Las tensiones que afronta el modelo no son coyunturales, ni obedecen a la impericia. Son desequilibrios estructurales de un esquema que no modificó los pilares de una economía dependiente con gran desigualdad social. En algunos terrenos estratégicos como la energía, estas contradicciones se acentúan día a día. La factura energética Durante una década el gobierno […]
Las tensiones que afronta el modelo no son coyunturales, ni obedecen a la impericia. Son desequilibrios estructurales de un esquema que no modificó los pilares de una economía dependiente con gran desigualdad social. En algunos terrenos estratégicos como la energía, estas contradicciones se acentúan día a día.
La factura energética
Durante una década el gobierno toleró el vaciamiento de reservas e instalaciones que consumó REPSOL para extraer crudo y expatriar ganancias sin invertir. Presionado por el colapso energético, los mismos funcionarios nacionalizaron la empresa proclamando que el país no pagaría por el saqueo padecido. Ahora anuncian una indemnización que otorgará bonificaciones adicionales a los responsables de la descapitalización.
Kicillof ha sido la cara visible de ambas decisiones. Hace un año y medio declaró que REPSOL no merecía un peso, puesto que distribuyó utilidades a costa de los activos energéticos y se expandió internacionalmente con los recursos del subsuelo nacional. Prometió una auditoría para evaluar el estado de los pozos y el impacto de los daños ambientales. También delegó en un tribunal la eventual estimación de un precio por los litigios pendientes. Ahora declara que la empresa recibirá 5000 millones en títulos públicos que incrementarán la deuda externa. En esta exhibición de pragmatismo, la palabra empeñada vuelve a depreciarse.
REPSOL no sólo recibe el dinero que estaba regateando, sino que tendrá abiertas todas las puertas para seguir lucrando con otros negocios. Conserva el 12% de la participación accionaria en YPF y engrosa el pelotón de compañías que olfatean altas ganancias en los nuevos yacimientos.
La atracción de esos pozos explica el gran protagonismo que tuvo la mexicana PEMEX en el acuerdo de indemnización. Esta empresa estatal ha quedado bajo el mando de una gerencia privatista, que se apresta a repetir el desguace padecido por YPF durante el menemismo.
Como tienen una importante participación accionaria en REPSOL aceleraron el acuerdo, mediante la directa intervención del presidente neoliberal Peña Nieto. La tratativa final incluyó todas las intrigas que rodean a un negocio turbio.
Algunos economistas K describen esta capitulación como un logro, asumiendo los argumentos de la derecha sobre las inversiones necesarias para recuperar el faltante energético. Olvidan que bajo el actual gobierno Argentina exportaba combustible, mientras las reservas de petróleo y gas se desplomaban hasta generar el actual bache de importaciones. Este déficit no obedece al crecimiento de la economía. Hubo permisividad oficial y visto bueno con los planes prometidos e incumplidos por las compañías.
Los neoliberales que impugnaron la nacionalización se sienten ahora reivindicados y se congratulan por las nuevas concesiones recibirá el capital extranjero. Pero quiénes tanto resaltan la centralidad de esas inversiones, olvidan que el desarrollo petrolero de Argentina nunca se asentó en capitales foráneos. Fue un resultado de la propiedad estatal del crudo y del equilibrio entre exploración y explotación, que se logró mediante un sistema integrado de extracción, refinación y comercialización.
El kirchnerismo ha pasado de la intervención tardía en YPF a un giro privatista, luego de varios meses de indefiniciones. En lugar de estatizar plenamente la compañía se afianzó la sociedad mixta, no se revisaron los contratos y se recrearon las viejas relaciones con el sector privado. El viraje en curso ya supera ampliamente las concesiones que hizo Perón a la California-Standard Oil en 1955.
El acuerdo con REPSOL apunta a despejar el camino abierto con Chevron para extraer el crudo obtenido con productos químicos contaminantes ( shale-oil). Este sistema ( fracking) ha sido prohibido en varios países de Europa y su aplicación en el yacimiento de Vaca Muerta fue negociada con cláusulas secretas, limitado compromiso de inversión, nula transferencia de tecnología y autorización para remitir utilidades al quinto año de explotación. Este modelo -que despierta euforia en Gallucio («Queremos más Chevrones»)- omite recordar las condenas que recibió la empresa estadounidense en Ecuador por gravísimos delitos ambientales [2] .
