, era el de la Embajada de Estados Unidos, donde mientras estuvo Tex Harris tuvimos acceso inmediato.
Teníamos claro que si los compañeros no aparecían, o no había noticias de ellos pronto, no había ninguna esperanza. En ese sentido, el caso más doloroso fue el de Ana María Martínez, la última de nuestras desaparecidas, secuestrada el 4 de febrero de 1982. Desde el inicio nos encontramos con serios problemas fruto de la situación política del país: por un lado ya hacía tiempo que no había denuncias de desapariciones, y, por el otro, la dictadura ya mostraba desgaste. Por las dos razones, de parte de los organismos como la APDH no había demasiadas ganas de hacer olas. La primera que se hizo eco de nuestro reclamo fue la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú. A partir de que ella hizo público el secuestro en su programa matinal, la cosa empezó a moverse, pero ya era demasiado tarde.
Mirada a la distancia, fue una tarea desgastante. Sobre todo porque yo tenía la sensación de ser un pájaro de mal agüero que llegaba a las regionales cuando había sucedido una catástrofe. Afortunadamente no siempre era así. A veces las reuniones eran para discutir una marcha, o la distribución de uno de los varios boletines de derechos humanos que sacamos durante la dictadura, o la orientación del trabajo con los familiares o las madres de desaparecidos o presos de la zona. Otras veces, sobre todo en el Gran Buenos Aires, se trataba de charlas con familiares o activistas de derechos humanos, o con los sindicatos-como el SMATA o Papeleros de Quilmes- para coordinar actividades cuando había alguna marcha.
Además estaban las tareas regulares, como visitar a los periodistas de los medios internacionales; a las embajadas pidiendo visas para que los presos pudieran salir con el derecho «de opción»[3]; preparar los informes mensuales para los organismos internacionales de derechos humanos y los sindicatos de distintos países, para mantener siempre vivas las campañas internacionales. Para todo eso era indispensable tener al día las listas de presos y desaparecidos, y seguir las causas de los que las tenían. Era una tarea gris y cotidiana, pero no sin su pizca de emoción: más de una vez recuerdo haber ido con listas de presos y desaparecidos enrolladas dentro de la manga de un pulóver o en un sobre dentro de un libro y que me parara un operativo militar. (…)
El equipo de las madres
El equipo de las madres empezó de manera accidental. Al principio, durante la segunda mitad de 1976, todos esperábamos que los desaparecidos volvieran o fueran «regularizados» como presos a disposición del PEN, como había sido nuestra experiencia hasta ese momento. Para nosotros, el hecho de que no aparecieran los cadáveres era siempre una esperanza.
A medida que la situación se fue volviendo permanente, comenzamos a visitar a las madres de los desaparecidos que nos querían recibir, y a aconsejarles que participaran en la Comisión de Familiares de Detenidos y Desaparecidos (…). Eso comenzó a crearnos un problema político, porque nuestras madres no eran obviamente militantes políticas experimentadas, como muchos de los cuadros del PC que dirigían las reuniones. Entonces, poco a poco, comenzamos a hacer reuniones cada vez más políticas con cada una de ellas, explicándoles porqué el PC hacía lo que hacía. Poco después, pensamos que no tenía sentido multiplicar reuniones, y que lo mejor era verlas juntas. Teníamos dos puntales: Cota y Elsa, y luego se les incorporaron Virginia, Mary Zampi y Mimí. Ellas las ganaron a Alicia y Dorita, dos dirigentes de Familiares cuyo hijo y cuya hija, respectivamente, no eran del PST. Entre ellas formaban un «dream team» que se peleaba a brazo partido con el PC en Familiares y que discutían política con un fervor y un nivel que sus hijos e hijas les hubieran envidiado. Las reuniones de equipo con ellas eran verdaderas reuniones de discusión y elaboración. Nunca aceptaron nada sin saber exactamente porqué lo proponíamos, y sopesar los pro y los contra. Cuando no veían la línea era porque en algo nosotros la estábamos pifiando.
En mayo de 1977 nos llegó la noticia de que había madres de desaparecidos se reunían todos los jueves en la Plaza de Mayo. Les preguntamos a Cota y Elsa y nos dijeron que sí, que ellas se habían enterado y que ya estaban yendo. Nos dijeron que se trataba de madres que no querían ir a Familiares porque estaba controlado por el PC, pero que no tenían ningún problema en que las madres fueran a los dos lugares. Así fue como nuestras madres se integraron también a Madres de Plaza de Mayo.
Empezamos a partir de allí a tener otro problema: nuestras madres comenzaron a tener sus propios «contactos», a quienes les pasaban o bien nuestro boletín de derechos humanos o bien el periódico del PST, y ellas querían hacer reuniones un poco más «serias». El inconveniente era doble, porque, por un lado, las madres no querían que los jóvenes participáramos en la ronda por miedo a que nos secuestraran, pero, por el otro, muchas de ellas venían de lejos, incluso de la provincia, y no podían hacer tantos viajes al centro. Entonces decidimos reunirnos, de tanto en tanto, a la salida de la marcha de los jueves, en una «reunión ampliada», en uno de los cafés de Avenida de Mayo.
Creo que en esos años de dolor, para esas madres que se reunían con nosotros, y que leían nuestra prensa, ver que el PST seguía militando, aunque no fuéramos el partido de sus hijos, era como ver que ellos no estaban desaparecidos en vano. Ninguna de ellas renegó nunca de la militancia de sus hijos: ellos no habían caído por «perejiles» sino porque militaban por un mundo mejor. Y nosotros, que seguíamos luchando por el socialismo, más allá de las diferencias que pudieran habernos separado de ellos en los años anteriores, éramos un poco sus hijos.