El convenio con Chevron ha sido el primero de un nutrido menú de concesiones a 30 compañías ya instaladas en la zona y a más de 60 que llegarían en los próximos años . T odas las empresas anunciaron que invertirán sólo a cambio de mayores precios. Este encarecimiento es un dato incorporado a la estrategia de YPF, que espera manejar una cotización de 102 dólares por barril en el 2017 frente a los 79 actuales. En los últimos dos años la empresa lideró un incremento de los combustibles que duplica el alza de precios al consumidor. Se ha convertido en generadora de inflación y socava la «competitividad» que tanto preocupa al equipo de Kicillof.
Este aumento del combustible será complementado por una reorganización de las empresas distribuidoras de gas y electricidad, que transitaron la década sin invertir. También aquí el modelo de gestión menemista fue preservado. El grueso de las compañías atraviesa por una delicada situación financiera que esperan recomponer con los tarifazos que pagará la población. La gran valorización bursátil reciente de esas empresas ilustra la gran expectativa que tienen los capitalistas con el negocio que imaginan.
Los efectos del extractivismo
El tipo de explotación que augura el shale oil se asemeja a la minería de cielo abierto que está devastando la Cordillera. Más de 70 empresas instaladas bajo la gestión K dinamitan montañas para extraer mineral, mediante una disolución de las rocas con compuestos químicos contaminantes. Esta actividad destruye el medio ambiente sin crear empleo, ni generar desarrollo. Engrosa las ganancias de corporaciones internacionales que tributan bajos gravámenes.
El avance de la minería sintoniza con el perfil extractivo de una economía cada vez más dependiente de la soja. Este cultivo se expande podando bosques y fumigando superficies, con agro-tóxicos que despojan a la tierra de sus nutrientes. Garantiza enormes beneficios a los proveedores de esos insumos y refuerza el monopolio de Monsanto, que impuso una modificación de la ley de semillas para asegurarse ese control.
La soja afianza su preeminencia a costa de la ganadería, los cultivos provinciales y el trigo. El precio del pan se disparó recientemente por la reducción del volumen cosechado, como directa consecuencia de la primacía que ejerce la vedette de las exportaciones. La Mesa de Enlace continúa culpando del problema a las «retenciones», para ocultar el enorme lucro que el sector obtiene mediante su pasaje a la soja.
Con un hipócrita discurso «en defensa del pequeño productor», Buzzi y De Angeli promueven una mega-devaluación que empobrecería al grueso de la población. Están siempre dispuestos a reiniciar la sublevación patronal del 2008 juntos a sus aliados de la sociedad Rural. Sólo cuestionan de palabra a los grandes intermediarios.
Una porción significativa de las ganancias obtenidas por los grupos agro-exportadores se filtró hacia el exterior y otra parte ha nutrido la alocada expansión urbana. El mercado fija las reglas de un crecimiento en las grandes ciudades que encarece el suelo y los alquileres, condenando a los desamparados al hacinamiento. Las decenas de muertos que provocan las inundaciones periódicas son una consecuencia de esta desregulación del negocio inmobiliario.
¿Reindustrialización?
Los economistas del kirchnerismo reconocen la continuada gravitación de la agro-exportación, pero afirman que la reindustrialización ha sido el dato descollante de la última década. Contraponen este avance con la liberalización financiera de los 90 y estiman que Argentina ha sido el único país de la región que evitó la primarización [3].
Pero esta caracterización se basa en una repetida comparación con la depresión del 2001. Como pocas economías padecieron un colapso tan agudo, resulta muy sencillo demostrar la inédita envergadura de la recuperación fabril que tuvo Argentina.
Lo ocurrido simplemente ratifica que un derrumbe mayúsculo tiende a ser sucedido por una recomposición significativa. Una vez repuestos los niveles tradicionales de producción y empleo, quedó también reinstalada la misma estructura industrial dependiente y vulnerable del pasado. Por eso reapareció la elevada importación de insumos y la escasez de divisas para solventarlos. El déficit comercial del sector se expandió al compás de crecientes compras externas de bienes y equipos [4].
La recuperación cíclica de la última década reforzó, además, la concentración y extranjerización de la industria. Como se mantuvo una ley de inversiones extranjeras que otorga total libertad para remitir utilidades, las ganancias fueron inmediatamente giradas a las casas matrices.
Las empresas trasnacionales controlan el grueso de la actividad industrial y no realizan transferencias de tecnologías. Como el mercado argentino es marginal a sus estrategias globales el nivel de reinversión local o creación de empleo es muy bajo.
Estas tendencias se verifican con nitidez en el emblemático sector automotor. Con un sistema de fabricación reordenado en torno a la importación de autopartes, esta rama genera un enorme déficit comercial. A diferencia de los años 60 o 70, las multinacionales ya no lucran utilizando vieja maquinaria para abastecer un mercado interno protegido. Ahora priorizan la exportación y el intercambio de partes con sus filiales de otros países [5].
En esta articulación con el mercado externo, la rentabilidad depende mucho del costo salarial y del tipo de cambio. Por eso las empresas acompañan todos los pedidos de ajuste cambiario. La gravitación del sector automotor condiciona el perfil de una producción industrial divorciada de las prioridades nacionales. El país se está indigestando con vehículos que agravan la congestión urbana, imponen un alto consumo de energía y terminan obstruyendo el propio transporte de individuos y mercancías.
El contraste entre el boom automotriz y el desplome del sistema ferroviario retrata hasta qué punto están invertidas las prioridades del desarrollo. El excedente de vehículos convive con la secuencia de tragedias anunciadas que se registra en las vías. Se privilegió el negocio automotor, mientras se convalidaba el «ferrocidio» iniciado por el menemismo, con el desmantelamiento de 37 talleres, 800 pueblos y el 80% de los servicios. Esta devastación produjo más accidentes desde la privatización que en toda la historia previa del sistema.
El kirchenerismo continuó esta destrucción al preservar las concesiones que enriquecieron a Cirigliano, Jaime y sus secuaces. Esos desfalcos incluyeron la compra de material inutilizable, contratos sub-ejecutados y obras paralizadas. Cuando afloraron las consecuencias de estos desastres, el gobierno se limitó a cambiar un concesionario por otro. Ni siquiera la reciente estatización anula los negocios de esos grupos. Últimamente se han improvisado, además, compras directas de unidades a China, en desmedro de un plan de fabricación interno.
La desarticulación del transporte retrata el estancamiento de una reindustrialización, que se encuentra adicionalmente bloqueada por la consolidación de un sistema financiero pro-consumo y anti-inversión. Las pocas regulaciones heterodoxas que se introdujeron para ordenar el mercado de capitales o actualizar la Carta Orgánica del BCRA, no alteraron la carencia de préstamos de largo plazo. Sólo multiplicaron la liquidez que manejan los bancos para motorizar la demanda.
Fallido neodesarrollista
La gestión kirchnerista ha puesto de relieve los límites de un intento neo-desarrollista. Este ensayo introdujo cambios en la política económica, en los equilibrios entre las clases dominantes y en las modalidades de la regulación estatal, pero terminó generando inflación, tensión cambiaria y déficit fiscal. Una vez alcanzados los techos de la recuperación salarial, se afianzó la desigualdad social y la inserción internacional del país como exportador de soja.
El modelo se distanció de la ortodoxia neoliberal, pero sin incluir medidas que permitieron comenzar la redistribución real del ingreso y el cambio de la matriz productiva. Al cabo de una década el neo-desarrollismo tambalea [6].
Esta asfixia obedece, en primer lugar, a la incapacidad política que demostró el gobierno para incrementar la apropiación estatal de la renta sojera. Pretendió aumentar la absorción de ese excedente subiendo las retenciones, pero fue derrotado en la confrontación del 2008 y abandonó la batalla. Ese desenlace marcó un punto de inflexión. No le impidió al kirchnerismo preservar (y recrear) su hegemonía política, pero le quitó al estado los recursos requeridos para la reindustrialización. Una vez agotada la recuperación pos-2001, el PBI mantuvo varios picos de ascenso, pero los motores estratégicos del desarrollo se apagaron.