Patricia Derian
Con la elección de Carter en Estados Unidos en 1977, aunque no esperábamos que la famosa política de la zanahoria y el garrote cambiara algo, sí pensábamos que había que aprovechar las contradicciones que pudieran producirse en la relación entre los dos gobiernos, sobre todo, si eso nos permitía salvarle la vida a los compañeros. Sin embargo, los esfuerzos por aplicar la doctrina Carter no tuvieron un efecto muy evidente, por lo menos para nosotros.
En agosto de 1977, llegó al país en una de sus tres visitas, Patricia Derian, encargada de Derechos Humanos del gobierno de los Estados Unidos, con el objetivo-además de presionar al gobierno-de ponerse en contacto directo con los familiares de los detenidos y desaparecidos. No sé cuántas puertas tuve que tocar, pero finalmente, creo que a través de Augusto Conte, conseguí una entrevista con ella para presentarle los casos del PST. Al llegar, me encontré con representantes de Madres de Plaza de Mayo y de Familiares, así como familiares de presos y desaparecidos que habían ido a presentar casos puntuales.
El amateurismo de los americanos era inconcebible. A la entrada tuvimos que dejar nuestros documentos en manos de gente de civil con un aire de policía federal que mataba. Cuando le dije a una de las secretarias de la embajada que nos estaban poniendo en manos de los militares, me dijo que no me preocupara, que a esa gente era de la Federal, pero que ellos la habían elegido porque les era «leal», por lo que no había peligro de que entregaran nuestros nombres y número de documento a sus jefes (sic). Además, me aclaró que habían arreglado para sacarnos de la embajada en autos oficiales. Y cumplieron: nos dejaron en Avenida Santa Fe, a unas pocas cuadras del bunker yanqui – ¡y cerca de la comisaría de la zona!-, para que de allí pudiéramos volvernos a casa como quisiéramos. (…)
La salida a la democracia
Después de la derrota de Malvinas, fecha en la que para nosotros se acabó la dictadura militar para todos los efectos reales, comenzó una nueva etapa para el PST y para los que trabajábamos en el frente de Derechos Humanos.
Pese a que las declaraciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en 1979, habían dejado en claro que no había ninguna esperanza de que hubiera algún desaparecido con vida, era imposible convencer a las madres de que «Aparición con vida» era una consigna irrealizable. Nuestras propias madres se encontraban atravesadas por esa contradicción. A eso se sumaban las promesas cínicas de Alfonsín que se comprometía, si ganaba las elecciones, a abrir los campos de concentración que quedaran. Todo eso hizo que cuando comenzamos a levantar la consigna «Verdad y Justicia» causamos un verdadero escándalo en el movimiento. Hebe de Bonafini nos llamó traidores y me prohibió entrar a la Casa de las Madres. Un año después, nuestra consigna se transformó en la consigna que guió la lucha del movimiento a lo largo de veinte años, y que concluyó con la anulación de las leyes de amnistía y obediencia debida, y el nuevo juicio a todos los responsables de las violaciones de derechos humanos. Argentina es, en ese sentido, un caso único en América Latina.
Cuando se abrió la campaña electoral, nuestras madres, a pesar de sus contradicciones, siguieron fieles al lado nuestro peleando el voto por Luis Zamora. Sin embargo, la suerte ya estaba echada. En una de las reuniones amplias, a la que invitamos a todas las madres que habían recibido nuestra prensa y estado a nuestro lado durante toda la dictadura, una de las invitadas me dijo con una claridad absoluta: «Sabés qué pasa, Virginia, que vos me decís que si lo votamos a Luis tendremos que seguir luchando para que nos digan qué pasó con nuestros hijos, y Alfonsín me promete que si lo voto ya no voy a tener que luchar más porque el me lo trae con vida.» Mi respuesta fue la única posible: «Van a votar por Alfonsín que las está engañando y van a tener que seguir luchando.»
De dónde sacamos fuerzas para hacer lo que hicimos
Muchas veces me pregunto si fui yo la que lo hizo, y creo que todos los compañeros que pasamos por eso nos hacemos la misma pregunta. Y no sólo los que militamos en la superficie, sino también los otros, los abnegados y anónimos que patinaron el barro del Gran Buenos Aires organizando a los trabajadores en asados, partidos de fútbol, lo que fuera, para que siguiera viva, aunque en una dimensión microscópica, la llama del socialismo.
Hace dos años volví a Argentina para encontrarme con muchos de aquellos con los que tuve el orgullo de militar en esos años de la dictadura militar. Creo que la fortaleza del vínculo que se creó entre nosotros es algo único, que sólo pueden entender los que pasaron por una situación similar, y que va más allá de la situación o de las ideas políticas que tengamos en estos momentos. Hay por lo menos cien cuadros sin partido en el Gran Buenos Aires que despuntan el vicio haciendo actividades en sus barrios, reuniéndose entre ellos, o no sé qué. Hay un capital militante desperdiciado en busca de un proyecto que los galvanice una vez más. Espero que este ejercicio de memoria les llegue, estén donde estén, a esos cuadros de nuestro «glorioso PST» que sobreviven, y sirva para unirnos a todos, por lo menos en el recuerdo de los que se quedaron en el camino.
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