Argentina es una economía agro-exportadora asentada en la extraordinaria fertilidad de la tierra. Este ventajoso acervo de recursos naturales constituye una maldición bajo el capitalismo, puesto que establece un alto piso de renta comparativa para cualquier otra inversión. Ninguna actividad ofrece un nivel de rendimiento semejante al agro. Esta asimetría determinó la preeminencia inicial de la ganadería y los cereales y su reemplazo actual por la soja.
La inversión industrial no pudo competir durante la centuria pasada con el latifundio terrateniente y no logra rivalizar en la actualidad con los Pools de Siembra. Un sector primario que ofrecía escasas ofertas de trabajo a los chacareros se ha tornado expulsivo del empleo, en la era de la siembra directa. La aglomeración en villas miserias que generaba el éxodo rural del interior ha devenido en informalidad laboral masiva.
Los distintos proyectos de industrialización que se implementaron desde la segunda mitad del siglo XX apuntaron a contrarrestar esta tendencia a la primarización estructural. Pero todos afrontaron el mismo límite que impone la elevada renta agroexportadora al estrecho beneficio fabril. Como la fertilidad natural de la tierra asegura costos muy inferiores al promedio mundial, la vieja tentación de privilegiar el agro invariablemente se renueva.
Esa jerarquización agroexportadora reapareció con fuerza en las últimas décadas de modernización de la producción (agroquímicos, modificaciones genéticas, maquinaria de última generación) y aumento de la demanda internacional (por especulación financiera, compras de China-India y agro-combustibles). Este escenario volvió a disuadir el tibio intento kirchnerista de sostener la actividad fabril, más allá de alguna sustitución de importaciones. Los capitalistas sojeros mantuvieron su renta y el estado se quedó sin los ingresos necesarios para desenvolver un modelo productivo.
Esta preeminencia de la agro-exportación genera, además, una fuerte afluencia de dólares que socava la estabilidad cambiaria. Esa oferta encarece la producción local y recrea las quejas empresarias contra la «vigencia de una paridad semejante a la convertibilidad». Estos desequilibrios estructurales volvieron a descolocar a la política económica y han impuesto el terrible correctivo devaluatorio en curso.
Decepción con la burguesía
Pero el kirchnerismo no ha fallado sólo por renunciar a la apropiación estatal de la renta agro-exportadora. También apostó al comportamiento productivo de la burguesía, olvidando los reflejos que ha desarrollado este sector para fugar capitales, remarcar precios y desinvertir. Las expectativas que todos los gobiernos depositaron en esa franja, siempre concluyeron en estruendosas decepciones. La vieja frase del político radical Pugliese sintetiza esa frustración («les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo»).
Esta conducta de los capitalistas argentinos obedece a numerosas razones. Han influido la formación histórica del sector, la dependencia de la financiación estatal, la debilidad frente a la oligarquía y el temor a la clase obrera. También incide la frustrada experiencia con la sustitución de importaciones, la pérdida de posiciones frente a Brasil, la mutación del mercado interno hacia la exportación y la estrecha asociación con el capital transnacional.
Muchos autores suelen constatar periódicamente estos fenómenos, sin extraer ninguna conclusión. A los sumo sugieren que el estado amplié su presencia económica para sustituir esa deserción. Pero ese reforzamiento también genera tensiones y no puede atravesar ciertos límites, puesto que un capitalismo estatal sin capitalistas carecería de sentido [7].
La frustración actual del kirchnerismo es proporcional a las expectativas depositadas en la burguesía local. Néstor y Cristina ponderaron a ese sector y lo beneficiaron con cuantiosos recursos del estado, esperando como contrapartida mayores inversiones. Pero esos subsidios volvieron a engrosar el patrimonio de los amigos del poder, sin ningún rédito productivo para la economía.
Cada vez que este uso parasitario salió a la superficie, el gobierno reemplazó a un favorecido por otro. Cambiaron a Ciriglaino por Roggio en el ferrocarril, a Eskenazi por Bridas en el petróleo, a Báez por Cristóbal López en la obra pública, a Pérez Companc por Eurnekian en distintos emprendimientos.
Todos los grupos favorecidos aumentaron su riqueza a costa del erario público y protegieron su dinero en el exterior. Un listado que filtró un ex gerente de la Banco Morgan retrata los nombres de 500 grandes clientes que sacaron del país 400 millones de dólares entre 2006 y 2008. Allí aparecen todos los próceres del capitalismo argentino.
La burguesía local participó de todos los negocios rentables que le ofreció el kirchnerismo y se retiró cuando debía aportar capital propio. El ingreso y la salida de los Eskenazi de Repsol es un ejemplo de este patrón de conducta, que se repite en la telefonía. En lugar de «enterrar capital» en inversiones de largo plazo han preferido asociarse con negocios de alta rentabilidad inmediata. Con esta conducta participaron de las privatizaciones en los 90 y ahora observan con atención el regreso de los fondos de inversión, al lucrativo negocio de reestructurar empresas.
Cuatro áreas prioritarias
La izquierda enfrenta el desafío de legitimar las demandas sociales frente a las impugnaciones oficiales. Debe confrontar con la descalificación habitual de esas luchas, que son identificadas por el gobierno con el «corporativismo», las «maniobras sindicales» o los «privilegios de empleados estables con buenos ingresos».
La derecha suele recurrir a la demagogia, cuestionando con más frecuencia al gobierno que a las movilizaciones sociales. Como la gestión de Cristina tiene fecha de vencimiento, su prioridad es condicionar al próximo presidente. La izquierda necesita polemizar con el gobierno, sin adoptar los argumentos regresivos que difunden los medios de comunicación. Sería terrible reproducir con otro lenguaje el discurso neoliberal contra el «intervencionismo», el «cepo» o la «patota anti-empresaria».
La mejor forma de evitar esta confusión es formulando propuestas nítidas. Si la mera denuncia siempre fue insuficiente, actualmente podría convertirse en una adversidad. Demostraría que la izquierda carece de proyectos económicos propios o realizables.
El punto de partida de nuestros planteos es la oposición frontal al ajuste encubierto que promueve la oposición derechista y al ajuste dosificado que intenta el oficialismo. «Ni sinceramiento de precios», ni «sintonía fina». Ambas estrategias transitan por la fijación de un estricto techo al aumento salarial, con el argumento de facilitar una «paulatina reducción de la inflación». En ambos casos se oculta que esa disminución exige comenzar por el recorte de los beneficios.
Todos los economistas que convocan a la suscripción de un «pacto social» para frenar la escalada de precios, presuponen implícitamente que la carestía es culpa de los asalariados. Como se olvidan quién remarca, desechan contener esa escalada limitado el lucro el patronal.
Frente a esta actitud es indispensable defender el salario real, reclamar su ajuste al nivel de la canasta familiar y batallar por la revisión de los convenios colectivos. Esta actualización se ha tornado insoslayable a medida que la carestía carcome cualquier mejora. La reciente suba del mínimo no imponible carece por ejemplo de movilidad periódica y por eso tiende a quedar deglutida.
La defensa de los ingresos salariales del sector formal es la mejor forma de limitar el empobrecimiento de los precarizados. Las conquistas que obtienen los asalariados sindicalizados tienden a extenderse a los trabajadores en negro. No siempre ocurre pero lo contrario conduce a la miseria. Cualquier retracción del salario formal induce a la involución del informal.
La batalla por regularizar al 35% de los trabajadores precarizados (que cobran salarios cuatro veces inferiores) no transita sólo por la fiscalización de la cadena productiva (principalmente de las grandes compañías que sub-contratan). Todas las promesas oficiales de reducir la informalidad por esa vía han fallado. Se requiere avanzar en la sindicalización de los precarizados.
Pero es evidente que el ingreso popular no podrá preservarse si no decae la inflación. Cualquiera sea el diagnóstico sobre las causas inmediatas de este flagelo hay que frenar primero la escalada de precios, para poder actuar sobre la inversión, la comercialización, la exportación o la emisión.
Esta acción impone los controles que tanto detesta la derecha. Los precios no se disparan por el exceso de supervisión, sino por el carácter timorato de una regulación centrada en el número final y no en la formación de esas cotizaciones. En esa gestación la rentabilidad es tomada como un dato sagrado, que sólo conocen los dueños de las empresas y sus gerentes. Si esta información no se democratiza, la inflación continuará siendo una enfermedad misteriosa para todos los consumidores.
Es evidente que para contener los precios hay que conocerlos normalizando de inmediato el INDEC. No sólo los funcionarios que dejó Moreno deben retirarse. Tampoco se necesita a los técnicos del FMI. Pero también hay que desenmascarar el carácter mítico de la «libertad de precios» en una economía concentrada y la inoperancia de los acuerdos con las cúpulas empresarias.
Sólo una efectiva fiscalización de costos y ganancias puede desactivar la espiral inflacionaria sin generar padecimientos populares. Esta acción requiere intervención popular genuina y no la farsa de controles que ensaya el kirchnerismo. Existen leyes suficientes para contrarrestar el desabastecimiento, pero se necesita voluntad política para aplicarlas.
Con la disparada del dólar ocurre algo semejante. Existen numerosas causas estructurales del problema, pero no hay corrección posible del perfil del comercio exterior, si no se contiene de inmediato el derrumbe de las reservas. Los neoliberales prometen resolver el problema «recuperando la confianza». Pero no aclaran que esa seguridad de los capitalistas se nutre siempre de agresiones contra los trabajadores.
En este terreno el gobierno continúa experimentando todas las alternativas. Un día aumenta los controles y al otro los alivia. Pero ya comparte implícitamente los cuestionamientos de la derecha al «cepo» y trabaja para su eliminación futura. Esta política contradice la necesidad de un control de cambios eficaz, que actué sobre los peces gordos y no sobre el pequeño ahorrista o viajero. Este tipo de acciones efectivas nunca fueron instrumentadas por el kirchnerismo. En lugar de forjar un sistema protección de divisas para actividades prioritarias armó un barroco dispositivo de medidas inútiles.
El colmo de estas contradicciones ha sido el orgulloso pago de la deuda con reservas del Banco Central. Han rifado el principal resguardo de la economía para exhibirse como «pagadores seriales». Este absurdo comportamiento se explica por la expectativa en una respuesta amigable del mercado. El kirchnerismo ha supuesto que los banqueros reingresarían las divisas que les entregaban los funcionarios. La misma ilusión tuvieron todos los presidentes del pasado.
La deuda que puntalmente se abona con fondos públicos es un viejo producto reestructurado de múltiples canjes, cuya legitimidad jamás fue investigada. Es indispensable suspender esos pagos, para distinguir los compromisos genuinos de las simples estafas.
Los dólares faltantes se encuentran en manos de grandes grupos que han difundido una imagen de omnipotencia. Han generalizado la impresión que nadie puede actuar sobre ellos. Pero se olvidan de los recursos que maneja el estado para imponer el reingreso de las divisas al circuito formal. En lugar de re-endeudar al país sería necesario transparentar el dinero de quiénes localizan sus patrimonios y desenvuelven sus actividades en Argentina.
La principal fuente de recaudación del dinero que necesita el estado debe provenir de la reforma impositiva progresiva, que tantas veces se ha discutido y nunca se implementó. Hay incontables propuestas para gravar la renta financiera o agro-exportadora, el juego y las actividades minero-extractivas. Existen también detallados proyectos para reintroducir los aportes patronales en la previsión social. Sólo las exenciones a la renta financiera y a las industrias promocionadas le restan anualmente 8900 millones de pesos al fisco.
Estas propuestas de acción inmediata de la izquierda sobre la inflación, el dólar, la deuda y el sistema impositivo constituyen el punto de partida para comenzar a remediar los problemas estructurales de la economía.
Perfil productivo e igualdad social
El control estatal sobre las divisas es imprescindible para superar el status agroexportador de Argentina. No alcanza con subir retenciones o incrementar la supervisión sobre las exportaciones. Se necesita introducir el monopolio estatal del comercio exterior, para gestionar de manera unificada las operaciones que generan y consumen dólares. Esa entidad podría suscribir distintos contratos, pero debería asegurar la comercialización centralizada de las divisas.
Otras instituciones que ya existieron en el pasado -como la Junta Nacional de Granos o el IAPI- podrían complementar esta labor, para negociar los precios y financiar la siembra y la cosecha. Esas entidades permitirían, además, desvincular los precios locales de las cotizaciones internacionales y contribuirían a contrarrestar la inflación por exportación de alimentos.
Esos instrumentos son insoslayables para cortar la especulación cambiaria y la facturación tramposa de mercancías. Mediante la apropiación plena de la renta comenzaría la desprivatización de un ingreso que pertenece a todo el país y se abriría un camino para desactivar la maldición de los recursos naturales.
Con el monopolio estatal del comercio exterior comenzaría a socializarse la gestión del subsuelo y se remodelaría la producción agropecuaria. La prioridad es frenar la expansión de la frontera sojera para diversificar actividades, recuperando la ganadería y recreando la vitalidad de los cereales y los cultivos regionales. El país no puede depender de la mono-exportación de un producto destinado al engorde de animales.
El segundo pilar de la reorganización económica es la constitución de un sistema financiero que permita canalizar el crédito hacia las actividades prioritarias. Sin control estatal sobre ese reparto, los préstamos continuarán guiados por principios de rentabilidad divorciados de las necesidades populares. Una gestión pública genuina necesita, además, la nacionalización de los bancos o el control de los depósitos, para apuntalar la construcción masiva de viviendas populares, obras de infraestructura, hospitales y escuelas.
Esos emprendimientos son impostergables en una economía que ha malgastado recursos en las torres de Puerto Madero, los barrios cerrados y los shoppings para pocos. El crédito de consumo (que está endeudando al grueso de la población) no puede el único destino de la estructura bancaria. Los préstamos hipotecarios y de inversión deben ocupar un lugar relevante.
La reorganización crediticia contribuiría, además, a consolidar las prioridades de la reindustrialización. Aunque los economistas kirchneristas pregonan la regulación estatal, en los hechos dejaron librado el devenir de la industria al patrón mercantil. La intervención indirecta sobre las empresas a través de los paquetes accionarios del ANSES no alteró esa primacía.
Varios sectores deberían transformarse en prioridad industrial. La reconstrucción de los ferrocarriles podría servir como cimiento de ese proyecto, a partir de la nacionalización del sistema bajo control de los trabajadores y los usuarios. En este terreno habría que desplegar un plan antitético a todo realizado por el gobierno.
Antes de pintar unidades y colocar pantallas en las estaciones habría que concretar la renovación de vías y el demorado soterramiento. En lugar de culpabilizar a los trabajadores por las tragedias, habría que instalar el sistema de señales que impide los accidentes, mediante frenos automáticos ante el descontrol de la velocidad. En lugar de compras llave en mano habría que reconstruir la fabricación local. El principio de financiar el transporte de pasajeros con los réditos de la carga facilitaría esta reconversión.
Pero el punto más crítico de cualquier proyecto de largo plazo se ubica en la esfera energética. Con el ritmo actual de importaciones no hay forma de sostener un crecimiento sostenido. La nacionalización integral del sector es tan urgente como la conversión de YPF en una empresa plenamente estatal.
Los distintos contratos de exploración deben renegociarse a partir de esa nueva estructura, priorizando las alianzas estratégicas con compañías de la región. El anillo energético sudamericano que promovía Chávez debe ser retomado como una meta zonal. Al igual que la renta agro-sojera, el petróleo y el gas son recursos que debe manejar la nación, poniendo fin al régimen de propiedad provincial que instauró el menemismo.
Antes de embarcarse en la extracción de crudo no convencional habría que agotar la exploración tradicional de pozos. En torno al shale hay que abrir un debate, transparentando todos los datos y peligros en juego. Las denuncias sobre el fracking son muy serias.
Los neoliberales desechan estos cuestionamientos porque vislumbran un gran negocio para sus socios transnacionales. También los economistas del kirchnerismo se burlan de esas advertencias, argumentando que bajo el capitalismo todas las actividades económicas deterioran el medio ambiente [8].
Pero esa constatación no los induce a revisar su reivindicación de un sistema social tan destructivo. Al contrario, asumen como propios los argumentos tranquilizadores que difunden las empresas para adormecer la resistencia popular. Olvidan la trituradora de montañas que se ha instalado en la Cordillera y la destrucción potencial de cultivos y recursos acuíferos que podría generar el fracking.
Hay que abordar este problema con sumo cuidado y sabiendo que Argentina necesita petróleo. Con un tercio de la población bajo la pobreza y una economía ubicada en la periferia del planeta, el país no puede darse el lujo de «decrecer», ni «retornar a la naturaleza». Pero este realismo no implica reducir todas las opciones a la aceptación o rechazo del shale.
Nuestro país tiene un consumo energético por habitante que supera el promedio mundial, para una estructura productiva que se ubica a años luz de la frontera tecnológica. Una reorganización en este plano es tan indispensable, como la reconsideración de viejas alternativas (nuclear e hidroeléctrica) y la exploración de la opción eólica y solar. Sólo por el momento estas últimas variantes presentan graves problemas de discontinuidad e inviabilidad económica.
En cualquier caso un proyecto productivo implica llevar a cabo lo prometido y nunca realizado por los economistas K. Su principal desacierto ha sido apostar a la renovación del capitalismo, en lugar de bregar por la erradicación de este sistema. Aquí estriba en última instancia la principal diferencia con la izquierda, que promueve desarrollar la economía junto a una reducción simultánea de la desigualdad social. Como estas dos metas son inalcanzables bajo el capitalismo, un futuro de prosperidad y justicia exige bregar por la transición socialista. Durante la última década el neo-desarrollismo fue contrapuesto al neoliberalismo como la única opción en juego. Ahora debemos concebir otra posibilidad.
Resumen
La preservación de una economía dependiente con gran desigualdad social explica las tensiones del modelo. El déficit energético es consecuencia de una depredación tolerada por el gobierno. Luego de nacionalizar YPF en forma tardía e insuficiente se premia con indemnizaciones a los responsables del vaciamiento. La extracción contaminante reforzará la minería a cielo abierto y el esquema extractivo de expansión sojera.
Se ha recompuesto la estructura vulnerable, deficitaria y extranjerizada de la industria. La prioridad del ferrocarril fue sustituida por la sobre-oferta automotriz, en un marco financiero pro-consumo y anti-inversión.
El ensayo neo-desarrollista quedó sofocado por la victoria agro-sojera del 2008. El gobierno renunció a incrementar la apropiación estatal de la renta, que se requiere para el desarrollo productivo y la estabilidad cambiaria. La burguesía local repite su vieja conducta de remarcar precios, fugar capital y no invertir. La regulación estatal no modificó este comportamiento y la decepción del gobierno se traduce en un giro pro-mercado.
Pero en el debate con el oficialismo no hay que adoptar los argumentos neoliberales. La izquierda tiene proyectos para contener la inflación mediante la fiscalización popular de los costos y las ganancias. Se necesita un control de cambios en serio y la investigación de la deuda para discriminar los compromisos reales de los ficticios. El bache fiscal debe recomponerse con impuestos progresivos.
El monopolio estatal del comercio exterior y la nacionalización del sistema financiero son indispensables para superar la dependencia agro-exportadora. El objetivo debe ser erradicar y no renovar el capitalismo. La transición socialista es el emblema de la izquierda.
Notas
Claudio Katz es Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz
[2] Ver: Herrero Félix, «El oscuro trasfondo del acuerdo con Chevron», diariohoy.net, 29/08/2013.
[3] Keistelboim Mariano, » Reindustrialización», www. pagina12 .com.ar/diario, 28/04/2013.
[4] Un detallado análisis de estos desbalances en: Gigliani Guillermo, Michelena Gabriel, «Los problemas estructurales de la industrialización en la Argentina (1962-2010), Realidad Económica, n 278, 2013.
[5] Pinazo Germán, «La nueva división internacional del trabajo y su impacto en la periferia. Un análisis desde las transformaciones de la industria automotriz argentina entre los años 1991-2010», Facultad de Ciencias Sociales, UBA, 28 de octubre de 2013.
[6] Hemos descripto en varios trabajos previos la evolución y límites de este proyecto. Una síntesis en Katz Claudio, «Las grietas del modelo», en Discurso, política y acumulación en el kirchnerismo, Ediciones CCC-Universidad Nacional de Quilmes, 2013.
[7] Un reciente ejemplo de estos problemas en: Zaiat Alfredo, «Mariachi, burguesía y el estado», P agina12.com.ar/diario, 17/11/2013.
[8] Sturzenegger Federico, » YPF-Chevron: una estafa de proporciones», www.clarin.com/, 22/07/2013. Scaletta Claudio, «Utopía reaccionaria», www.pagina12.com.ar, 08/09/2013.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.